—¿Sí? —Me miró de reojo y luego asintió con firmeza—. Yo también lo creo.
Así fue como sucedió. Y, como podéis ver, no había nada siniestro en ello, nada premeditado. Ese truco que había utilizado en el Club de Prensa —leer el menú al revés— no me había impresionado. Ni siquiera me había mostrado interesado en saber qué le había llevado a pensar que yo estaba triste.
Nos dirigimos hacia el asilo —bueno, podéis llamarle depósito de perros, si queréis—, deteniéndonos ocasionalmente para llevar a cabo algunos ejercicios, bombardeos y salvas. Cuando llegamos a nuestro destino, la botella estaba vacía, y Saks, Magnin y todos los demás sabían muy pocas cosas que yo ignorara acerca de la anatomía de la señora Chasen.
Ella estaba un poco desarreglada, pero parecía plenamente feliz. Le ayudé a reintegrarse a la raza humana. Tenía el corazón en los ojos. Ahora podría continuar sola su camino. El hielo ya había sido roto, y ella estaría bien… en cualquier caso, tan bien como pudiese, o sea, mucho mejor de lo que había estado hasta ahora.
El asilo estaba —y está— sostenido por donaciones; yo diría más bien que se supone que debería estar sostenido por donaciones. Porque el dinero que entraba no alcanzaba para que el lugar funcionara decentemente. Si el señor y la señora Peablossom, la pareja de ancianos que se encargaban del asilo, no hubiesen donado la mayor parte de sus salarios, los perros estarían completamente muertos de hambre, en lugar de estar casi completamente muertos de hambre, como sucedía habitualmente.
La señora Peablossom insistió en prepararnos un poco de té. Más tarde, el amable anciano nos acompañó hasta la entrada del recinto.
—No sé qué es lo que vamos a hacer, señor Brown —dijo con irritación—. Las perreras están hechas pedazos. Nos vemos obligados a dejar que los perros correteen por el campo, y siguen viniendo, cada vez más… No soporto la idea de hacerles dormir el sueño eterno, pobrecitos, pero ya nadie adopta un perro, y…
Continuó hablando de sus preocupaciones, mientras Deborah y yo mirábamos a través del portón de alambre. Había aproximadamente doscientos perros, cercados por un muro de dos metros de alto. Yacían jadeando sobre el pavimento caliente y sin sombra, o se arremolinaban apáticos, piafando y olfateando sin esperanzas las ramitas que habían volado por encima del muro.
Busqué mi billetera, pero volví a guardarla en el bolsillo.
—Estoy un poco corto de dinero, señor Peablossom, pero…
—No se preocupe, señor Brown, usted ya ha hecho demasiado.
—Pero yo no he hecho nada —dijo Deborah, abriendo su bolso. Sacó un billete de cincuenta dólares y se lo entregó al viejo.
—¡Dios la bendiga! —El viejo estaba a punto de llorar—. Muchas gracias, señora Chasen. ¿Tiene usted perros?
—No —dijo ella—. No me gustan los perros. —Vio que yo fruncía el ceño—. Quiero decir que les tengo miedo. Cuando era pequeña, un perro muy grande me atacó y nunca he podido olvidarlo. Desde entonces me causan verdadero terror.
Me dispuse a quitar la aldaba que cerraba el portalón, pero el señor Peablossom me cogió del brazo.
—Creo que no debería entrar hoy, señor Brown. Los perros están hambrientos, y…
—¿Cree que están hambrientos hasta tal punto?
—Bueno —vaciló un momento, mirando a Deborah con una disculpa en los ojos—, ya sabe lo que pasa con los perros, señor Brown. Pueden oler el miedo. Eso les vuelve peores de lo que son habitualmente.
—Lo sé —dije—. Bien, de todos modos debemos marcharnos. La señora Chasen tiene menos de una hora para tomar su tren.
El viejo nos acompañó hasta el coche y permaneció agitando la mano hasta que nos perdimos de vista. Deborah se reclinó en el asiento, mirándome de reojo.
