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Authors: Brad Ferguson

Tags: #Ciencia ficción

Una bandera tachonada de estrellas (7 page)

BOOK: Una bandera tachonada de estrellas
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Sherman, rechoncho, de estatura baja y pelo pajizo, se puso en pie.

—Yo no tendría ninguna razón para confiar en los organianos. Quiero decir, que no hay ninguna garantía de que vayan a mantener la paz. —Sherman volvió a hundirse en el asiento con un suspiro.

G’dath asintió con la cabeza.

—Exacto. Ni nosotros ni el imperio klingon podemos estar seguros de que los organianos cumplirán con su parte del acuerdo, porque ninguno de los dos bandos sabe realmente por qué entraron en las negociaciones. Grandes mentes, perdonen mi sarcasmo, de ambos bandos han pensado en todas las posibilidades, y una y otra vez consideraron la peor de ellas.

G’dath volvió a sentarse ante el escritorio.

—Por lo tanto, ambos bandos piensan que tienen que actuar como si los organianos no fueran a estar ahí mañana. La Flota Estelar declara que sus principales propósitos son la exploración y el descubrimiento, y su historial de logros en ese campo es indiscutible. Sin embargo, la Flota Estelar también tiene que jugar un papel en el mantenimiento de la seguridad de la Federación, y por lo tanto la flota de naves es aumentada periódicamente. Una de las naves estelares de clase crucero de la Flota Estelar, la
Enterprise
, está a punto de volver apresuradamente al servicio después de haber sufrido una amplia renovación, y otros cruceros que han quedado anticuados, presumiblemente serán actualizados en un futuro cercano. Esas naves serán principalmente utilizadas para la exploración, es cierto, pero también llevarán armas… y el imperio klingon lo sabe.

Al mismo tiempo, el imperio klingon ha desarrollado un tipo de nave de guerra completamente nuevo, el crucero pesado de clase K’t’inga, y también las está construyendo. Los que gobiernan el imperio no se molestan siquiera en pretender que la flota imperial esté destinada a otra finalidad que no sea la conquista y su consolidación. También es interesante el hecho de que los organianos no hayan intentado impedir la construcción de las naves de ninguno de los dos bandos, a pesar del riesgo para la paz que supone la construcción en sí. El porqué de que no hayan hecho nada al respecto es una pregunta más que no tiene respuesta.

G’dath alzó un dedo.

—Y por lo tanto, lo siguiente es lo que podía aprenderse de mirar el programa de hoy. A pesar del Tratado de Paz Organiano, la amenaza de hostilidades entre la Federación y el imperio continúa existiendo, y eso es debido a políticas que no están guiadas por el razonamiento sino por el miedo, el recelo y la sospecha. El señor Siegel también ha mencionado los ahorros presupuestarios que tuvieron lugar en la renovación de la
Enterprise
. Yo les sugeriría a ustedes que el dinero no gastado en una nave puede ser dedicado a otras.

Miró su crono.

—La próxima semana discutiremos los pros y los contras de la presencia de la Federación en el espacio. Aún faltan algunos minutos para las tres, pero creo que acabaremos ahora nuestra sesión. Hace un día agradable y deberíamos salir a disfrutar de lo que queda de él.

Mientras los miembros de la clase recogían sus cosas para marcharse, él se aclaró la garganta.

—Primero los trabajos adicionales —anunció, y se oyó un gemido bajo. A pesar de todos los precedentes, algunos alumnos habían comenzado a abrigar la esperanza de que el profesor lo hubiese olvidado.

—Señor Brickner —dijo G’dath—, quiero que haga un trabajo de dos mil palabras con lo que piensa sobre el tema que acabamos de comentar. Incluido un resumen general… y, esta vez, por favor, haga ese resumen general antes de escribir el artículo, y no después.

Brickner ni se inmutó.

—Señor Stoller, un trabajo que comente el papel de la clase guerrera en la sociedad klingon, tres mil palabras, si tiene la amabilidad. Señor Rico, el trabajo que me presentó esta mañana sobre la mecanización de la infantería durante el segundo milenio es bastante insatisfactorio. Quiero que vuelva a escribirlo… y puede agregar otras dos mil palabras a las que ya tenía. El plazo límite para la entrega de todos los trabajos es el lunes, dado que estamos a viernes.

Una última cosa: como he dicho a principios de esta semana, acudirá aquí un equipo de trivisión para grabar una de las clases. Por ese motivo, les sugiero que se preparen para responder preguntas sobre la lectura señalada. —Hizo caso omiso de los ojos que se abrieron de par en par ante aquello—. Disfruten todos del fin de semana.

Los estudiantes continuaron con la huida; Joey Brickner se sentaba en el lateral más alejado de la puerta, y fue uno de los últimos en salir. Cuando él y Stoller pasaban ante el profesor arrastrando los pies, G’dath dijo en voz baja, de forma que los otros, que estaban ya en el pasillo, no pudieran oírlo:

—Quiero hablar unas palabras con usted, señor Brickner.

