Asesino Burlón (7 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela negra

BOOK: Asesino Burlón
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Ella estaba hermosa. Ella había resplandecido, oh, ella había resplandecido claramente. Se había encendido totalmente ardiendo con una llama azul claro; luego, el colchón había comenzado a quemarse y…

Grité, pero no salió ningún sonido. Estaba vomitando.

El bote había comenzado a dar vueltas. Estaba atrapado en el seno de dos olas enormes que se dirigían a la playa, atraído por una y empujado por la otra, y el bote giraba cada vez a mayor velocidad. De pronto, se elevó por su parte posterior y salió disparado hacia la cresta de la primera ola. Permaneció colgado por un momento y luego se precipitó, girando, hacia el otro lado.

Toneladas de agua cayeron dentro. Yo quedé sumergido, completamente desvanecido como si nunca hubiera existido, y volví a emerger. Se oyó un rugido terrible, un ruido incesante de algo que se quiebra. Después sentí que estaba aferrado a algo duro y viscoso…, era uno de los pilotes del muelle.

Así serían las cosas, entonces. La decisión había sido tomada. Me deslicé de uno a otro pilote hasta encontrar la escalera. Subí al muelle y regrese al coche. Me alejé.

Mi casa —por decirlo de alguna manera—, se encontraba a unas seis millas al norte de Pacific City. Unos años antes había estado ocupada por una cuadrilla de trabajadores del ferrocarril, en los días en que casi todos ellos eran mexicanos itinerantes. Cuando la descubrí, era una ruina ladeada, convertida aparentemente en el cuartel general para todas las cosas que se arrastraban y trepaban por el condado.

El ferrocarril me la alquiló con mucho gusto por cinco dólares mensuales. Cien dólares y unos pocos cientos de horas de trabajo la habían convertido en un lugar razonablemente habitable. Un poco ruidosa, quizá, ya que se levanta a la derecha de la vía del ferrocarril, y está algo más que ennegrecida por el hollín. Pero con los alquileres que se pagan en Pacific City —en viviendas a tono con las posibilidades económicas de un hombre con un salario modesto— era una verdadera ganga. Ocurre que aquí no creemos demasiado en las «limosnas del gobierno». Despreciamos los programas de viviendas socialistas. Apoyamos el modo de vida norteamericano, las buenas y antiguas leyes de la oferta y la demanda. O sea, los propietarios ofrecen lo que desean en materia de vivienda, y demandan lo que les viene en gana. Y el inquilino —bendito sea, oh, saludemos su vigorosa independencia— es perfectamente libre de pagar y disfrutar. O de dormir en la calle, donde, por supuesto, será rápidamente arrestado y acusado de vagancia por Lem Stukey.

Diré una cosa acerca de Stukey: es absolutamente intrépido e infatigable en lo que a los vagabundos se refiere. Dejad que Lem y sus secuaces cojan a algún vagabundo miserable, preferiblemente de color y mayor de sesenta y cinco años, y la maquinaria de la ley se pondrá en movimiento velozmente y sin ningún remordimiento. Sesenta días en la cuadrilla del ferrocarril, seis meses en una granja…, así son las cosas. Aunque no siempre sucede de ese modo. En un sorprendente número de casos, el vagabundo resulta ser la misma persona responsable de una serie de delitos no resueltos hasta ese momento…

¡El bueno de Lem y su manguera de goma! A menos que me falle la corazonada, le veré muy pronto.

Aparqué el coche junto a la casa y entré. Llené un vaso con whisky y lo bebí de un trago. Sentí una llamarada en el estómago. Durante unos segundos, el corazón realizó unos violentos ejercicios, y luego inició un latido lento y regular. De pronto, me sentí casi feliz. Por primera vez en mucho tiempo la vida me parecía realmente interesante. Se había abierto una grieta —cada vez más grande— en la gris monotonía de la existencia.

Fui al dormitorio y me desnudé. El teléfono comenzó a sonar y regresé a la sala para contestar la llamada, poniéndome una bata.

