Read Una bandera tachonada de estrellas Online

Authors: Brad Ferguson

Tags: #Ciencia ficción

Una bandera tachonada de estrellas (3 page)

BOOK: Una bandera tachonada de estrellas
8.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Agradecida por la inspiración, la formuló.

—¿Trabajará el almirante Kirk en algún otro futuro proyecto de renovación similar a éste, almirante Rogers?

Aquello sería respondido afirmativamente, según toda probabilidad, cosa que conduciría a preguntar qué proyectos y, con un poco de suerte, al final de la entrevista.

—No tengo ni la más mínima idea. —El tono de Rogers se había hecho tan frío como un invierno plutoniano. Tras aquel estallido de locuacidad, se quedó muda como una piedra.

Aquella reacción inesperada empujó a Nan a un bien disimulado pánico. Allí estaba, la peor pesadilla de un entrevistador: el no saber qué preguntar, el quedarse completamente sin preguntas, sin siquiera una brizna de conversación vana. Nan parpadeó y miró a su otro invitado en busca de ayuda, pero incluso el habitualmente entusiasta capitán April parecía intimidado.

Tras otro instante de lúgubre silencio, Nan se dio por vencida y se volvió a mirar al monitor que tenía más cerca. Con la esperanza de que la sala de control conseguiría encontrar a tiempo algo adecuado, dijo:

—Volveremos de inmediato después de unos consejos.

«Si todavía tengo un puesto de trabajo.»

Al otro lado del continente, una imagen tridimensional parpadeó en el rincón de un aula de clase de un colegio de enseñanza secundaria, en la interminablemente reedificada sección Chelsea de Nueva York.

Joey Brickner, inclinado con un codo sobre el pupitre, la mejilla aplastada contra el puño cerrado, apartó los ojos de la pantalla y miró el cielo gris suavizado por la lluvia. El lanzamiento de la
Enterprise
no despertaba en él interés alguno, ni siquiera por la razón práctica de que el profesor lo creía importante y podría utilizar parte de la información en el siguiente examen o pedir trabajos sobre el tema.

En aquellos días, a Joey le preocupaba muy poco el colegio. De hecho, no había nada que le preocupase mucho excepto sus ensoñaciones. Más que nada en el mundo, lo que quería era que las cosas volvieran a ser como antes de que Jase se pusiera enfermo.

Nada era como debía haber sido.

Eran los comienzos de julio, y él debería haberse encontrado en cualquier otro lugar que no fuera un aula; hacía tres semanas que había comenzado un nuevo año escolar después de sólo dos semanas de haber acabado el anterior. ¿Quién había oído hablar jamás de que alguien comenzara las clases en el mes de junio? Oh, era un honor ser aceptado en aquella clase experimental, le decía constantemente su madre. Un verdadero honor, especialmente a la edad que él tenía. Todos los otros padres y madres estaban desesperados por conseguir que sus hijos ingresaran, porque la clase daba resultados.

Sí. Un verdadero honor. Una gran cosa. Excepto que él tendría que haber estado de vacaciones. Tendría que haber estado jugando con Jase. Durante un momento, dio rienda suelta su imaginación: él y su hermano menor estaban fuera, jugando a klingons y federales con pistolas fásicas de agua. Empapándose con la lluvia y los disparos a corta distancia de cada uno.

Jase reía, mientras los cabellos color zanahoria se le tornaban castaño rojizos y se le aplastaban contra el cráneo a causa de la lluvia. Joey cerró los ojos y las comisuras de la boca se le elevaron ligeramente mientras él intentaba satisfacer a su imaginación obteniendo una imagen perfecta. Jase habría tenido seis meses más en aquel momento, habría sido seis meses más alto, hasta el mentón de su hermano mayor. Sí, hasta el mentón. Joey casi sonrió.

«¡Eh, Joey!» Jase estaba en el exterior del aula de clase, blandiendo su pistola fásica de juguete, con la piel debajo de sus pecas —muchísimas pecas, más de las que Joey había visto jamás en una sola persona, incluido él mismo—, encendidas de un rosado brillante mientras el niño reía convulsivamente de algún chiste privado, casi doblado en dos. «¡Eh, Joey, eh…!»

—Brickner —le susurró Ira Stoller desde el pupitre que tenía inmediatamente detrás—. ¡Eh, Brickner!

Stoller hincó una rodilla contra la parte trasera del pupitre de Joey y comenzó a empujar con fuerza en el área precisa del riñón derecho de Joey.

Joey volvió la cabeza y los ojos en dirección a Stoller, vigilando por la periferia de su campo visual para asegurarse de que el profesor no se había dado cuenta. Cuando Stoller adoptaba aquel tono, uno podía tener la seguridad de que estaba a punto de decir algo que los metería a ambos en problemas. Pero el profesor —una persona viva, real, no un programa de inteligencia artificial— continuaba mirando fijamente la pantalla con aire distante. Tenía una expresión pensativa en su rostro de piel morena, a pesar de que el programa de noticias había sido reemplazado por el anuncio publicitario de un antiácido. Los demás estudiantes comenzaban a volverse en sus asientos para susurrar con sus compañeros. Incluso los dos preferidos del profesor, Ricia Greene y Carlos Siegel, habían agachado las cabezas y estaban hablando entre sí en voz seria y baja. Probablemente hablaban, de entre todas las cosas del mundo, sobre el lanzamiento.

