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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela negra

Asesino Burlón (19 page)

BOOK: Asesino Burlón
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Probablemente ese fuera el caso. Y para ser justos —una dolorosa necesidad— probablemente ella no había tenido intención de matarme. Dave se lo contaba todo, prácticamente, o, mejor dicho, era ella quien se lo sonsacaba todo, en largas y apacibles veladas junto al tazón de mayonesa. Ella le sentaría entre las fundas que cubren los muebles y atraería la dulce y graciosa cabeza de Dave hasta apoyarla en las cercanías de su pequeño ombligo, y entonces Padre le contaría lo que tenía en su mente. Ella se sentiría profundamente herida si él no lo hiciera, temería que él ya no la amase más. Y cuando Kay se sentía de ese modo —como Padre muy bien sabía—, las antedichas cercanías quedaban absolutamente confinadas. Se terminaban las expediciones traviesas, las invasiones y las maniobras. Así que Padre, quien siempre anhelaba una enérgica patrulla con una andanada final, lo diría todo (aproximadamente). Diría: «Bien, se trata de ese maldito de Brownie. A mí, personalmente no me importa, pero temo que el señor Lovelace pueda…» Y a Kay se le humedecerían los ojos y su mente se volvería sanguinaria, y diría: «Oh, qué terrible. Tal vez si mostrásemos más interés en Clinton, si le invitásemos a disfrutar de una buena comida casera…»

Padre y Madre se marchan al dormitorio. Entran salchichas de frankfurt, pastinacas, mayonesa y Clinton Brown.

Ese fue el pacto seguramente. Kay le daría una lección a Clint, y Clint sabría que la había recibido. Él… yo… sabría que el envenenamiento había sido intencional, y comprendería la indirecta. Debía mantenerme alejado de Padre o si no.

Así que…

Pero también estaba Tom Judge, y lo que él me había contado. Y también estaba el hecho de que Dave había estado ausente de su casa esas dos noches, que había mentido en cuanto a los lugares donde había estado, y que me había hecho creer, al menos en el caso de Ellen, que había estado en su casa. Y luego estaba esa carretera sumergida que comunicaba la isla con tierra firme, y un taxi solitario cruzando la frontera. Y… y sobre todo estaba Deborah, ese extraño sentimiento que tenía por ella, que nunca pude tener…

¿Dije que sí? ¿Acaso dije que todo esto tenía sentido? No, de ningún modo. No pretendía saber qué significaba todo eso… si es que significaba algo. Sin embargo, existía y yo había sido envenenado. Por poco me matan.

Recorrí el círculo una y otra vez, pensando, tratando de buscar dentro de mí mismo, donde probablemente se hallaba la clave del misterio. ¿Qué era lo que había pasado por alto, qué pequeño factor, que me impedía ver lo que debía ver?

No lo sabía. No lo sé ahora… ahora, cuando este manuscrito ya tiene terminadas sus dos terceras partes aproximadamente y sus páginas fluyen confusamente sobre mi escritorio. (¿Y ha entrado alguien subrepticiamente en la habitación? ¿Hay alguien detrás de mí, acechando entre las sombras, intentando leer lo que he escrito?).

Pero puedo deciros esto, mis buenos amigos… Oh, sí, y a vosotros también, ignominiosos enemigos—, tenía el intenso presentimiento de que lo sabría antes de que llegase el momento de escribir… Y mi presentimiento me dice que me quedaré tan sorprendido como vosotros.

Ahora, creo que conviene que diga algunas palabras sobre el médico.

La primera noche casi no había dormido nada, pero a las siete de la mañana apareció una enfermera que me indujo a higienizarme y me entregó una bandeja con el desayuno. Era una persona menuda y sombría, y me recordaba desagradablemente a Kay Randall. Me aconsejó bruscamente que debía tomar el desayuno inmediatamente y que me haría mucho bien (una obvia y disparatada mentira). Le contesté que habían sido vituallas como esas las que me habían traído al hospital y que el niño quemado huye del fuego.