—¿Brownie… Clint? —Era David Randall.

—Coronel —dije—, ¡qué agradable sorpresa! ¿Cómo están los niños y…?

—Brownie, ¡por el amor de Dios! ¿Has visto a Lem Stukey?

—Naturalmente —dije—. Como esforzado hombre del Courier debo estar en contacto con muchos extraños…

—¡Por favor, Brownie! ¿Se ha puesto en contacto contigo en las últimas horas?

—No —fruncí el ceño—, ¿qué sucede, Dave?

—Se trata de… ¿Dónde has estado toda la tarde, Clint? Lem ha estado poniendo la ciudad patas arriba para encontrarte. Me llamó. Incluso llamó al señor Lovelace.

—¿Pero por qué? ¿De qué se trata?

Me sonreí a mí mismo. Era maravilloso mostrarse de nuevo interesado por algo.

—Creo… creo que será mejor que vaya a tu casa, Brownie. Creo que quizá sea mejor que lleve al señor Lovelace conmigo.

—¿Oh? —dije y puse especial énfasis en el tono de voz—. ¿Cuál es el problema, Dave?

—No puedo…, creo que es mejor que te lo diga personalmente. Brownie…

—¿Sí?

¿Dónde has estado esta noche?

Bebiendo, paseando con el coche y bebiendo, aparcado a un costado del camino y bebiendo.

—¿Estuviste con alguien? ¿Hay alguna forma de demostrar en qué lugares estuviste?

—No —dije—, y no a ninguna de las dos preguntas… Mire, Dave, no he atropellado a nadie con el coche, ¿verdad? Estaba bastante aturdido, pero…

—Hasta pronto —dijo—. Ahora mismo salgo para allá.

Colgamos. Me senté en el sofá y continué trabajando con la botella. Me sentía cada vez mejor. En el estómago no tenía otra cosa que este whisky limpio y fresco, y en mi mente no había nada, salvo un problema. Ninguna Ellen. Ninguna figura con llamas color azul claro. Solamente un problema interesante.

Habían pasado unos diez minutos cuando un coche se desvió por el camino desde la autopista y se detuvo delante de la casa. Era Lem Stukey y estaba solo. Naturalmente, con algo tan bueno como esto, tenía que estar solo. Alcé la vista cuando entró en la casa. Entorné los ojos, fruncí el ceño y bebí otro trago de la botella.

Permaneció de pie en el vano de la puerta, las manos en las caderas, el sombrero echado hacia atrás sobre su grasienta cabeza, y en su cara redonda y blanda había una expresión de triste reproche.

Esperó a que yo hablase. Yo dejé que siguiera esperando. Finalmente, atravesó la habitación y acercó una silla hasta colocarla delante de mí.

—Chico —dijo tristemente—, no debiste haberlo hecho. Deberías haber sabido que no podrías salirte con la tuya.

—Bueno —me encogí de hombros—, quien no arriesga, no gana.

—Ella no merecía la pena, Brownie.

—No —dije—, supongo que no. ¿Pero quién la merece?

—No veo ninguna salida para ti, chico. No, a menos que yo me ocupe personalmente del caso. Si lo hiciera, llámalo un accidente…

—¿Por qué no lo haces? —dije—. Después de todo, un amigo es un amigo, siempre lo he dicho.

—¿Lo dices en serio, Brownie? ¿Cooperarás conmigo, como te lo he estado pidiendo?

—Bueno —vacilé un momento—, ¿no está muy fangoso ahí fuera?

—¿Fangoso? No te entiendo chico.

—Para jugar a la pelota
[2]
.

—¡Mira! —gruñó, y su mano se cerró sobre mi brazo—. ¿De qué diablos estás hablando?

—No lo sé —dije—. ¿De qué estás hablando tú?

Se puso de pie de un salto y se quedó a mi lado. Intenté incorporarme y me empujó violentamente.