Stoller sonreía malévolamente. Era alto —dos cabezas enteras más alto que Joey— y flaco, todo rodillas y codos. Tenía una vena animada, loca en su naturaleza… a veces demasiado loca; no respetaba nada ni a nadie, cosa que incluía al profesor. Pero después de las primeras semanas de clase, Joey agradecía cualquier atención; la mayoría de los estudiantes contaban quince años, y no querían tener nada que ver con un chico de trece. Especialmente con un chico de trece años que era bajo incluso para su edad.

—¡Eh, Brickner! Si Tarzán y Jane fueran unos cara de cerdo, ¿qué sería
Chita
?

Joey puso los ojos en blanco. «Cara de cerdo» era el término con que Stoller denominaba a los talleritas; Stoller sabía más nombres insultantes para denominar a los alienígenas de los que Joey había imaginado que existieran. Tras volver la cabeza apenas lo justo como para poder mirar a Ira, Joey le susurró por entre las comisuras de la boca:

—Será mejor que sea bueno.

—Sería la otra mujer —contestó Stoller, que continuaba clavándole la rodilla en la espalda y hacía caso omiso de la mueca de dolor de Joey—. Si Tarzán y Jane fueran un par de liebres, es decir, vulcanianos, ¿qué sería
Chita
?

—Una mona aburrida —sugirió Joey.

—Una alienígena con un
master.

Joey negó con un leve movimiento de cabeza.

—No es gracioso.

—Si fueran unos cabezas de tortuga… —comenzó a decir Stoller mientras sus ojos se entrecerraban con malicioso deleite.

Con una punzada de culpabilidad, Joey le echó un nervioso vistazo al profesor, que había apartado los ojos de la pantalla tridimensional y ahora estaba mirando por la ventana con aire ausente, sin darse cuenta, al parecer, del creciente ruido de la clase.

—Si fueran unos cabezas de tortuga —insistió Stoller, que parecía disfrutar repitiendo el término y observando la reacción consternada de Joey—, ¿qué sería
Chita
?

—Me doy por vencido —le susurró Joey.

—Una niña prodigio. —Stoller se reclinó en el asiento, satisfecho de sí mismo.

Joey cerró los ojos con todas sus fuerzas e intentó, lo intentó de verdad, no echarse a reír; pero a pesar de la pecosa mano pálida que se apretó sobre la boca, se le escapó una risilla aguda.

Aquello pareció despertar al profesor de sus ensoñaciones. El doctor G’dath levantó la mirada, frunció el ceño —aunque en realidad, con el reborde óseo protuberante que le arrancaba desde justo por encima de los ojos y le subía hasta la coronilla, resultaba difícil estar seguro de ello—, y dijo, en una voz alta y retumbante:

—Las actividades anteriores al almuerzo pueden apreciarse mejor en silencio.

Todo movimiento, todo sonido —excepto los de la pantalla tridimensional— cesaron. Al igual que todos los otros estudiantes de la clase, Joey se sentó mirando al frente, cruzó las manos sobre el pupitre, fijó los ojos en la pantalla y dedicó —bueno, fingió dedicar— toda su atención al anuncio publicitario. Stoller dejó de clavarle la rodilla en el riñón.

El profesor, el doctor G’dath, no repitió la advertencia, ni siquiera amenazó. No tenía que hacerlo.

Era un klingon de pura raza —un cabeza de tortuga, para emplear la terminología de Ira Stoller—, y tanto Joey como todos los demás estudiantes le tenían un miedo mortal.

Al otro lado de la ciudad, en unas habitaciones mal conservadas de la embajada klingon, otro klingon —uno por cuya sangre corrían antepasados humanos— observaba cómo G’dath y sus alumnos miraban las noticias en trivisión. A pesar de que era oficialmente parte del personal de la embajada, Keth y su subordinado Klor tenían una sola responsabilidad: observar al físico klingon G’dath. Desempeñaban su trabajo sin tener casi ningún contacto con la población humana de la Tierra, y muy poco contacto con el embajador y el resto del personal de éste, para asegurarse de que la embajada pudiera negar toda responsabilidad sobre cualquiera de las acciones de Klor que pudiese ser considerada como «cuestionable» por parte de los humanos o del alto mando klingon.

Después de semanas de vigilar a G’dath, a Klor le resultaba difícil creer en la acusación. ¿Cómo podía ser peligroso para el imperio un profesor de enseñanza secundaria? ¿Especialmente un profesor de niños humanos? Era ridículo el que un klingon estuviera impartiendo clases a niños humanos. Pero ¿peligroso?

