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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela negra

Asesino Burlón (18 page)

BOOK: Asesino Burlón
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Pero probablemente se había vuelto inmune a la mayonesa. Probablemente era capaz de respirar dentro de ella como un pez en el agua. En cualquier caso, había otras formas y todas ella muy dignas de ser tenidas en cuenta.

Por ejemplo, se la podría «cenicerear» hasta la muerte. A ella la colocaríamos en uno de los extremos de una gran habitación, y tú estarías en el otro, provisto de una cantidad infinita de cigarrillos y de un cenicero del tamaño de un dedal. Además, ella tendría un par de binoculares. Entonces… bueno, tal vez vuestra propia experiencia os permita imaginar el resto. Movida por un impulso insano, Kay se vería obligada a vaciar el cenicero cada vez que tú echaras una ceniza en él. Y cada vez, antes de regresar a su puesto de observación, tendría que sonreír y decir: «¡Tú fumas mucho!, ¿verdad?» Tan pronto como llegase a su puesto de observación, tú dejarías caer otro poco de ceniza y Kay…

No. No, era agradable pensarlo, pero jamás daría resultado. Kay había estado entrenándose durante mucho tiempo. Tal vez hubiese muchas formas de acabar con Kay, pero la rutina del cenicero no era una de ellas.

En ese sentido, probablemente ningún método sería adecuado para deshacerse de ella. Habría que emplear una combinación de todos los medios disponibles. Por ejemplo, se podrían juntar varios cientos de pequeños tapetes de mesa y fundas para proteger los muebles en una bolsa en la sala de estar, llenarlo con mayonesa y atarlo en la cabeza de Kay. Luego se le podrían quitar los zapatos y comenzar a arrojar cenizas en los pies, y Kay…

Al infierno.

Al infierno con Kay. Cómo podía pensar en Kay cuando Deborah…

Pero tampoco podía pensar en Deborah. Tenía miedo de pensar en ella….

Llegué al Fuerte y me dirigí a la oficina de relaciones públicas. Excepto por breves intervalos, permanecí ahí hasta la hora de marcharme, repantigado en un sofá y a corta distancia del bar.

La historia no merecía que yo perdiera mi tiempo. Los periodistas profesionales podían cubrirla mejor que yo, y pensaba que debían hacerlo. Son tipos que no trabajan lo suficiente. Siempre te están empujando para que escribas una historia y, cuando tú accedes, la dejan aparcada y salen con otra cosa. Te darán fotografías, es verdad, tal vez algunas que puedas utilizar si estás realmente apurado. Organizarán entrevistas, sí, tal vez con alguien muy conocido en su propio vecindario. Pueden hablar de historias, pero nunca pueden ofrecerte una. Alguna extraña peculiaridad psicológica se lo impide.

Sin embargo, les puse a trabajar, y produjeron una historia bastante buena sobre las maniobras, y también dos entrevistas con los VIP.

—Podéis hacerlo, muchachos —dije, mientras abría de par en par las puertas del bar—. Habéis estado demasiado tiempo en el nido, y ahora debéis emprender el vuelo. Id, y no regreséis sin lo que ya sabéis. De otro modo, en el Courier no aparecerá ni una sola palabra sobre este acontecimiento, y vuestros culos se convertirán en cenizas.

Era lo que necesitaban: palabras firmes y una mirada de acero.

Se apresuraron en salir, nerviosos pero decididos, y regresaron triunfantes.

A las tres en punto envié algunas fotografías de la noche anterior y acabé mi trabajo. Me fui a casa y me cambié de ropa, sin dedicarle más tiempo del que debía. Luego me fui a un bar y me quedé allí hasta las seis y cuarto. Después me dirigí a la casa de Dave.

Hasta hacía seis meses aproximadamente, habían estado viviendo en un confortable apartamento con un alquiler sorprendentemente razonable. Pero Kay quería tener «un pequeño lugar propio», de modo que ahora vivían aquí. Era pequeño, recién pintado, con perillas relucientes… y con habitaciones del tamaño de cajas de embalaje. Pero faltaba mucho tiempo para que fuese de ellos. Para cuando Dave hubiese terminado de pagar la hipoteca, sus dos «pequeños» —cuatro y seis años— ya habrían superado la edad de votar.