—Brownie…
—¿Sí? —pregunté.
—¿Crees… crees que soy bonita?
—No —dije—. Eres demasiado grande, demasiado pequeña, de cualquier manera que te mire, eres demasiado algo, de modo que no puedes ser bonita. Lo que eres es el pedazo de mujer más delicioso sobre el que he puesto los ojos.
Ella suspiró satisfecha.
—¡Palabra!
—¿Y te gusto? ¿Sabes a qué me refiero, Brownie? Eso de gustar…
—Gustar no es exactamente la palabra —dije—. Estoy loco por ti. Y prácticamente todo hombre estaría igual por ti si no le aterrorizaras. Lo que me recuerda, Deborah…
Sugerí varias maneras por las cuales ella podía hacerse un favor a sí misma: pensar antes de hablar, dirigir su risa hacia otra parte que no fuese la cara de la persona que la acompañaba…
—¿De ese modo te gustaría más, Brownie?
—Me gustas tal como eres —dije—. Pero yo no cuento. Tú te marchas y…
—Ven conmigo, Brownie.
—¿Qué? —Logré volver a la carretera justo a tiempo—. ¿Señora Chasen, acaso estás sugiriendo…?
—¡Todo! Del modo que tú desees, querido. Me gustaría que te casaras conmigo, pero…
—Pero… ¡pero, cariño! —Sacudí la cabeza—. ¡Es una locura! ¡No sabes absolutamente nada de mí!
—Sí, lo sé, todo lo que necesito saber.
Me eché a reír convulsivamente. El efecto del whisky se estaba disipando. Tenía los nervios de punta y me atravesaban la piel como si fuese una sierra… Todo lo que necesitas saber, ¿eh? ¿Y qué es lo que sabes, de todos modos? ¿Que puedo decir disparates hasta que la cabeza te dé vueltas? ¿Por qué no? ¿Que soy tan caliente como una pistola de dos pavos? ¿Por qué no? Lo escupo todo para no enterrarme, y sólo sufrí una emasculación… ¡sólo eso!… no me castraron…
—Mañana pensarás de otro modo —dije—. Asumamos los hechos, Deborah, creo que hoy bebimos demasiado…
—Quiero que vengas conmigo, Brownie.
—No —insistí—. Ahora olvídate de ello, ¿quieres? Es demasiado absurdo para que sigamos hablando de esta cuestión.
—Entonces me quedaré aquí. No cogeré el tren.
—¡Te dije que basta! —exclamé—. Por supuesto que cogerás el tren. Tienes un compartimiento reservado y has pagado por él. Tienes el billete del barco. Vas a subir a ese tren y…
—Sin ti no lo haré —dijo tranquilamente—. O vienes conmigo o yo me quedo aquí.
—¡No puedes hacerlo! ¡Yo tampoco puedo! Apenas nos conocemos. No tengo nada más que mi trabajo y…
—Uh-huh —asintió con simpatía—. Tengo suficiente para los dos.
—¡P-pero… maldita sea, la gente no hace esas cosas!
—Al diablo con la gente —dijo.
Me sentía como si estuviese luchando contra algo que no existía, algo que no se podía creer, como si estuviese combatiendo… luchando contra mí mismo. Ella parecía tan perdida como yo, que había dejado pasar tanto tiempo desde la última vez que había tocado una mujer. Yo quería ayudarla, devolverla a la corriente de la vida, esa de la que yo jamás formaría parte, pero…
Estábamos llegando a la ciudad. Reduje la velocidad del coche, y el tono de mi voz se volvió brusco.
—Muy bien, señora Chasen. Si no quieres que sea amable contigo, te lo diré de otro modo. No me gustas. No me gusta tu aspecto. Eres estúpida. Eres bizca. No he visto un pelo como el tuyo desde que dejé de montar a caballo. Tienes unas nalgas como una ballena y no me acercaría a tus pechos por todo el…
—¡B-Brownie! ¡Basta!
Me callé.
