—Como tú mismo has dicho —contesté—, trabajando duro. Trajiste contigo tu pequeña pala de cabo rojo y cavaste durante 24 horas por día. Antes de que sonaran las alarmas ya habías conseguido desenterrar innumerables cadáveres imaginarios pero extraordinariamente hediondos. ¿Ahora? ¡Qué lástima! Pobre Stuke, te conocen demasiado bien. No hay más cadáveres. Y tampoco judicatura del condado. Y aunque tal vez ofenda las leyes de la cortesía al mencionarlo, me temo que tampoco haya whisky en esta botella.
Se echó a reír y se sirvió otro trago.
—El whisky no te hace ningún efecto, ¿verdad, chico? Sólo suaviza tu lengua.
—Eso es porque soy un hombre del Courier —dije—. Tengo la cabeza en las nubes y los pies firmemente asentados en la tierra.
—Sí. —Sonrió—. ¿No es verdad?
Dejó de hablar de ser juez del condado. Nos quedamos bebiendo y bromeando, escuchando las cuchilladas de la lluvia contra las ventanas.
Era un poco más de las cinco. Menos de una hora antes había acompañado a Deborah a la estación. Pero afuera estaba oscuro debido a la súbita y violenta tormenta que se había abatido sobre la ciudad. Stuke sacudió su cabeza morena y grasienta, llevándose una mano a la oreja para oír mejor.
—Investiga esas olas, ¿quieres? Estamos a tres manzanas de distancia y se diría que el océano puede entrar a través de esa puerta.
Asentí con aire ausente, pensando en Deborah, deseando no pensar en ella. Me preguntaba por qué había dicho —cómo había sabido— que yo estaba triste, justo cuando más le estaba tomando el pelo.
—¿Qué piensas hacer esta noche, chico? ¿Qué me dices si nos vamos por ahí con un par de fulanas?
Sacudí la cabeza. Resultaba sencillo decir que no.
—¿Ir a Rose Island esta noche? ¿Con esta tormenta?
—Sí —suspiró—, tienes razón. No funciona el transbordador y nadie te alquilaría un bote aunque fueses lo bastante chiflado para navegar en él. Quizá yo pudiera…
—Además, Stuke, tú deberías saberlo mejor que nadie. No hay fulanas en Pacific City… y menos en los barrios respetables de Pacific City.
—Bien… —Se interrumpió bruscamente, frunciendo el ceño. Maldijo e hizo chasquear los dedos—. Jesús, compañero, casi olvido decírtelo. ¡Tendrían que darme patadas en el culo!
—Estoy de acuerdo con esa última afirmación —dije—. ¿Qué hay de la primera?
—De veras lo lamento, chico. Quise llamarte cuando lo supe, eran casi las tres, y supuse que ya te habrías marchado de la oficina. —Tragó y apartó su mirada de la mía—. Ella llegó en el autobús de las dos treinta, Brownie. Uno de los chicos la reconoció.
Estaba demasiado bien montado, casi como al descuido. La llegada a la ciudad de la señora Clinton Brown no era algo que Stuke pudiese olvidar. Fingiendo que lo había olvidado estaba demostrando precisamente lo contrario. Significaba mucho para él.
—¿Mi esposa está en la isla? —pregunté—. ¿Supongo que no sabes la dirección?
—Bien, veamos —frunció el ceño—. Es… oh, sí, está en The Golden Eagle, cabaña siete. No es tan malo como la mayoría de esos sitios, chico. Un pequeño lugar para turistas en la costa sur.
—Lo conozco —dije—. Puedes llevar tus propias rameras en lugar de alquilar las del lugar.
Chasqueó la lengua con agrado. Dejé mi vaso y me llevé las manos a las sienes. Tenía que hacerlo; tenía que cubrirme la cara. Descompuesto como estaba, me eché a reír.
—Es una vergüenza, Brownie. Pensé que ella había dejado de molestarte.
—Sí —dije, temblorosamente—. Es verdaderamente extraño.
