Al entrar, vio que Carlos y Ricia ya ocupaban sus asientos. Carlos le sonrió, y Ricia le dedicó una sonrisa abierta, como si Joey no se hubiera marchado ofendido el viernes, como si nunca se hubiese puesto en ridículo con el estúpido chiste sobre
Chita
, y le susurró:
—Buena suerte, Brickner.
Lo asombroso era que Ira Stolier había llegado temprano y estaba en su pupitre excesivamente pequeño, con los largos brazos y piernas desbordándolo por todas partes. Stoller se agitaba con nerviosismo y esa mañana tenía un aspecto muy lastimoso. Joey sospechaba que la pérdida de bravuconería tenía algo que ver con los monitores de trivisión. Antes de sentarse en su asiento, delante de Stoller, se detuvo en el pasillo y miró fijamente a Ira. Sólo lo miró.
Fue suficiente. Stoller se retorció, nervioso, y le susurró con una media sonrisa de disculpa:
—Oye, Brickner, lo del viernes fue un accidente, ¿vale? Yo no quería que ocurriera. Sólo que… no lo sé, me volví un poco loco. —Miró inquieto hacia los monitores de trivisión para asegurarse de que todavía no estaban funcionando.
Joey no le sonrió; sólo miró a Ira durante un momento y luego dijo, en voz baja para que la gente de trivisión no pudiera oírlo:
—El golpear a la gente no va a solucionar las cosas, Stoller. Sólo las empeorará. Tú simplemente te metes con los demás para no tener que pensar en tus propios problemas.
Stoller inclinó un poco la cabeza y apartó la mirada mientras Joey se deslizaba en su asiento. Apenas acababa de sentarse cuando oyó la voz de Ira en un oído:
—Oye, ¿se lo has contado a alguien o qué?
Joey negó con la cabeza y oyó que Stoller se desinflaba a sus espaldas con un suspiro. Y luego, un instante después:
—Eh, Brickner, ¿sabes qué dos cosas son iguales? Mi temperatura corporal y el coeficiente intelectual de un cabeza de tortuga.
Joey fingió no oírlo. Permaneció mirando al frente y aguardó con los demás, mientras intentaba no pensar ni en los monitores de trivisión ni en lo que le esperaba, pero al cabo de un minuto tenía la boca algodonosa. Después de pasar un fin de semana estudiando y dormir poco, su mente era una mezcolanza incoherente de pensamientos. Intentó responder mentalmente a algunas de las preguntas que preveía que iba a formularle el doctor G’dath, pero perdía constantemente el hilo del pensamiento y olvidaba las respuestas.
Se quedaría en blanco cuando G’dath lo interrogara. Sabía que sería así. Intentó tragar saliva sin éxito y cruzó las manos encima del escritorio, apretándoselas con fuerza para detener el temblor de las mismas.
Aún no había llegado el doctor G’dath… y tampoco veía a la reportera de Mundo Noticias, Nan Davis, que supuestamente tenía que estar allí. Sólo había un hombre mayor que estaba instalando los monitores e iba de un lado a otro ajustando luces, y una bonita pelirroja que parecía demasiado joven para estar trabajando en un equipo de trivisión. La mujer miraba constantemente su crono, y luego hacia la puerta.
Cuando faltaban cinco minutos para la hora, todos comenzaron a susurrar con impaciencia. El doctor G’dath siempre estaba allí a menos cinco, generalmente a menos diez, y de todos los días, aquél habría llegado aún más temprano. Joey sentía curiosidad y el despertar de la esperanza. Quizás el doctor G’dath se había puesto enfermo, o lo habían atacado por la calle, o le había aterrizado una nave encima. Tal vez había justicia en el universo, después de todo, y la clase iba a ser suspendida.
Pero las esperanzas de Joey quedaron frustradas cuando G’dath entró en el aula exactamente un minuto antes de las nueve.
Un silencio de expectación se apoderó de la clase. La mujer pelirroja se acercó al profesor y habló en voz baja durante un rato. El doctor G’dath parecía inquieto y tenso, y no dejaba de mirar hacia la puerta por encima del hombro. Joey estaba pasmado. Sin duda, G’dath no estaba nervioso a causa de los monitores, ¿o sí? No podía imaginar que hubiera algo que atemorizase al klingon.
La mujer terminó de hablar y G’dath asintió con la cabeza mientras decía:
—Muy bien.
La mujer fue a sentarse en el fondo del aula, y G’dath se encaminó hacia su escritorio. Como de costumbre, no se sentó, sino que comenzó su habitual paseo de un lado a otro.
La clase comenzaría dentro de poco. «Por favor —le imploró Joey al universo—, permite que me relaje lo suficiente como para poder seguir lo que esté diciendo.»
G’dath comenzó a hablar.
—Consideremos el desarrollo de las armas nucleares. Cualquier cultura lo bastante avanzada se enfrenta con el dilema de qué hacer respecto a ellas. No tenemos noticia de ninguna cultura que viaje por el espacio y que no sepa al menos cómo construir dichas armas. El que lo hagan o no, ya es otra cuestión… como lo es la decisión respecto a utilizarlas o no.