Incluso la investigación privada que estaba realizando G’dath —según lo poco que habían podido averiguar al respecto—, tenía muy poco significado para Klor. No obstante, el imperio había ordenado la vigilancia, cosa que Klor llevaba a cabo fielmente. Siempre había estado ansioso por demostrar quién era ante su pueblo, en gran medida a causa de que su madre era el fruto de la unión entre un guerrero klingon y una prisionera humana de uno de los mundos fronterizos. Todos decían que su abuelo, el viejo K’Marrh, tenía que estar loco para enamorarse de su cautiva y tomarla como consorte… y aún más loco por criar a la hija de ambos, la madre de Klor, como legítima y perteneciente a la clase de los guerreros. Sin embargo, ella había hecho un buen matrimonio con otro guerrero y dado a luz a Klor.

Y Klor había pasado la mayor parte de su corta vida intentando demostrarle al imperio que él era un klingon leal, un auténtico guerrero, deseoso de derramar su sangre. Había trabajado duramente para demostrar que era el mejor, el más rápido, el más inteligente de todos.

Pero la flota imperial estaba decidida a no dejarse impresionar, y le había negado a Klor un ascenso tras otro, lo había apartado de la batalla, le había dado los cargos menos deseables… como el que estaba desempeñando ahora. No era adecuado para alguien perteneciente a la clase guerrera el permanecer sentado durante todo el día vigilando las actividades de otros. Lo adecuado para un guerrero era el actuar.

Los labios de bronce oscuro de Klor se sumieron en una fina línea ante aquel pensamiento; se removió en el incómodo asiento cuando sus músculos se rebelaron ante la inactividad. Con la esperanza de aliviar su aburrimiento, alargó una mano y pulsó un botón emplazado en la parte baja de la pantalla mediante la cual vigilaba a G’dath. La imagen cambió inmediatamente a la que estaba mirando la clase: la cobertura que Mundo Noticias estaba haciendo del lanzamiento de la
Enterprise
. Normalmente, a Klor no le molestaba —de hecho, le gustaba secretamente— el observar la clase. Su educación se había visto en cierta medida cercenada por razón de su herencia sanguínea, y pensaba que G’dath era un conferenciante de interés. Klor se encontraba con que estaba aprendiendo cosas, cosas que probablemente no eran ciertas dado que se decía que G’dath estaba loco. Pero de todas formas resultaba interesante escucharle, y acabó dedicando más tiempo al estudio de aquella pantalla, a costa de las demás.

Oyó pasos a sus espaldas. Klor hizo girar su asiento y se puso en pie, firme. Detrás de él se encontraba su superior, Keth, un varón alto, de rostro de halcón y ojos extrañamente penetrantes. Klor se enorgullecía de no acobardarse nunca ante aquella mirada.

—¿Algo de qué informar? —le espetó.

Era de modales bruscos, casi hoscos, pero Klor no lo tomaba a mal. Sabía que la razón del descontento de su superior no provenía del hecho de que estuviese trabajando con el nieto de ojos azules de una humana; lo más notable era que Keth nunca había hecho referencia a ese particular. En cambio, Klor sabía que el malhumor de Keth era debido a que recientemente se había encontrado con el disfavor político. Keth, tras pasar muchos años honorables al timón de una pequeña nave caza, había sido mancillado por un pariente que se atrevió a hablar sin disimulo en los ámbitos políticos, y sugerir que se realizara un esfuerzo de mayor buena fe para alcanzar la verdadera paz con la Federación.

Klor se sentía unido a su superior: tanto él como Keth habían sido destinados a aquella misión poco envidiable debido a las culpas de la familia.

—Nada, superior.

Keth inclinó la cabeza para echarle una feroz mirada a la pantalla que Klor tenía junto al codo derecho.

—¿Y por qué está usted mirando las noticias de trivisión a costa del Imperio?

Klor se sobresaltó, culpable, ante aquella pregunta, pero logró recobrarse a tiempo, e incluso pensar en una mentira plausible.

—La clase del exilado G’dath estaba mirando esta transmisión en particular, superior. Deseaba observarla cuidadosamente para comprender por qué revestía ese particular interés para él.

Keth gruñó una frase de aceptación.

—¿Hay alguna otra noticia referente a la unidad de circuitos integrados que encargó?

—No, superior.

—Hmmm. —Keth se llevó una mano a la afilada barbilla y se la acarició—. Usted ha dicho que los datos que figuraban en la factura eran vagos, en lo referente a las funciones de esa unidad de circuitos integrados, ¿verdad?

—Sí, superior, pero lo que sí indicaban era que se trataba de un diseño propio.

—¿Algo más digno de mención?

Klor aprovechó la oportunidad para demostrar su valía.

—El diseño de la unidad de circuitos integrados tiene que ser bastante complicado. Según la factura detallada, Custom Electronics necesitó varias semanas para fabricarlo. La factura en sí ascendía a una suma considerable.

Keth ladeó la cabeza hacia Klor y arqueó una de sus gruesas cejas con interés.

BOOK: Una bandera tachonada de estrellas
8.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Bondmaiden by B.A. Bradbury
Breeding My Boss's Wife by Natalia Darque
T*Witches: Kindred Spirits by Reisfeld, Randi, H.B. Gilmour
Storm by Danielle Ellison
Lingerie Wars (The Invertary books) by henderson, janet elizabeth
His Captive Bride by Shelly Thacker
Shadow of the King by Helen Hollick