—En cualquier caso, ¿cómo es que la soportas? Un hombre debe mantener a su esposa, pero no tiene que vivir con ella.
—Cosas que pasan —dije. Me puse de pie.
Lem también lo hizo.
—¿Adónde vas, Brownie? No puedes ir a la isla esta noche. ¡No permitiré que lo intentes!
¡Al diablo con él! Hubiese dado su brazo derecho porque lo intentara.
—No te preocupes —afirmó—. No hay forma de llegar hasta allí esta noche. Sólo quiero irme a casa.
—Iré contigo. Veo que la noticia te ha afectado, chico. En momentos así, un hombre necesita a alguien con quien hablar. Cogeré un par de botellas y…
—Yo cogeré las botellas —dije—, y me iré solo.
Lem me miró, tratando de parecer preocupado, mientras me estudiaba. Pero no había nada que él pudiese ver. El impulso de doble sentido se había instalado en mí y él no estaba mirando a mi verdadero yo… al yo que podía controlarse. Me moví hacia un lado y cada segundo que pasaba me alejaba a mayor velocidad. Me encontraba a varios kilómetros de distancia y por delante de él.
—Está bien, Brownie —dijo, encogiéndose de hombros—, si eso es lo que deseas.
Cogió una botella de un armario y la envolvió en una hoja de periódico. Nos dijimos buenas noches y me marché.
Caminé hacia mi coche. Caminé, no corrí. Ya estaba empapado hasta los huesos antes de dar veinte pasos. Me deslicé en el asiento, temblando, aunque no era consciente todavía del frío. Descorché la botella y la levanté, mirando sin ver a través del parabrisas mojado.
Hasta la vez anterior —su última visita a Pacific City— yo siempre me había comportado con la amabilidad de cualquier hombre que ha terminado con su esposa. Le repetí lo que ya le había dicho en el hospital: se trataba de que ya no la amaba. Pero no había dado resultado, y yo había sabido antes que no iba a dar resultado. En cierto sentido, yo quería destruir todas sus esperanzas. De modo que, la última vez, me puse muy desagradable. Y eso sí pareció dar resultado.
Ella había estado ausente de Pacific City durante tres meses. Yo hubiese jurado que, pasados otros tres meses, ella pediría el divorcio, y rompería definitivamente nuestro matrimonio para casarse con otro. Eso era lo que ella debería haber hecho. Eso, estaba seguro, era lo que ella hubiera hecho si no fuese por Lem Stukey…
Lem quería algo que sólo yo podía darle. Había estado buscando una forma de obligarme a hacerlo. De modo que me imagino que comenzó a hacerse preguntas, se puso en contacto con ella e hizo que Ellen también comenzara a preguntarse: Piénsalo, mujer. No hay ninguna otra chica en su vida; imposible conseguir que salga con alguna. Y el tipo se está matando con la bebida. Algo le inquieta, ¿lo entiendes? Quizás hizo algo malo cuando estaba en el ejército y se separó de ti para no mezclarte en el asunto…
Bien, Ellen sabía que yo no había hecho nada «malo». Ella sabía muy bien que su Brownie no era de esa clase de hombres que cometen bigamia o cogen una sífilis incurable o se dedica al espionaje, o se meten en una situación o actividad igualmente vergonzosa. No obstante, yo siempre había parecido bastante satisfecho de mi matrimonio antes de ingresar en el ejército, aunque posteriormente —tan pronto fui embarcado de regreso a casa— insistí en la separación. Y puesto que no había otra mujer, puesto que yo no estaba enamorado de nadie, ¿por qué lo había hecho?
Stukey la había aguijoneado, le había despertado la curiosidad. Y la verdad había aparecido finalmente ante ella; de otro modo, no estaría aquí.