Estábamos debatiendo la cuestión, o sea, la digestibilidad de las gachas de avena frías, la leche desnatada y las tostadas rancias, cuando entró el médico. Le dijo a la enfermera que se llevara la bandeja. Yo podía comer o morirme de hambre, como quisiera. La enfermera se marchó y, sin ningún preámbulo, el médico me preguntó cuánto whisky bebía por día. Le contesté que nunca llevaba la cuenta.

—Será mejor que comience a hacerlo —dijo lacónicamente—. La cantidad de alcohol que tiene en la sangre resultaría mortal para una persona corriente. No puedo responder de las consecuencias si continúa bebiendo como hasta ahora.

—Creo que es bastante justo —dije—. Después de todo, no creo haberle consultado sobre este punto. ¿Puedo hacerle una pregunta, doctor?

Asintió con la cabeza, sonrojándose y con un brillo irascible en la mirada.

—Si no me hace perder el tiempo.

—Es una pregunta que surge con frecuencia en mi mente cuando entro en contacto con la profesión médica. En pocas palabras, ¿si tratar a las personas enfermas le molesta tanto, por qué no se dedica a otra cosa?

—Está bien —giró sobre sus talones—, ya se lo he advertido. Y le digo más. Mientras esté aquí no beberá una sola gota de alcohol. Puede arruinarse la salud y hundirse en el delirium tremens, eso depende de usted, pero no lo hará en este hospital.

Se marchó como un virtuoso, un misericordioso, un hombre que no aceptaba tonterías de la gente que le pagaba. A las nueve en punto de la mañana llegó Stukey.

Le agradecí la ayuda que me había prestado la noche anterior.

Le pedí la botella que estaba seguro era la responsable del bulto que había en su abrigo.

—Bueno, mira, chico —dudó por un instante—. Abajo me han dicho que…

—Están locos —dije—. Son imbéciles. Son de los peores casos mentales, de esos a quienes se les permite moverse por el hospital como una forma de terapia ocupacional. Te doy mi palabra, Stukey, y también mi mano. Coloca la botella en ella.

—Sí, pero… compañero. Si esto te va a…

—¿Acaso lo ha hecho alguna vez? ¿Alguna vez me has visto gravemente afectado por la bebida? Dámela, amigo mío.

Me alcanzó la botella, mirando ansiosamente hacia la puerta, mientras yo bebía. Le di un pequeño lingotazo —no más de una tercera parte como máximo— y escondí la botella debajo de la almohada.

—Muy bien —dije—. Ahora seguramente tendrás algunas preguntas que hacerme.

—Sí —asintió cansadamente—. Supongo que sí. ¡Qué Diablos!

No fue directamente al grano. Estaba dolido por haber tenido que dejar a Tom Judge en libertad, y las pesquisas no estaban dando ningún resultado, y él sabía que no lo darían (solamente una reducción en el dinero que recibía de los sobornos). Y estaba completamente desconcertado en cuanto a la forma en que debía actuar.

Le dije que no debía desanimarse. Los esfuerzos honestos nunca son en balde. Si la investigación no arrojaba ningún otro resultado, al menos habría limpiado la ciudad de sinvergüenzas.

—Sí —dijo, mirándome extrañamente—. Es muy divertido, ¿verdad?

—Bu-bueno —dije—. Creo que hay algunos tintes de humor en todo este asunto.

—Uh-huh, seguro. Realmente divertido, de acuerdo. Yo intento ser un amigo para ti y…

—Tal vez yo pueda serlo para ti —exclamé—. El otro día fui a México, y me enteré de la existencia de unos bajos…

—Conozco la historia. Demonios, había olas de más de cinco metros. Cualquiera que hubiese intentado atravesar la bahía con esas olas, habría ido a dar con sus huesos en Key West.

—Aun así, está en el reino de las posibilidades —dije.

