—El globo del que acabo de hablar. Lo he dejado en mi apartamento. No me sentía seguro para llevarlo por la calle, y tuve la certeza de que me habrían… interceptado si hubiese tratado de sacarlo del apartamento. A mí me parece que la forma más segura sería simplemente transportándolo fuera de mi vivienda.
—Cierto —repuso Kirk—. ¿Pero por qué iba la Flota Estelar a ofrecerle a usted el uso de su transportador?
—Por lo que yo le ofrezco a la Flota Estelar. Aquí es aplicable el mismo tipo de lógica: si estoy mintiendo respecto al poder del globo, lo único que usted y la Flota Estelar habrán perdido será unos pocos segundos de tiempo de transporte. Pero si estoy diciendo la verdad…
—Comprendo, G’dath. Me pondré en contacto con el personal del transportador. Déme su emplazamiento y no se vaya a ninguna parte. Primero lo rescataremos a usted y luego al globo. Si puede hacer lo que usted afirma, estoy seguro de que la Flota Estelar estará dispuesta a garantizar su protección.
—Gracias, almirante. Le sugiero que se dé prisa. Sospecho que ya podría ser demasiado tarde.
Keth había neutralizado rápidamente el portero del vestíbulo —un juego de niños para un agente entrenado—, mientras Klor se había encargado del bloqueo de seguridad del ascensor provocando un cortocircuito en el sistema de reconocimiento de la voz.
Mientras el ascensor los llevaba obedientemente hasta el piso cincuenta y uno, Klor miró a su comandante. Un rato antes, cuando Klor le informó de que el sujeto G’dath había salido del apartamento, Keth había sufrido un ataque de furor asesino: ¡G’dath era el pasaje de ambos para volver a casa! ¡Klor era un imbécil por haberle permitido escapar! Tan furioso se había puesto Keth, que Klor no se atrevía a hablar, ni siquiera para protestar diciendo que G’dath sin duda regresaría pronto, puesto que no se había llevado el globo.
Y entonces, Keth había dado una orden sorprendente: ellos mismos irían al apartamento y se apoderarían del globo. Keth no había vuelto a hablar desde ese momento. Estaba claro que lo carcomía la amenaza de perder a G’dath… tanto que Klor temía por la salud mental de su comandante.
Ahora, en el ascensor, los labios de Keth estaban reducidos a una apretada línea, y las cejas convertidas en una peluda V sobre los inhóspitos y peligrosos ojos, los ojos de un obseso.
Un rato antes, el comandante había prometido que Klor recibiría honores, que volvería a casa… pero ahora Klor temía por su posición y estaba ansioso por expiar su error.
El ascensor se detuvo; las puertas se abrieron. Klor avanzó velozmente por el corredor hasta encontrar el número de G’dath.
—Rápido. —Keth señaló la puerta.
Tras acuclillarse, Klor sacó un pequeño instrumento de la bolsa que llevaba al cinturón, y se dispuso a neutralizar los escáneres de seguridad alojados en el marco de la puerta. Afortunadamente, el diseñador del sistema no había juzgado necesario construir el aparato para que resistiera las medidas de neutralización klingon. Se produjo un suave sonido neumático al abrirse la puerta del otro lado del corredor.
Klor miró por encima del hombro y se irguió. Un varón humano —cabellos grises, pálido, aspecto débil— salió al pasillo. Para asombro de Klor, el anciano no pareció asustarse en lo más mínimo al encontrar dos klingon en su edificio. De hecho, su mirada se encontró con la de Klor, y le sonrió.
—Me pareció haber oído a alguien aquí fuera —les dijo con tono amable y una voz cascada por su avanzada edad—.¿Son amigos de G’dath? Creo que ha salido hace un momento.
Keth y Klor lo miraron fijamente, sin saber qué decir… y luego Keth ordenó:
—Mátelo.
Klor vaciló… no el tiempo suficiente como para que Keth lo notase y darle a su comandante más razones para dudar de él, no lo bastante como para que el anciano lo advirtiese e intentara apartarse del camino del peligro… pero sí lo bastante como para que Klor sintiera remordimientos. Le habían enseñado a respetar a sus mayores, y aquel hombre de pelo gris ciertamente no tenía ninguna intención de hacerles daño; en realidad, confiaba en ellos, les había sonreído. Nunca antes le había sonreído a Klor un ser humano con amistad.
Pero Keth le había dado una orden, y Klor sabía que desobedecerla en aquel momento significaba que se le tacharía de traidor, y que no volvería a ver su hogar.
Avanzó y, con un movimiento fácil y rápido del brazo, golpeó al humano en un lado del cuello. Klor intentó, sin que resultase tan obvio como para que Keth lo advirtiera, darle un golpe que lo desmayara pero no lo matase, pero a pesar de su esfuerzo oyó el sordo restallar de un hueso al romperse.
Sucedió tan deprisa que el anciano no llegó a gritar, ni levantar un brazo para defenderse, sino que se desplomó en el suelo.