Era bastante extraño, naturalmente, que él me dijera que Ellen había regresado, pero…
Sacudí la cabeza. No era nada extraño. En Pacific City sucedían muy pocas cosas que Lem no supiera. Yo me enteraría finalmente de que él sabía que ella había vuelto, y el hecho de no decírmelo hubiera resultado muy sospechoso. Pero él no había llevado el asunto demasiado bien. Había sobreactuado… mostrándose demasiado espontáneo. Nunca le hubiese supuesto capaz de mostrarse desconcertado, pero obviamente lo estaba.
Me llevé la botella a la boca, bebiendo ávidamente. Tragando y tragando. Un martillo parecía estar golpeándome el corazón, atontándolo, y otro martillo parecía estar golpeándome mi espalda, abriéndose paso hacia el corazón. Y parecía empujar hacia adelante, ciego e inerte, tratando de atravesar la piel.
Luego volvió a su sitio. El atontamiento desapareció. El corazón latía lenta pero firmemente.
Bajé la botella. Me había bebido una tercera parte de su contenido. Me había matado, pero no estaba muerto. No había absolutamente nada que pudiera matarme, pensé, mientras escuchaba el rugido del océano. Estaba decidido a seguir viviendo, por siempre jamás, y… ¿Cómo podía hacerlo? ¿Cómo podía seguir viviendo en un mundo de risas tontas, murmuraciones y complaciente misericordia?
Tapé la botella y puse en marcha el coche.
Conduje hacia el centro de la ciudad, rodeé el Centro Cívico (PWA 1938) y volví por donde había venido, pero por otra calle. Esta maniobra era, probablemente, innecesaria, pero nunca se puede estar seguro con los Lem Stukey de este mundo. Estos tipos operaban con una astucia peculiar que trascendía la inteligencia. Habían trepado hasta sus pináculos haciendo siempre lo inesperado. En cualquier caso, tenía mucho tiempo. El tiempo, conmigo, era infinito.
Nadie me seguía; me aseguré de que así fuese. Conduje a través de la lluvia en dirección a los muelles, llevando sinuosamente el coche a través del oscuro caos de cobertizos y almacenes, y aparqué a la sombra —si es que había sombras en esa oscuridad— de un edificio donde se almacenaban chapas de hierro.
Descorché la botella y saqué una cajetilla de cigarrillos secos de la guantera. Me quedé bebiendo y fumando, pensando en lo extraño que era que siempre nos tocase hacer lo más difícil.
Ella no era mala. Era débil, resentida, intratable; había convertido su vida en un infierno a fin de hacer lo mismo con la mía. Pero, si no hubiese sido por lo que me había sucedido a mí, ella no hubiera hecho lo que hizo. Sus defectos de carácter y espíritu nunca hubiesen salido a la luz.
Pienso que la máxima más exacta jamás acuñada es aquella que dice que la virtud no probada no cuenta.
Hace muchos años, cuando era un crío, yo tenía un pequeño Ford, modelo T, y cuidaba ese coche del mismo modo con que un hombre cuida a su amor, porque yo amaba ese coche. Yo era y sigo siendo un tipo modelo T, más cómodo con la imperfección que con su opuesto, apreciando la capacidad de discernir y apuntalando una latente debilidad. Yo sabía que el coche no era un Cadillac. Diablos, ¿qué iba a hacer un tipo como yo en un Cadillac? Era un modelo T, y yo lo trataba bien y él me trataba bien a mí. Cuando lo vendí después de dos años de conducirlo sin ningún problema, estaba en mejor estado que cuando lo compré.
Dos meses más tarde estaba en el desguace.
Menos de dos meses después de separarme de Ellen, ella era una ramera.
Abrí la puerta del coche… Era una lástima pero así eran las cosas. Si quería vivir, tenía que trabajar. Y si tenía que trabajar, debía estar con la gente. Y si debía estar con la gente yo tenía que… tenía que estar con la gente. Ellos no debían saberlo.
El señor Clinton Brown lamenta la necesidad de asesinar a Ellen Tanner Brown.
Metí la botella llena en el bolsillo y coloqué la otra debajo del brazo.