—Estoy hablando de asesinato, ¡astuto bastardo! Esta noche fuiste a la isla. La mataste. La rociaste con whisky y le prendiste fuego. Dejaste que se quemara en la cama. Pero no murió inmediatamente. Me imagino que el pelo amortiguó el golpe y recobró el conocimiento cuando sintió que se estaba quemando. En cualquier caso, se levantó y alcanzó a llegar al tocador. Sacó algo de su bolso. Lo tenía apretado dentro de su mano cuando los policías de la isla la encontraron.

Le miré, parpadeando con aire formal, examinando los hechos uno a uno. No se trataba de nada especialmente asombroso, aunque sospecho que mi culpa al menos era la de haber tenido un mal comienzo. Cuando le asesté el golpe con la botella me tambaleaba sobre mis piernas y ella tenía una buena mata de pelo. Y el whisky seguramente empezó a apagarse antes de que la ropa de cama prendiese fuego.

Ahora bien, en cuanto a ese «algo» que ella había cogido de su bolso…

—Para usar una expresión tuya —dije—, no te entiendo, chico. ¿A quién se supone que he matado?

—¡No te hagas el inocente conmigo! ¿Quién otro podría haber asesinado a tu esposa? No le robaron. Tampoco la violaron. Cualquiera que hubiese deseado alguna de las dos cosas lo hubiese conseguido con…

Entonces me levanté, y me levanté golpeando. Le asesté un golpe con la mano abierta en la mandíbula, le golpeé con tanta fuerza que el sombrero salió volando de su cabeza. Su mano bajó a la cadera, pero no sacó su arma. Volví a sentarme y hundí el rostro entre las manos.

Después de un momento, dije:

—¿Estás seguro de que ha sido un asesinato? ¿No pudo tratarse de un accidente?

—¿A quién tratas de engañar? —dijo—. ¿Vas a decirme que ella misma se cayó sobre su cabeza y se encargó de no dejar ninguna huella dactilar?

—¡Pero…! —Hice una pausa, convirtiendo la palabra en un gruñido casi ininteligible—. Ese objeto que tenía en la mano. ¿Qué era?

—Un poema, una especie de poema. Te ha señalado directamente a ti, chico. Hacía mucho tiempo que lo llevaba con ella; estaba prácticamente deshecho de tantas veces que lo había doblado y desdoblado. Tú lo escribiste para ella y ella lo conservó durante todo este tiempo, desde que os separasteis. Sí señor, ella sabía que cuando lo viéramos, nosotros…

—¿Llevaba mi nombre?

—No necesitaba llevar ningún nombre. Ella sólo pensaba en ti. De todos modos, seguramente no andaba tras ningún hombre desde hacía tres-cuatro años, cuando este poema fue escrito, cuando tú y ella aún estabais juntos.

—Tal vez lo escribió ella.

—Huh-uh. Ella no estaba a la altura de algo tan profundo. ¿Y qué me importa? Una mujer que se está muriendo, ¿va a buscar un poema que ella misma ha escrito? Lo sabes muy bien, chico. Tú escribiste ese poema. Te pinta a la perfección, y ella sabía que yo lo vería y…

—¿Cómo era ese poema? —pregunté—. ¿Lo tienes contigo?

—Era de esperarse, Brownie. Todo señala a un solo individuo. Ningún otro tenía motivos para hacerlo. Nadie más podría haber escrito una cosa así. Tenía que ser alguien que vive aquí —alguien a quien yo conociera— y, compañero, no hay nadie más que…

—Me gustaría oírlo —dije—. ¿Te importa?

—No me importa, chico. —Sacó una libreta del bolsillo y la abrió—. Escucha bien, no sé si sabré pronunciar correctamente todas las palabras, pero…

—Adelante. Yo intentaré interpretarlas.