Brickner palideció y sus ojos azules se abrieron de par en par mientras iban de su amigo al profesor. Ira Stoller le dio un codazo al muchacho y, con los ojos bajos, le dijo:

—Te espero fuera.

Una vez que el aula estuvo vacía, G’dath le indicó con un gesto a Joey que se sentara en la silla que estaba junto al escritorio del profesor, y luego tomó asiento él mismo. El muchacho se sentó, rígido, en el borde de la silla.

—Señor Brickner —comenzó el klingon con lo que esperaba que fuese un tono suave pero firme—, ¿le ha hablado su madre de la conversación que mantuvo conmigo ayer?

—Sí, señor. —La mirada de Joey bajó y se fijó en sus zapatos.

—Señor Brickner, será más fácil para mí estar seguro de que estamos comunicándonos si mantenemos contacto ocular.

Joey se ruborizó, pero levantó el rostro y respondió a la mirada de G’dath con ojos desafiantes y —sí, definitivamente sí— tenían un matiz de ira. Por fin una mejoría respecto a su actitud apática.

—Entonces —continuó G’dath—, ¿por qué no ha hecho ningún esfuerzo por mejorar?

El rubor de las mejillas de Brickner se oscureció hasta adquirir el color de la sangre humana. Parecía incapaz de hablar y, durante un instante, estuvo aparentemente al borde de las lágrimas, cosa que perturbó a G’dath. Cualquier klingon que se respetara y con la edad suficiente como para caminar habría preferido la muerte a verter lágrimas delante de un superior. Pero G’dath tuvo que recordarse que juzgar a Joey Brickner como a un cobarde emotivo porque las pautas del comportamiento apropiado de él, G’dath, un klingon, eran diferentes, sería incorrecto. Tan incorrecto como el chiste de klingon que le había oído contar a ira Stoller durante los anuncios publicitarios de trivisión.

Finalmente, Brickner consiguió controlarse y recobró la voz.

—Estoy haciendo un esfuerzo, doctor G’dath. Me refiero a que usted le dijo ayer a mi madre que me pondría a prueba si yo no comenzaba a preparar a fondo mis trabajos. Así lo he hecho. Anoche preparé la clase. —El tono del chico se hizo más fuerte, casi defensivo—. Leí el material sobre el lanzamiento de la
Enterprise
. Pero cuando llegaron los anuncios publicitarios, me aburrí y me puse a mirar por la ventana, así que no oí la pregunta.

—Joey —dijo G’dath en tono reposado—, la cobertura del lanzamiento continuó durante varios minutos después de eso, y luego yo le formulé la pregunta.

Joey bajó la mirada, sin saber qué decir. Aparentemente, no se había dado cuenta de cuán perdido había estado en sus propias ensoñaciones.

—Ése es el motivo por el que estoy preocupado —continuó G’dath—. No por el hecho de que no haya escuchado una pregunta, sino por su constante incapacidad para poner atención en la clase o realizar un trabajo adecuado en las tareas que le encargo. Su historial académico pasado y su nivel de aptitud indican que usted es perfectamente capaz de manejar el material de esta clase. Sin embargo, su rendimiento es inferior a la media. ¿Puede explicarme por qué existe esa discrepancia? ¿O contarme cómo puedo ayudarlo a encontrar una solución para ese problema?

Vio que las defensas de Joey se levantaban, vio cómo se tensaban los músculos del rostro y el cuerpo del chico, observó cómo se le endurecían los ojos de Joey, y supo que no había conseguido llegar al estudiante.

—No. No es nada en lo que usted pueda ayudarme —le contestó Brickner, rígidamente, sin mirar a G’dath realmente a los ojos—. Y pondré atención en clase a partir de ahora. ¿Hay algo más, doctor G’dath?

G’dath suspiró.

—No. No, señor Brickner. Puede marcharse. Que tenga un buen fin de semana.

Al ver marcharse a Joey, tuvo una estrepitosa sensación de fracaso. Al no poder conseguir los puestos de investigación para los que estaba cualificado, G’dath había continuado con su trabajo docente… y probablemente continuaría con él hasta que expirara su visado temporal de un año. En sus momentos de mayor optimismo, pensaba que les estaba haciendo un bien tanto al imperio klingon como a la Federación al educar algunas mentes jóvenes para que pensaran, para que se dieran cuenta del vasto universo que existía fuera de sus propias estrechas culturas… como mínimo, ayudando a unos pocos jóvenes humanos a superar el miedo que les tenían a los klingon.

Pero ese día se sentía desalentado, porque cuando Joey Brickner abandonó la clase, vio el odio latente en los ojos del muchacho.

Mientras tropezaba, sin ver, con los estudiantes que avanzaban hacia el otro lado del patio, los pensamientos de Joey se concentraron en una sola frase furiosa:

«Sucio, podrido, repugnante cabeza de tortuga, sucio, repugnante, podrido, estúpido cabeza de tortuga.»

La parte racional de él sabía, por supuesto, que lo último que era el doctor G’dath era estúpido. Pero de todas formas le resultaba agradable pensarlo, aunque estuviese aún excesivamente trastornado como para decirlo en voz alta.