—No sé nada sobre ese reino. Tal vez allí también tienen una bahía y un tipo que podría haber nadado a través de ella en plena tormenta.

—¿Se trata de una indirecta, Stukey? ¿Vuelves a tus malvadas sospechas originales?

Stukey sonrió tímidamente y sacudió la cabeza.

—Olvídalo, ¿quieres? ¿Cuántas veces debo disculparme? Estaba dolido y no tenía las ideas claras y… bueno, al diablo con ello. ¿Qué es lo que sabes de esta señora Chasen?

—Era algo especial —dije—. Algo extra especial, Stukey. Aquel día quise llevarla a la comisaría, pero rehusó la invitación. Creo que temía que quisieras tomarle las huellas dactilares —hablando en términos muy generales—, y su trasero estaba tierno debido a algunos intentos previos.

—No bromees, chico. Dónde…

—La llevé de paseo la mayor parte del día. La invité a almorzar, bebimos razonablemente y la acompañé hasta el tren.

—La llevaste al asilo de perros.

—Sí, de regreso, haciendo una parada muy agradable en una carretera solitaria. Como te he dicho, Stukey, era una mujer muy atractiva. Una maravillosa compañera en el antiguo y honorable pasatiempo del aparcamiento.

Stukey me miró en silencio durante un segundo. Frunció el ceño y dijo:

—Sí, pero, chico… —Luego se alzó de hombros y continuó—. ¿Sabías que tenía que tomar un barco con destino a Europa? Bien, ¿cómo es que no lo hizo, y en cambio, se quedó vagando por los alrededores de Los Ángeles?

—Indudablemente estaba enamorada de mí —dije—. No podía abandonar California mientras yo estuviera aquí. Naturalmente, nos conocíamos hacia menos de un día, pero…

—Corta el rollo, Brownie. ¿Qué te dijo cuando la viste en Los Ángeles?

—Vamos, vamos, Stukey. ¡Por favor!

—Está bien, no la viste. Y tampoco hablaste con ella, ¿verdad?

—No lo hice —dije—. El registro de tu llamada al Club de Prensa es un invento fantástico, un eslabón más de un plan urdido por los comunistas para destruirme.

Stukey sonrió de mala gana.

—No quería ofenderte, chico. Es cuestión de hábitos. Incluso trato de cogerme a mí mismo en alguna mentira. ¿Por qué te llamó?

—Para hablarme de Ellen. Ya sabes, para decirme que lo lamentaba y todo eso.

—¿Sí? ¿Y qué más?

—Oh, sólo para decirme que me amaba y que nunca habría otro hombre en su vida y…

—Siempre el mismo payaso. —Suspiró—. ¿No mencionó a ningún otro hombre? ¿Alguno que pudo haberla traído hasta aquí, o a quien ella pudo haber venido a ver?

—No, no lo hizo. Como te dije hace un momento, en lo que a ella concernía, no podía haber otro hombre en su vida.

—Chico —dijo—, te lo ruego. Un poco de seriedad, ¿eh? Todo este asunto me tiene andando en círculo. La autopsia… bueno, tal vez no nos hubiera aclarado nada, de todos modos, pero incluso esa nada podría habernos servido de ayuda. Podríamos haber descubierto qué fue lo que no sucedió, si tuviéramos algo que se pareciera a un cadáver, y… Y así son las cosas, ¡chico! No tenemos nada con que trabajar. A Pacific City llegan cincuenta autobuses por día y seis trenes y cuatro vuelos, y cómo diablos voy a saber yo cómo llegó hasta aquí o si lo hizo sola o…¿o qué? Déjame que te cuente lo que estamos haciendo. He conseguido un par de buenas fotografías del periódico de su ciudad natal, hicimos algunas copias y las enseñamos en distintos lugares. Bien. Hasta ahora la han visto en ocho autobuses y un tren y hay un camionero que jura que ella le hizo autostop para que la llevase a Long Beach.