Caminé haciendo eses por el muelle, en dirección al embarcadero comunitario y bajé por la escalera. En algún lugar al pie de la misma, hice una pausa y escudriñé la oscuridad que me rodeaba. Luego dije «lo que sea, será» y seguí adelante.
Por un momento todo fue muy confuso. Mi cabeza descansaba firmemente en un bote, pero mis pies estaban en las nubes.
Con una gran fe en la sabiduría de la providencia, especialmente en ese apartado que se relaciona con la ley de la gravedad, permanecí imperturbable. Soy un hombre del Courier, pensé, y un hombre del Courier no pierde el bote.
Mis pies descendieron y mi cabeza se elevó, y mi culo estaba firmemente asentado en el agua. Con mucha perspicacia, dejé que mi culo permaneciera allí mientras cogía la botella que llevaba debajo del brazo y bebía un trago. Luego trepé por un costado del bote, quité la cuerda de amarre y cogí los remos.
Nunca he sido capaz de entender el respeto que los jefes de misiones peligrosas demuestran por la sobriedad. Sobrio, uno desafía al destino; borracho el destino no se preocupa por ti. Mientras el borracho vaga ileso en medio de un tráfico de seis carriles, un coche vira bruscamente, sube a la acera y aplasta al sobrio. Mientras el borracho se cae de un octavo piso y no sufre ningún rasguño, el sobrio tropieza con el bordillo y se rompe el cuello. Nunca falla. Así son las cosas.
Tomad mi caso, algo que estáis condenados a hacer a lo largo de doscientas páginas aproximadamente. No sé absolutamente nada acerca de botes. Nunca había estado antes en un bote a remos. Y, aunque no estaba borracho, puesto que jamás puedo emborracharme, distaba mucho de estar sobrio. Un hombre sobrio nunca se hubiese alejado más de veinte metros del embarcadero. Al no estar sobrio, remé más de dos kilómetros en dirección a Rose Island.
Debido a mi poca pericia y al hecho de caerme un par de veces por la borda, y a subsiguientes e involuntarias derivas mientras el bote volvía a encontrarme, mi viaje fue un poco menos que veloz. Pero llegué a mi destino. Arrastré el bote sobre la arena y acabé la botella. Después, habiéndome orientado, me dirigí hacia las cabañas del Goldean Eagle.
Estaban a una manzana de distancia. No podía haber desembarcado más cerca si hubiese cogido el transbordador y luego un taxi. Las cabañas eran doce, dispuestas en un triángulo con su base mirando al océano. La número siete se encontraba en un extremo. Las persianas estaban cerradas, pero logré divisar una luz en el interior. Me pareció oír un ligero movimiento y salpicaduras.
Golpeé suavemente a la puerta. Durante un momento hubo silencio, luego un chapoteo y un quedo:
—¿Sí?
—Brownie —dije.
—¡Brownie! ¿Pero qué…?
La puerta se abrió. Ella me hizo entrar, se apretó desnuda contra mí, con los brazos rodeándome el cuello y su espeso pelo negro enterrado en mi pecho.
—¡Por Dios, querido! ¡Me alegro tanto de verte! Yo… ¡Pero estás empapado! Déjame que…
—Estoy bien —exclamé y la aparté de mí—. Y seguiré estando bien.
Entré en la habitación y me senté en un sillón. Por un momento, ella permaneció allí donde la había dejado; luego se acercó y se sentó en la cama frente a mí.
Me sonrió, tímidamente, balanceando las piernas desnudas y manteniendo las rodillas juntas mientras lo hacía.
—Tú… ¿tú estás molesto conmigo, Brownie?
—Ojalá no hubieras vuelto, Ellen —dije—. Esto hará que las cosas se pongan muy difíciles para ambos.
—¡No, no será así, querido! Yo… ¿Sabías que hoy sólo llamé a tu oficina una vez? ¡Sólo una vez! Me dijeron que te habías marchado durante todo el día, así que les dije muchas gracias, volveré a llamar mañana y… y… eso fue todo lo que hice. ¡De verdad!