«Estúpido cabeza de tortuga, estúpido apestoso cabeza de tortuga.»

No era justo. La mayoría de las veces en que G’dath le pedía que interviniese, Joey se olvidaba de lo que iba a decir.

El responderle a un klingon era razón suficiente como para ponerse nervioso, y en cualquier caso, a Joey le daba vergüenza hablar delante de grupos. Ahora, eso estaba empeorando.

No era lo bastante malo que el doctor G’dath lo hubiese humillado delante de toda la clase y después no le hubiera dado una oportunidad de demostrar lo que había estudiado.

No, también tenía que ir y acongojar a su madre. Como si las cosas no fueran ya lo bastante mal con la muerte de Jase y el hecho de que el padre se hubiera marchado de casa. Como si la madre necesitara que aquél sucio y maloliente cabeza de tortuga le diera una razón más para llorar.

Y que luego G’dath le diera deberes de más y le hiciera quedarse después de clase y le preguntara «por qué».

¿Qué tenía que hacer él? ¿Contarle la verdad… confiar en un cabeza de tortuga y pedirle compasión? «Pues mire, doctor G’dath, desde que murió mi hermano pequeño mis padres no se han llevado bien, así que en realidad me importa un comino el honor de estar en su asquerosa clase.»

Se detuvo —realmente no se había dado cuenta de que estaba atravesando a toda velocidad el patio del colegio, chocando con otros alumnos sin molestarse siquiera en murmurar una disculpa—, y luchó para contener las lágrimas de rabia. El tiempo era ahora claro y soleado. El único recordatorio de la lluvia que había caído eran unas gordas gotitas que chispeaban sobre la hierba. Los estudiantes seguían pasando junto a él y el patio iba quedando desierto. Era, después de todo, el inicio del fin de semana, y para cuando Joey consiguió recobrar el pleno control de sí mismo, el patio estaba casi vacío. Se suponía que Stoller tendría que haber estado esperándolo, pero el chico se sintió aliviado de que Ira no hubiera cumplido con su palabra. En aquel momento no estaba de humor para hablar con nadie, y menos que nada para tener que fingir ante Stoller que el doctor G’dath no lo había trastornado. Comenzó a avanzar, más despacio, hacia la salida del patio donde estaría esperando el autobús, pero no tenía ninguna prisa. Si se le escapaba el autobús y tenía que esperar otro, bien. Lo mismo le daría recorrer a pie los treinta y dos kilómetros que le separaban de su casa.

Pero cuando atravesaba el final del patio, un sonido —una voz conocida que gritaba con nada característica agitación, hizo que se detuviera.

—¡Basta! Basta, ¡déjalo tranquilo!

Era la voz aguda de Ricia Greene, indignada. Joey se volvió a mirar en la dirección de la que provenía. En un rincón del patio del colegio, medio oculto por árboles altos, Ira Stoller estaba intentando arrebatarle algo de las manos a Siegel, mientras Ricia luchaba por interponerse entre ambos.

Joey titubeó durante varios tensos segundos, y estuvo a punto, pero sólo a punto, de continuar caminando. Estaba excesivamente perturbado para meterse en algo así; tenía sus propios problemas.

Pero había algo un poco atemorizador en el brillo de los ojos de Stoller, algo que hizo que Joey vacilara. Y entonces Stoller soltó la cosa por la que estaba peleando. Siegel se tambaleó un poco mientras intentaba recobrar el equilibrio, y Stoller avanzó y le dio un golpe en plena cara.

—¡Eh! —gritó Joey, y echó a correr antes de darse cuenta de que se había puesto en movimiento—. Stoller, ¿qué te crees que estás haciendo? ¡Basta!

Para cuando llegó al lugar de la pelea, Siegel estaba sentado en el suelo, con las manos aplicadas a la sangrante nariz, y Stoller levantaba su tesoro en alto. Ricia Greene se encontraba arrodillada junto a Siegel e intentaba conseguir que se quitara las manos de la cara para poder inspeccionar la herida.

Joey jadeaba, intentando recobrar el aliento.

—Stoller, ¿qué estás, loco? ¿Qué es eso?

Stoller estaba sonriendo… o algo parecido, pero su expresión era controlada, y al mismo tiempo iracunda. Se volvió y percibió por primera vez la presencia de Joey, pero antes de que pudiera responder, Ricia Greene levantó la cabeza, con los ojos relumbrantes, y respondió con voz estremecida.

—Grabaciones de la biblioteca. Las grabaciones de biblioteca de Carlos. Las necesita para un proyecto…

La voz de Stoller era desigual, medio furiosa, medio risueña; miró a Joey con ojos frenéticos.

—Para hacer un informe y obtener créditos extra, Brickner, ¿puedes creerlo? Créditos extra. Como si esos dos mimados del cabeza de tortuga necesitaran créditos extra…

—¡No lo llames cabeza de tortuga! —le gritó Ricia, acaloradamente.

—Cabeza de tortuga, cabeza de tortuga —canturreó Stoller. Dejó caer la grabación sobre una roca que tenía cerca, y colocó delicadamente el tacón de la bota por encima de ella.

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