Abrí la botella y bebí otro trago. Le ofrecí mi más profunda condolencia.

—Sigue intentándolo, Stukey —dije—. La cabeza en las nubes y los pies en la tierra.

—Mira cómo me río —exclamó—. Es tan divertido como estar en el infierno. Y encima de todo lo demás tengo esos malditos poemas. Todo lo que tengo son cosas que me confunden.

—¿No crees que esos poemas son una pista? —pregunté.

—¿Una pista? Seguro que son una pista, pero ¿qué diablos se puede hacer con ella? Ese tipo tiene cerebro, es agudo como una tachuela, no mata por dinero. Esa es nuestra pista y no nos sirve para nada. No me dará más que úlceras.

—Terrible —dije—. Espera un minuto, Stukey. No me estoy riendo…

—Bien —se encogió de hombros y se puso de pie—, ojalá yo pudiera reírme. ¿Por qué no te acabas la botella y así me la puedo llevar?

Bebí el último trago y le di la botella. Caminó pesadamente hacia la puerta, con el sombrero inclinado sobre los ojos y una profunda depresión en las hombreras de su traje.

Me sentía un poco avergonzado por haberme reído de él, y no había querido hacerlo. Pero no había podido evitarlo. Pobre Stukey, señor de los chulos y los corredores de apuestas, terror de los pordioseros. Stukey, despojado del último céntimo de su dinero mal habido y sin más perspectivas que un duro trabajo. Sin dinero y sin gloria. Nada más que tener que ganarse su sueldo si quería seguir cobrando.

Pobre Lem. No podía evitar reírme de él, con lo patético que era.

Volvió a visitarme esa misma noche con otra botella, y a la mañana siguiente repitió la visita. No oficialmente. No es parte del trabajo, chico, me dijo. Sólo pasaba por aquí y pensó que tal vez yo quería un poco de compañía.

Vino a buscarme el sábado a la mañana y me llevó a casa, y se quedó conmigo, con resultados bastante sorprendentes, incluso alarmantes. Yo me estaba cansando de su presencia.

En apenas cuarenta y ocho horas había tenido que soportar sus quejas, sus protestas y…

Pero volvamos un poco hacia atrás. Al hospital y al jueves.

Stukey ignoraba mis problemas con Dave, de modo que, en un acto de amistad, había avisado de mi enfermedad al periódico. No había hablado con Dave, sino con la empleada de la centralita. Pero yo sabía que Dave sería informado tan pronto como llegara a su oficina, y me sentí realmente preocupado cuando no llamó para interesarse por mi salud.

Era posible que él me hubiese despedido, que tuviera intención de seguir adelante, o tratara de hacerlo. Y yo sabía lo que sucedería si lo hacía. Lovelace ya estaba un poco cansado de Dave, así como estaba encantado conmigo. Nunca permitiría que Dave me despidiera. Insistiría para que me readmitieran. Más aún, adjudicaría a Dave un nuevo error de juicio, uno más que Dave no podría tolerar alegremente.

Y si Dave se volvía obstinado, tal vez el despedido fuese él.

Y yo no quería eso. No quería que su posición se volviera tan frágil que pudiera caerse. Todavía no, en cualquier caso. Status quo… con, naturalmente, algunos cambios razonables: eso me dejaría tranquilo por el momento.

En definitiva, cuando llamó, era casi el mediodía. Pero la demora, según supe luego, no se debió a su obstinación y tampoco una lucha desesperada con Lovelace.

Era sólo que tenía algunas cosas difíciles y embarazosas que decirme, y había postergado todo lo posible el momento de hacerlo.

—Brownie —comenzó—, yo… ¿estás bien? Quise… quise llamarte antes, pero pensé que tal vez estuvieras durmiendo, y la enfermera me dijo que ya te encontrabas mejor.

—Un verdadero conservador —dije—. Espero que su pronóstico reservado no le haya inquietado, coronel.

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