—Lo siento —dije—. No disfruto hablándote de este modo. Sólo eras un trabajo para mí, un encargo, y traté de… ¡maldita seas!
Ella se estaba riendo. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos verdes brillaban, y esos pechos que antes yo había mencionado temblaban y se agitaban. Se reía a carcajadas. Casi podía ver la carne desnuda, sentirla temblando contra la mía, mientras los ojos verdes se clavaban en los míos. Calientes, luego curiosos, y, por último, compasivos y disgustados.
—¡Brownie, eres tan gracioso!
—Sí —respondí—. Muy gracioso. Hasta yo me desternillo de risa.
Deborah apoyó la mano sobre mi rodilla y luego me la apretó firmemente.
—Gracioso y triste —sonrió—. Pero conmigo no estarás triste. Te convertiré en el hombre más feliz del mundo.
—Hay una forma en que puedes conseguirlo —afirmé—. Sube a ese maldito tren, aléjate de la ciudad y no regreses nunca.
—Huh-uh —dijo—. Ahora aparca aquí e iremos a recoger mis maletas.
Aparqué. La cogí por los hombros y la obligué a que me mirara.
—No, Brownie —exclamó, tratando de zafarse—, no tiene sentido que me digas que mi… mi…
—No lo haré —dije—. Estoy loco por ti. Incluso creo que te amo. Pero… puedes considerarme lo que quieras. Piensa lo que quieras. Creí que podíamos pasar un buen rato juntos, pero luego tú seguirías tu camino y yo el mío. Así que… no sé cuál es la diferencia. Pero…
No tuve necesidad de decirlo. Toda la risa huyó de sus ojos y se apartó lentamente de mí.
—¿Es…? —Luego cambió la pregunta por una afirmación—. Es verdad, Brownie.
—Es verdad. Estamos separados, pero aún seguimos siendo marido y mujer. Ella jamás me concederá el divorcio.
—Bueno… —Cogió el pomo de la puerta.
—Lo siento, Deborah.
Ella se encogió de hombros y la cola de caballo color maíz se agitó sobre sus hombros.
—No…, no lo sientas —dijo—. No estés triste, Brownie. Así son las cosas, de modo que… así es como…
Se bajó del coche y caminó hacia la estación sin girar la cabeza.
Tal vez esté equivocado —me he equivocado con tantas cosas—, pero no recuerdo haber oído hablar jamás o conocido a un hijo de puta que no se las arreglara perfectamente bien. Estoy hablando, entiéndase bien, de verdaderos hijos de puta. De la variedad A, de doble destilación y calentada al vapor. Coges a un hombre así, un hijo de puta que no lucha contra ello —que sabe lo que es y se entrega de cuerpo y alma— y realmente tienes algo. Mejor dicho, él tiene algo. Él tiene todas las cosas que tú no puedes tener, como recompensa por no ser un hijo de puta. Por no ser como Lem Stukey, el jefe de Detectives del Departamento de Policía de Pacific City.
Se sirvió otro trago, empujó la botella hacia mí a través del escritorio y levantó su vaso. Era un tipo bien parecido… buen mozo como un chulo. Con un poco menos de carne en el vientre y muchos menos robos en el corazón, podría haber sido profesor en una academia de baile, a un dólar la lección.
—No entiendo, Brownie —afirmó—. No te entiendo en absoluto, chico. ¿Acaso no te he tratado siempre bien? ¿Alguna vez me has pedido algo y yo no te lo he conseguido? Mierda, he tratado de ser tu amigo y tú…
—Stuke —le dije—. ¿Quieres callarte un minuto?
—Pero… sí, desde luego, Brownie. Habla.
—Es así, Stuke. Estoy inmunizado, ¿sabes a qué me refiero? He desarrollado una especie de capacidad de tolerancia con los hijos de puta. Puedo beber contigo y disfrutar. Puedo dejar que me hagas un pequeño favor sin sentir el menor deseo de vomitar. De un modo bastante espantoso, yo diría que me caes bien. Pero…
—Tú también me gustas, Brownie. Eres la clase de gente que me cae bien.