Klor lo recogió. El hombre era ligero, frágil entre sus brazos. Keth se adelantó y le quitó la carga.
—Acabe su tarea, Klor. Yo me desharé de esto.
—Sí, superior. —Extrañamente triste, Klor se acuclilló y se puso a trabajar una vez más con la puerta. Escuchó mientras, a sus espaldas, Keth arrojaba al anciano de vuelta al interior de su vivienda. Se oyó el pesado y desagradable sonido del cuerpo al golpear contra el suelo, y luego el silbido de la puerta al cerrarse. Klor vio las piernas de Keth a su lado.
—Apresúrese —le ordenó el comandante—. Es posible que esta muerte no haya pasado inadvertida para el sistema de seguridad del edificio.
Un instante después, Klor rompía el campo de seguridad que cubría la puerta de G’dath. Ésta se deslizó suavemente a un lado y ambos klingon entraron.
El apartamento estaba escasamente amueblado: resultaba claro que G’dath no había sucumbido al deseo terrícola del confort. Klor observó a Keth mientras éste avanzaba hacia el
vav gho
y le daba una patada con desprecio. Una pieza de fruta colocada en el pequeño receptáculo de las ofrendas rebotó y rodó hasta el otro lado de la habitación.
—Por aquí, superior.
Klor hizo un gesto hacia el dormitorio. Con el pulso acelerado, corrió hacia allí como un rayo y pulsó el control que abría el armario.
El globo yacía, pulido y hermoso, encima del mueble. Klor tendió las manos para cogerlo, pero Keth se lo impidió. El comandante se inclinó y sopesó el aparato. Por la reacción de sorpresa, Klor supo que su peso era muy leve. El comandante se volvió a mirar a Klor y enseñó los dientes con placer.
—Ésta es la piedra que aplastará la montaña del enemigo.
Una hora más tarde, G’dath se hallaba sentado en la oficina que el almirante Kirk tenía en el cuartel general de la Flota Estelar, y se cubría el rostro con las manos. Nan Davis estaba cerca, y acariciaba a
Saltarín
mientras el gatito ronroneaba adormilado. Kirk se encontraba ante ellos dos, inclinado sobre su escritorio, con los brazos cruzados a la altura del pecho.
Un sondeo del apartamento de G’dath no había descubierto globo ninguno. G’dath insistió en que lo transportaran al apartamento para buscarlo por sí mismo, y Jim Kirk insistió en acompañarle. Se encontraron con que el apartamento había sido registrado y, como le habían dicho a G’dath sus propios instintos, el globo había desaparecido.
Eso no fue lo peor de todo. Cuando se disponían a marcharse antes de que llegara la policía, G’dath oyó un alboroto en el corredor. Había mirado por el visor de la puerta y visto que los enfermeros sacaban flotando al señor Olesky de su vivienda, en una camilla. Se había reunido un grupo de vecinos y G’dath oyó que uno decía que el anciano había sido misteriosamente golpeado… y que la seguridad del edificio había sido manipulada por expertos.
—Klingon —comentó otro—. Frances vio a dos dando vueltas por la entrada cuando salió esta tarde. —Olesky no tenía posibilidad de sobrevivir.
Un hombre que sólo les había demostrado amabilidad a los demás. G’dath gemía, sólo vagamente consciente de que Nan Davis le apoyaba una mano consoladora sobre el brazo.
Su invento; sólo tenía menos de un día de edad… y ya había sangre en las manos de él. De haber poseído el globo en aquel momento, lo habría destruido.
Pero ahora la Flota Estelar estaba enterada de la existencia del aparato, y lo presionaría para que creara otro. El lo haría… por si acaso una mente klingon tan experta como la suya conseguía completar lo que faltaba del diseño y descubría cómo funcionaba el globo.
—Doctor G’dath —dijo Kirk con voz queda.
G’dath levantó el rostro y apoyó el mentón sobre las manos unidas en forma de cúpula; Nan Davis le dio una palmadita tranquilizadora en el brazo y retiró la mano, y él intentó sonreírle.
Cualquier duda que el almirante pudiera haber abrigado respecto a la veracidad de G’dath, se había borrado desde la visita al apartamento. Kirk se irguió y se apartó un paso del escritorio.
—A estas alturas hay muy pocas probabilidades de que nuestros agentes puedan recobrar el globo.
Nan Davis intervino.
—Pero el mayor peligro que existe es el que corre el propio G’dath. —El tono de su voz era de indignación; G’dath la miró, ligeramente sorprendido por su actitud protectora.
Kirk asintió con la cabeza.
—Estoy de acuerdo… es decir, si el doctor G’dath está completamente seguro de que no serán capaces de descifrar el funcionamiento del globo sin él.
—Estoy seguro del todo. —G’dath suspiró—. Al menos en el presente inmediato. Sin embargo, es posible que, contando con algunos años, sean capaces de comprenderlo. Si logran capturarme, yo no les diré nada, por supuesto… pero no soy tan arrogante como para creer que pueda resistir a un examen mental. Incluso en el caso de que eludiera la captura, según los términos de mi visado tendré que regresar al imperio dentro de un año. Entonces sin duda me enfrentaré con un interrogatorio.