Kay sabía que yo deseaba ver a los «pequeños», de modo que me llevó a verles inmediatamente, aunque era algo de lo que podría haber pasado perfectamente.

El niño, el mayor de los dos, había dicho una palabra sucia y la pequeña la había repetido. Kay les reprendió severamente, ordenándoles que me confesaran su maldad.

Los dos confesaron, lloriqueando y frotándose los ojos.

—¿Y Madre tuvo que castigaros, verdad? Ella tuvo que lavaros la boca con jabón.

Los dos lo admitieron. Y también que Pobre Madre había sufrido mucho más que ellos por el castigo.

Bien, de todos modos, los pequeños demonios habían tenido una tregua. Les habían enviado a la cama sin cenar.

Nos alejamos del dormitorio y Kay me condujo por el corredor hasta el cuarto de baño, donde estaba segura que yo desearía lavarme las manos.

—Sólo mi cerebro —dije—. He tenido algunos pensamientos muy sucios.

—Oh, ¡tú! ¡Eres tan gracioso, Clint! —Se echó a reír, mientras sus ojos decían: ¡Eres una mierda, chico!

Regresamos a la sala de estar. Kay sacó un par de copas y una botella de jerez de sesenta centavos y nos sirvió sendos tragos a Dave y a mí. Esperó de pie, dispuesta a arrancarnos las copas de las manos tan pronto como hubiésemos terminado de beber.

Hicimos lo nuestro, y ella lo suyo, y la cena fue servida.

Era mayonesa y algo más, algo que no alcancé e identificar inmediatamente. Estaba servido en platos individuales de porcelana de Haviland.

—¿Bien, Padre? —Kay sonrió a Dave firmemente—. ¿Te gusta?

Dave murmuró que estaba muy bueno, lanzándome una mirada llena de disculpas.

—Me temo que tendríamos que haberte preparado otra cosa, Brownie. Probablemente hubieses preferido un bistec.

—Oh, ¡por supuesto que no hubiese preferido un bistec! —Kay se echó a reír—. Clinton puede comer bistec en cualquier momento… ¿Te gusta, Clint?

—Me gustaría tener la receta —dije—. Creo que nunca he comido guantes de goma preparados de este modo.

Sus ojos centellearon, pero siguió riendo. Era una mujercita muy sonriente esta Kay. Una madrecita alegre.

—¡Tonto! No puedes tomarme el pelo, Clinton Brown. Son salchichas de frankfurt congeladas con mayonesa de pastinaca caliente.

—¡No! —dije—. No puedo creerlo.

—Mmmmmm-hmmmm. Eso es lo que es.

—Clint… —Dave frunció el ceño—. Si no quieres…

—Deja a Clinton en paz, Padre. Él puede hablar por sí mismo.

—Es maravilloso —dije—. No sé cómo lo haces, Kay.

Ella no me engañaba. Ni un tanto así. No podía existir algo que fuese salchichas de frankfurt congeladas con mayonesa de pastinaca caliente. Para mí eran guantes de goma con loción para manos y acompañados de un aderezo hecho con esponja picada.

Comí un poco de esa porquería. Casi no había probado bocado desde que Deborah… desde el día anterior y tenía hambre. Me iba a poner enfermo —podía sentir cómo se acercaba la náusea— pero continué comiendo.

Kay trajo café (yo diría que se trataba de un sucedáneo mal disimulado) y algo llamado Sorpresa de Malvavisco. Yo no estaba como para más sorpresas y, aparentemente, Dave tampoco, de modo que Kay se comió su postre sola.

—Oh, ¡Clinton! —dijo, propinándole unos lengüetazos a los últimos vestigios del pastel—. ¿No recibiste nuestras flores, verdad? Me refiero a las que enviamos al funeral.

—Kay… —Dave se retorció en su silla.

—¡Vaya, Padre! Sólo le he hecho a Clinton una simple pregunta. Sé que no pudo haberlas recibido. No recibimos ninguna tarjeta de agradecimiento.