Miró fugazmente hacia la puerta y luego centró nuevamente la atención en los estudiantes.
—Hay un número limitado de sucesos y tenemos a nuestra disposición ejemplos de cada uno de ellos que podemos inspeccionar. Aquí en la Tierra, por ejemplo, se libró una breve guerra nuclear unilateral para ponerle fin a la más grande de las guerras convencionales conocidas hasta ese momento. Nunca tuvo lugar, de hecho, una guerra nuclear generalizada en este planeta, a pesar de que se hicieron extensos preparativos para llevar a cabo precisamente eso: en verdad, las naciones de la Tierra, ricas y pobres por igual, casi llegaron a la bancarrota al dedicar grandes cantidades de dinero a pagarlo.
¿Quién puede proporcionarnos un breve resumen de la experiencia del imperio klingon en la guerra nuclear? —La mirada de G’dath recorrió la sala.
Para Joey, la pregunta pareció temblar en el aire interminablemente; sus ojos se encontraron con los de Ricia Greene, y ella le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza que parecía decir: «Adelante. Puedes hacerlo».
Recordó lo que había leído —¿la noche anterior?, ¿la antepasada?— sobre las guerras nucleares klingon. Sólo que estaba tan cansado que no tenía la seguridad de recordarlo correctamente. Había habido tres… ¿o eran cuatro?
Apartó los ojos de Ricia y se encontró con que G’dath lo miraba directamente. G’dath estaba abriendo la boca para pronunciar el nombre de Joey.
Joey se quedó paralizado. Y luego alzó la mano.
—¿Sí, señor Brickner?
Joey se levantó. Tendría que hacer el sumario rápidamente porque no creía que sus rodillas flojas fueran a resistir mucho tiempo. Se preguntó si el temblor de las mismas sería registrado por los monitores de trivisión.
—Hubo tres guerras nucleares en el imperio klingon —comenzó Joey, y se sintió aliviado cuando G’dath asintió con un gesto leve para expresar su acuerdo—. La primera tuvo lugar hace más de dos siglos, cuando K’tel El Terrible intentó conquistar…
Se interrumpió al llenarse la sala de un fuerte zumbido silbante. Dos figuras chispeantes comenzaron a formarse en el frente del aula: ¿la mujer de Mundo Noticias y alguien más?, se preguntó Joey. Pero cuando el zumbido cesó, dos klingon aparecieron de pie, cerca del profesor. Uno era tan ancho y musculoso como G’dath, aunque más alto, y debajo de un brazo llevaba un brillante globo metálico del tamaño de una pelota de balonvolea. El otro era más bajo, esbelto, con mentón y rostro afilados y ojos rasgados; blandía un cuchillo grande.
Joey y todos los demás se quedaron boquiabiertos, pero G’dath no pareció demasiado sorprendido; sólo un poco descompuesto. «Es una broma —pensó Joey—. Alguna clase de broma pesada.» Detrás de él, Stoller profirió una risilla disimulada.
Pero la expresión de los rostros de los tres klingon decía que aquello no era un asunto risible. G’dath levantó una mano.
—Por favor —les dijo en voz baja—, no le hagan daño a ninguno de los presentes. Los acompañaré.
—Yo decidiré la necesidad de hacer daño —declaró el klingon que tenía el cuchillo.
A Joey no le gustaron los ojos que tenía… había un algo de locura en ellos, como en los ojos de Stoller, sólo que mucho peor. El klingon se volvió y recorrió la clase con la mirada.
Stoller volvió a reír disimuladamente, como si estuviese seguro de que todo aquello era una broma mala, y dijo, en un susurro:
—¡Basta ya!
El klingon levantó el cuchillo por encima de la cabeza; iba a arrojárselo a Stoller. Joey se agachó.
G’dath avanzó hasta colocarse justo delante del klingon e intentó quitarle el cuchillo. El klingon lo bajó sobre uno de los brazos de G’dath, y el profesor profirió un breve y sordo alarido de dolor.
La pelirroja e Ira Stoller chillaron mientras que todos los presentes lanzaban un enorme y colectivo grito entrecortado. Joey se quedó de pie, mirando, incapaz de creer lo que veía, mientras los demás se ponían en pie de un salto.
—Quietos —rugió G’dath, con una voz tan tronante que Joey imaginó que las ventanas vibraban. Se había apartado del klingon de los ojos dementes, el cual tenía el cuchillo bajo. Mientras los dos se contemplaban intensamente, midiendo al enemigo, G’dath se sujetaba el brazo derecho justo por encima del codo. La manga de su camisa negra azulada iba oscureciéndose con una mancha que se extendía rápidamente.
Todos se quedaron inmóviles.
Y luego, alguien chilló. Fue como si hubiese sonado el timbre que anunciaba el final de semestre. Todos comenzaron a encaminarse hacia la puerta. Los klingon gritaron pero sus voces se ahogaron en el ruido. Ninguno de los estudiantes había visto que el segundo klingon dejaba el globo sobre el escritorio y sujetaba a G’dath. Ninguno excepto Joey, que permaneció de pie junto a su pupitre mientras los demás pasaban atropelladamente junto a él.