—No permitiremos que eso suceda —le aseguró Kirk—. Lo mantendremos aquí, en San Francisco, bajo fuertes medidas de seguridad, durante todo el tiempo que usted desee.
G’dath se sintió invadido por una repentina ola de preocupación.
—Mi clase. La señorita Davis iba a hacer una transmisión en directo de mi clase, el lunes por la mañana. No puedo desilusionar a mis estudiantes…
—O a mis productores —intervino Nan.
—… cancelándola sencillamente. No me gustaría cancelar una clase sin miramientos. Tengo una responsabilidad para con mis alumnos, y dudo de que puedan encontrar un sustituto adecuado en tan poco tiempo. Pero no puedo poner a mis estudiantes en ningún peligro. Ya hay una persona al borde de la muerte por mi causa; no arriesgaré a ninguna otra.
Kirk alzó una ceja.
—Dudo de que vaya a ser atacado delante de una habitación llena de gente, doctor G’dath, especialmente delante de los monitores de un programa de trivisión en directo. La mayoría de los agentes de inteligencia prefieren el secreto. Está usted en gran peligro cuando se encuentra solo. Contará con protección las veinticuatro horas, por supuesto, y para que esté más tranquilo, puedo proporcionarle unas medidas de seguridad adicionales cuando esté dando clase. Le aseguro que tampoco nosotros queremos poner en peligro la vida de nadie.
—¿Esa seguridad será infalible? —preguntó G’dath.
—Tan infalible como pueda serlo —le respondió Kirk—. Tiene mi palabra al respecto. Quiero que sepa algo más: no estoy haciendo esto a través de los conductos regulares. Le he pedido a mi gente que organice las medidas de seguridad para usted como favor personal. El pasar por los canales oficiales es un proceso tedioso… y, francamente, a la Flota Estelar le hará falta una semana para estudiar las notas de su ordenador y decidir si estaba diciendo la verdad acerca de las capacidades del globo.
G’dath inclinó la cabeza con curiosidad.
—¿Y por qué confía usted en mí, almirante Kirk?
Él le sonrió sólo con los ojos.
—Mi instinto me dice que puedo hacerlo. Apreciaré mucho el que usted no me decepcione.
A primeras horas de la madrugada del domingo, Klor acudió una vez más a la habitación de su superior. Klor estaba sin dormir desde que el sujeto G’dath había llevado a cabo su huida. Sospechaba que Keth ya había informado al imperio de aquel hecho… y del papel de Klor en él. Ahora, a Klor no le quedaba otra cosa que hacer excepto esperar para conocer su suerte, la cual descansaba en las manos de Keth.
Dependiendo de la buena voluntad del comandante, Klor podía ser degradado a un puesto aún menos deseable (aunque resultaba difícil imaginar que existiese uno de esas características), exilado, o tal vez enviado a un campo de prisioneros. Todo dependía de cómo presentara Keth el error ante los oficiales imperiales.
Pero no había hablado con su superior desde entonces. Keth permanecía encerrado en su habitación, y Klor comenzó a temer que la depresión que anteriormente consumía al capitán hubiese regresado ahora con creces… y Klor no podía culpar a nadie más que a sí mismo. La oportunidad de que los dos pudieran de alguna forma ganar honor y recibir un destino más prestigioso por haber sometido el invento de G’dath a la atención del imperio, había escapado junto con el sujeto. Si al menos hubiese alguna forma de redimirse… pero Klor había abandonado toda esperanza de hacerlo.
Al abrirse la puerta en respuesta a la llamada, toda esperanza de perdón que Klor abrigara se evaporó. Keth no estaba dormido; en lugar de eso, el comandante estaba sentado en la oscuridad, con la espalda vuelta hacia Klor, contemplando el cielo previo al alba. Detrás de él, sobre el escritorio, relumbraba el holograma de su esposa e hijos. Keth no se movió ni encendió las luces al entrar Klor, sino que continuó en la silla, con los hombros fatigadamente hundidos, como si no hubiese dormido en muchos días.
Klor se detuvo en la puerta para permitir que entrara la luz del pasillo, y se aclaró la garganta, pero el comandante continuó como estaba.
—Aún no he podido localizar a G’dath, superior. Sin embargo, me ha pedido usted que le notificara si recibíamos alguna otra orden. Tenemos que organizar otro grupo de asalto de forma que esté preparado para atacar cuando se encuentre al sujeto.
Aún mirando las estrellas que iban desapareciendo, Keth habló con lentitud, con un tono de distracción tal que Klor se preguntó si lo había oído.
—Estoy comenzando a pensar que comprendo a ese soñador, ese hijo de granjeros. No sé dónde se esconde en este momento… pero sé dónde estará. Mañana.
—¿Dónde, superior? —preguntó Klor, asombrado, pero con la esperanza de que aquello fuese un ejemplo de la legendaria astucia de Keth.