Kay me sonrió con los ojos muy abiertos. Le dije que no entendía por qué no habían recibido la tarjeta.

—La envié por correo certificado —le respondí—, certificado y con aviso de retorno.

—T-tú —balbuceó— ¿la enviaste?

—¿Estás segura de que los niños no se apoderaron de ella? —pregunté—. Tal vez la confundieron con una fotografía picante.

—Clint —dijo Dave.

Me estaba cansando de todo eso. Me sentía cansado y horriblemente descompuesto.

—Recibí las flores —dije—, y te lo agradezco infinitamente. Gracias por tu bondad, Kay. Por cierto, espero que no te hayas molestado cuando la policía llamó aquella noche. Nunca me lo podría perdonar si fue así.

—¿La policía? —Kay estaba desconcertada—. La policía no llamó aquí.

—Un sujeto llamado Stukey. Llamó aquí tratando de localizarme.

—Aquí no. Yo estuve en casa… ¡Oh! —Su rostro se iluminó—. Padre se encontraba en el banquete de la Cámara de Comercio aquella noche. El servicio de llamadas debió enviar la llamada allí.

—¿El servicio de llamadas? —miré a Dave—. Pensé que…

—Mmmmmm-hmmmmm —dijo Kay—. Es sumamente útil para Padre cuando está fuera de casa por la noche. Él, les da el número del lugar donde se encuentra y le pasan las llamadas directamente allí. Como si fuese su propio número de teléfono. Quiero decir, cuando marcan este número ellos llaman automáticamente al otro…

—Muy interesante. ¿Pero si es alguien que desea hablar contigo?

Oh, ¡yo jamás recibo llamadas a esa hora! Todas mis amistades lo saben. Reservo todas mis noches para Padre y los pequeños.

Eso me imaginaba. Ella podía brindarles toda su atención para que se sientan más miserables.

—Por supuesto, es un gasto extra y yo… bueno. —Suspiró ostensiblemente—. Dios sabe que no podemos ahorrar un solo centavo. Parece que siempre estamos con invitados, y… Bueno, de todos modos, creo que es inevitable con Padre siempre fuera de casa. Veamos, ¿dónde tuviste que ir anoche, Padre? Al Rotary Club, ¿verdad?

—Uh… sí —murmuró Dave, y alzó su taza de café.

Le temblaba la mano. Sus ojos evitaron encontrarse con los míos.

La noche anterior no había habido ninguna reunión en el Rotary Club. Y tampoco se había celebrado ningún banquete en la Cámara de Comercio la noche en que Ellen fue asesinada.

Retiré mi silla y me levanté.

—Tengo que irme —dije—. Yo… no me siento muy bien.

—¡Oh, no, nada de eso! —exclamó Kay alegremente—. Vamos a retenerte aquí, ¿verdad, Padre? Vamos a retener a este viejo y travieso Clinty aquí cuanto podamos…

—Lo siento —dije—, y gracias por la cena. Tengo que marcharme.

Comencé a alejarme de la mesa. Kay dio un brinco y me cogió por detrás, abrazándome por la cintura.

—¡Ayúdame, Padre! Ya sabes lo que quiere hacer. Se va a meter a algún bar de mala muerte y…

Lancé súbitamente el codo hacia atrás. Kay gimió y se tambaleó, golpeándose su gorda cabecita contra la pared.

—P-Padre —gimoteó—. ¡É-Él… él!

—Lo he visto —Dave me estaba mirando finalmente y tenía las comisuras de los labios blancas—. Vete, Clint. Estoy harto de… He tratado de… de… ¡Lárgate!

—¿De su casa, Padre? —dije—. ¿De su vida? ¿De su esfera periodística? ¿Acaso quiere decir que estoy despedido, coronel?

—Clint, te estoy pidiendo que…

—Pensaba que me lo estaba ordenando —dije—. ¿Estoy despedido, coronel?

—¡Sí! —gritó—. ¡Sí! ¡Ahora vete de mi casa!

Me marché. No podría haberme quedado ni un minuto más en esa casa aunque me hubiesen pagado para hacerlo.