El klingon más alto había sacado un cuchillo y ahora lo tenía apoyado en la garganta del profesor mientras le sujetaba los brazos a la espalda. Sus ojos eran terribles —mucho más feroces que los de cualquier klingon que Joey hubiese visto—, y si antes Joey le había tenido miedo a su profesor, en aquel momento estaba doblemente aterrorizado.
El klingon loco escogió una víctima entre el grupo que huía presa del pánico, y apuntó su arma.
—¡No! —rugió G’dath—. No quiero más sangre por mi culpa…
El klingon arrojó el cuchillo antes de que la primera persona alcanzase la puerta. El arma se elevó en un arco perfecto y cayó en medio de la pequeña multitud. Un breve alarido estrangulado; los estudiantes se apartaron del blanco, pero Joey no podía ver quién era el herido.
—A sus asientos —dijo el klingon—. Klor, traiga el arma. —No gritó, ni siquiera alzó la voz. La clase había quedado en completo silencio.
Vacilación. Lentamente, a regañadientes, los alumnos regresaron a sus pupitres. Klor —el klingon más alto— soltó a G’dath y se encaminó hacia la puerta, y por fin Joey vio qué había sucedido.
De inmediato deseó no haberlo visto. Ricia Greene estaba de rodillas, con sus grandes ojos abiertos ahora hasta un tamaño imposible y brillantes con lágrimas no derramadas; la cara se le había vuelto gris. Se inclinó y apretó con fuerza las manos alrededor de ambos lados de la empuñadura del cuchillo que sobresalía de la espalda de Carlos Siegel. Joey se levantó y avanzó disimuladamente para comprobar si el chico estaba aún con vida, pero Carlos tenía el rostro vuelto hacia la puerta y no pudo vérselo.
Durante un segundo, Joey no pudo respirar, y sus rodillas comenzaron a ceder finalmente, pero se apoyó en el pupitre y se obligó a permanecer de pie. Tenía que ver; tenía que saber si Carlos todavía estaba vivo.
El klingon se acuclilló junto a Ricia. Ella levantó la mirada hacia él, con los ojos un poco desorbitados, pero su voz era increíblemente calma.
Joey se preguntó qué pensaría ahora de los klingon.
Ricia miró al que había lanzado el cuchillo, el cual estaba ocupado en vigilar a G’dath. Se volvió a mirar al llamado Klor.
—Va a morir desangrado —le dijo en voz muy baja—. Tiene que ayudarlo. Puede que sea humano, pero es sólo un niño.
Klor desvió rápidamente los ojos, pero al cabo de un breve instante obligó a su mirada a encontrarse con la de Ricia. En ese momento Joey vio que a Klor no le gustaba lo que estaba ocurriendo, aunque había seguido las órdenes del klingon demente. Algo que se parecía asombrosamente a la compasión cruzó el oscuro semblante, pero cuando desvió los ojos su expresión volvió a endurecerse con rapidez.
—Esto no lo ayuda —comentó, señalando el cuchillo con un gesto de la cabeza y, de un tirón, arrancó la hoja de la espalda de Carlos. Joey vio el destello del metal ensangrentado.
De inmediato, Ricia cubrió la herida con ambas manos y apretó con fuerza. Al hacerlo, sonó una alarma.
El klingon demente se sobresaltó y apoyó el cuchillo que tenía sobre el pecho de G’dath.
—¿Qué es eso?
La expresión de G’dath era amarga, descompuesta. Ya no se sujetaba el brazo y dejaba que la sangre goteara, sin hacerle caso, por los dedos; tenia la mirada fija en el cuerpo inmóvil de Carlos Siegel.
—El innecesario daño causado al chico ha sido detectado por el sistema sensor —respondió con voz monótona—. La computadora del colegio piensa, con casi total seguridad, que se ha producido un accidente. Se ha alertado a un equipo médico que llegará dentro de poco. La policía también acudirá.
—Adviértales que se marchen.
—No puedo. —Cuando el klingon lo amenazó otra vez con el cuchillo, G’dath agregó con cansancio—: No está en mis manos. El sistema es automático. —Señaló con el brazo sano en dirección a los monitores de seguridad que había en las esquinas—. Es probable que en este preciso momento los esté observando la policía.
Joey sintió en su interior una pequeña ola de alivio. G’dath estaba diciendo la verdad… y una vez que la «poli» viese lo que estaba sucediendo, transportaría a los klingon directamente a la cárcel. Pero Ojos Dementes pareció darse cuenta de ello. Aferró al doctor G’dath con el brazo cuya mano sujetaba el cuchillo, y con la otra pulsó un control de su cinturón. Los dos fueron inmediatamente envueltos en un campo de energía, y el klingon ajustó el diámetro hasta que quedaron dentro el escritorio de G’dath y el globo. La pequeña chispa de esperanza de Joey se extinguió de inmediato. Ahora le resultaría imposible a la policía el transportarlos fuera del edificio o intentar reducirlos a la inconsciencia con las pistolas fásicas. Por supuesto, el creciente aire de desesperación de los rostros de ambos klingon le recordó que ahora tampoco ellos podían utilizar un transportador para huir.