—Seguro —dijo, y comenzó a leer:

Mujer de infinita lujuria

Labios anhelantes y grandes pechos

Mujer, sálvalo, mujer, lárgate, mujer, cuélgalo de un clavo

Llévatelo de aquí y no dejes detrás

Ningún vestigio de tu cola

Terminó de leer y me miró incisivamente. Le miré con indiferencia. Lo había escrito yo, por supuesto, y otros cincuenta o sesenta poemas similares. Pero eso había sido hacía mucho tiempo, y los había escrito en distintos papeles y con diferentes máquinas de escribir, en las de la Cruz Roja, en los hospitales, en oficinas de periódicos, en lugares donde uno podía escribir sus cartas pagando un dólar la hora. No podían seguirme el rastro. Los había escrito con amargura y tristeza —en una época en la que estaba aún, más amargado y triste—, con odio, resentimiento y desasosiego. Y, finalmente, se los había regalado a Ellen. Y se los había dedicado.

Ella era la única que los había visto. Ella era la única persona que sabía que yo era el autor de esos poemas. Me preguntaba qué impulso masoquista le había llevado a salvar este poema después de haber destruido todos los demás.

—¡Bien, chico! —Stukey me sonrió—. ¿Qué me dices?

—Supongo que es una copia —dije—. ¿Dónde está el original?

—Lo tienen los policías de la isla. Me lo leyeron por teléfono.

—Entonces, ¿tú no has visto el poema? ¿No sabes realmente si es como ellos te lo han descrito? Viejo y arrugado y…

—¿Adónde diablos quieres ir a parar?

—Ya he llegado. Pero tú, mi querido Stukey, aún estás muy lejos. No viste ese poema. Tampoco la viste a ella. No sabes…

—Ellos se están burlando de mí, ¿verdad? —Soltó una risotada—. Ellos lo hicieron sólo para divertirse un poco.

—Tú eres jefe de Detectives. Pareces considerar que este caso es muy importante, y tanto que has molestado a mi jefe de redacción y a mi editor. Y, sin embargo, has conseguido las pruebas por teléfono. ¿Por qué? ¿Por qué no fuiste a la isla?

—Bueno… yo… —Se humedeció los labios—. Ya sabes cómo son las cosas, chico. La bahía estaba un poco agitada. No tenía ninguna razón para no ir, si lo hubiese creído necesario, pero…

—Un poco agitada, ¿eh? Los transbordadores y las embarcaciones de alquiler están amarrados y el mar apenas está agitado. Corta el rollo, Stuke. No fuiste a la isla porque no podías hacerlo. Nadie podría haberlo hecho.

—¡Eso es lo que dices tú! Yo…

—Lo mismo dijiste tú, esta misma mañana. ¿Recuerdas nuestra conversación en tu despacho? Nadie podría haber cruzado esa bahía esta noche. Nadie. Y, ciertamente, no podría haberla cruzado dos veces. Si no sabes eso, lo mejor sería que volvieras a hacer la ronda, lo cual, ahora que lo pienso, no sería una mala idea.

Su rostro enrojeció. Sus ojos, pequeños y brillantes, se movieron nerviosamente.

—Mira, Brownie. Está claro como el día que…

—… o como la nariz de tu cara. —Sacudí la cabeza—. Pero no puedes verla. Estabas tan obsesionado por encontrar algo contra mí que pasaste por alto los hechos más evidentes de todo este asunto. Dices que ella se levantó y cogió ese poema de su bolso. ¿Cómo sabes que lo hizo? ¿Cómo sabes que no fue algo preparado por la persona que la asesinó?

—Bueno… —Su lengua volvió a humedecer los labios—. ¿Pero por qué habría…?

—El poema pertenecía al asesino, no a ella. Evidentemente, era un hombre con un perverso sentido del humor, un maníaco en el más amplio sentido de la palabra. Él la visitó, sin duda como cliente. Y la asesinó. Luego dispuso las cosas para que fuese encontrada del tal modo que las pistas no llevaran hasta él y así satisfacer su ego. Y, como tú eres un estúpido, ha tenido un éxito completo.

Le sonreí amablemente y bebí otro trago. Encendí un cigarrillo, tosiendo ligeramente a causa del humo mientras reprimía una carcajada. Esto era mucho mejor de lo que yo había imaginado. Se abrían posibilidades verdaderamente maravillosas.

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