Me dirigí hacia el coche, doblado sobre mí mismo, mientras mil cuchillos al rojo vivo se agitaban dentro de mi estómago, comencé a vomitar, y aunque soy todo un veterano en ese juego, un miembro de la Liga del Vómito, esto era de primera categoría.

Conduje hasta mi casa, con la cabeza asomada por la ventanilla todo el camino, y cuando llegué seguía vomitando del mismo modo que al empezar. Ya no tenía nada en el estómago, pero las arcadas no cesaban.

Abrí una botella y me la coloqué verticalmente en la boca. No había alcanzado a beber la mitad cuando comencé a vomitar violentamente. Me atraganté y volví a intentarlo. Sucedió lo mismo… y mucho más.

Era como si una mano enorme me tuviese cogido de las tripas y tirara hacia abajo. La botella cayó de mis manos. Yo también caí al suelo, retorciéndome.

Esa convulsión pasó. Pero había firmes indicios de que se acercaban otras. Me arrastré hacia el dormitorio y abrí los cajones de la cómoda. Sabía lo que debía hacer, pero había otra cosa que debía hacer primero. Ponerme los pijamas. Un par de pijamas con todos los botones y ningún agujero. Incluso así había una posibilidad de que se pudiera ver, pero…

Pero tenía que correr el riesgo. Sabía que me moriría si no lo hacía.

Estaba luchando por ponerme los pantalones encima del pijama cuando llegó Stukey. Me miró sorprendido. Luego, sin hacerme ninguna de las preguntas que, indudablemente, había venido a hacerme, comenzó a ayudarme con los pantalones.

—Jesús, chico! —jadeó—. ¡Vamos! Dejemos la ropa. Te llevaré en mi coche y haré sonar la sirena. ¿Quieres que te lleve a algún lugar en particular?

—A cualquiera de ellos —dije—. A cualquier hospital.

—Jesús. —Colocó mi brazo sobre sus hombros y me arrastró hacia la puerta—. ¿Cuándo sucedió, compañero? ¿Qué ha sido?

—Yo… guantes de goma —dije—. Una receta original.

—Ah, viejo Brownie —dijo—. Sube compañero.

Capítulo 16

Como probablemente ya habréis adivinado, se trataba de un caso de envenenamiento agudo, uno de los más dolorosos y peligrosos, ya que era el resultado de la ingestión de carne en mal estado. Las salchichas de frankfurt llevaban carne de cerdo, y el cerdo en mal estado puede ser mortal. Afortunadamente, vomité rápidamente toda la porquería y fui inmediatamente al hospital, donde me lavaron el estómago y me administraron penicilina. En una hora, aproximadamente, la crisis había pasado. Las tripas me dolían como si las tuviera llenas de ampollas, y apenas tenía fuerzas suficientes para alzar la mano, pero estaba fuera de peligro.

Permanecí dos días en el hospital… días realmente espantosos, ya que las autoridades hicieron que me resultara muy difícil beber y, en ocasiones, directamente imposible. Había muy poco que hacer, excepto yacer en la cama y pensar, interminablemente, improductivamente, desagradablemente. Y perseguirme a mí mismo alrededor de ese círculo indestructible, sin fisuras.

Kay… bueno, por supuesto, ella no lo había hecho deliberadamente. Me había invitado hacía varias semanas y ella sabía que, finalmente, yo aceptaría. De modo que unas pocas salchichas de frankfurt —una cantidad suficiente para mí— se habían echado a perder y, su podredumbre, disfrazada con más desperdicios, era lo que yo había comido. Sí, ella debió hacerlo deliberadamente, o eso creía… Admito tener ciertos prejuicios en lo que concierne a Kay. Pero no estaba seguro de cuáles habían sido sus motivos. ¿Se había tratado simplemente de un poco más de su absoluta vileza, un típico truco de Kay Randall? ¿Acaso esa mujercita sólo había querido demostrarme que, independientemente de los sentimientos del pobre y sufrido Padre, ella me detestaba y sería mucho mejor que yo aprendiera a comportarme si no quería recibir mi merecido?

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