—Bueno, no nos vayamos tan lejos —respondió—. Pero, hablando de favores, Stuke, te hago uno todos los días. Cada vez que me siento delante de mi máquina de escribir y no escribo que Lem Stukey es el mayor chulo, jugador y chantajista que hay en Pacific City, te estoy haciendo un favor. Y cada vez que tú piensas que yo no…
—¡Brownie! —Extendió ambas manos—. ¿Acaso he dicho que no? Sé que podrías destrozarme. Eres el único que podría hacerlo. Por lo que he oído, podrías escribir una historia de que el viejo calzonazos le pega a su esposa y él mismo se encargaría de publicarla en la primera página… lo sé, ¿comprendes? Siento una alta estima por tu amistad. Sé lo que eres capaz de hacer, o no estaría preguntando…
—No lo hagas —dije—. No preguntes. Estoy tan cansado que ni siquiera podría mandarte al infierno.
—Un día duro, ¿eh? —Sacudió la cabeza compasivamente—. Te daré un par de botellas cuando te marches. Cualquier cosa que yo pueda hacer, chico, cualquier cosa. Sólo tienes que decírmelo.
Suspiré y levanté mi vaso. Era un hombre a quien resultaba difícil decir que no, pero era lo único que se le podía decir. Una vez que le decías que sí, seguías diciéndoselo el resto de tu vida.
—Está bien, Stuke —dije—. Volvamos al principio. Dije que era inmune. Puedo beber tu whisky, hablar contigo, pasar una tarde juntos de vez en cuando. Puedo hacerte el favor negativo de no hacer nada. Pero eso es todo lo que puedo hacer. Eso es todo lo que haré. Tal como has dicho, no te ayudaré en nada. Y, ya sea de palabra o de hecho, no haré nada que pueda contribuir, ni siquiera remotamente, a convertirte en juez del condado.
—Ah, Brownie. ¿Por qué…?
—Te lo he dicho. Eres una amenaza, una plaga, un hijo de puta. Ya haces suficiente daño en el lugar donde te mueves, pero al menos te encuentras dentro de límites bastante estrechos. Tiemblo al imaginarte operando en la periferia casi ilimitada de la judicatura.
—Está bien. Dime lo que quieras. Puedes desenmascararme, si lo deseas. No he tenido educación. Sólo soy un pobre muchacho que ha trabajado duro…
—¡Hermano! —exclamé—. ¡Cuando digas esas cosas, al menos sonríe!
—Bueno —sonrió casi tímidamente—, me imagino cómo te sientes, Brownie. Tú piensas que el aspirante al cargo debería ser abogado para…
—No necesariamente —dije—. El trabajo no lo exige, y he conocido a algunos jueces muy buenos que no eran abogados. Podría resultar, aunque viola todos los precedentes, si —sí, mi querido Lem— se tratase de un hombre sincero, honesto y consagrado al interés público. Algo que tú no eres… No, Stuke, tú quédate donde estás y no te causaré ningún problema. El señor Lovelace quiere que el Courier sea todo dulzura y claridad. Ningún escándalo, ninguna revelación, nada que pudiera poner en entredicho el justo nombre de Pacific City. Así es como él lo quiere y así es como será… hasta cierto punto. No serás molestado, nadie te quitará tu puesto. Pero nadie te empujará hacia arriba.
Permaneció en silencio durante un momento, con sus ojos negros y pequeños clavados en mí. Luego se encogió de hombros con simulada indiferencia.
—Como gustes, Brownie. Sólo trataba de ser tu amigo. El carro ha comenzado a moverse y pensé que te gustaría unirte a los ganadores.
Me eché a reír y a toser. Me reí tanto que casi me caigo de la silla.
—Stuke. ¡Por favor!
—Piensas que estoy mintiendo, ¿verdad?
—Por supuesto que estás mintiendo. ¿Cuándo has hecho otra cosa?
—Tengo un montón de amigos influyentes. ¿Cómo crees que llegué a ocupar este puesto?