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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela negra

Asesino Burlón (10 page)

BOOK: Asesino Burlón
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—¿Está enfermo? —dije—. ¿Es algo serio?

—Lo será —prometió Dave—, cuando le encuentre. Su esposa llamó esta mañana antes de que yo llegara. He estado tratando de llamarle, pero no he podido localizarle… ¿Qué me dices, Brownie? Si pudieras echarme una mano un par de horas, hasta que alguien de Sociedad o Deportes vuelva a la redacción…

Le dejé esperando hasta que bebí otro trago. Luego le dije:

—Le diré una cosa, coronel. Soy un abnegado trabajador del Courier, nunca retrocedo ante la lluvia, la nieve o las cenas en la Cámara de Comercio, pero…

—No importa. Lamento haberte molestado —dijo—. Tómatelo con calma y… Oh, sí. ¿Brownie? ¿Aún estás ahí?

—A sus órdenes, coronel, hasta cierto punto…

—Pensé que te gustaría saberlo. Tienen una pista fresca del asesino.

—¿Tan pronto? —dije—. Creo que será mejor que tenga una pequeña charla con el señor Stukey.

—Esta vez no está improvisando, Clint. Tiene algo sólido. ¿Sabes que esas cabañas del Golden Eagle están asentadas sobre pilotes? ¿Que carecen de cimientos?

—S-No. No he estado muchas veces en la isla.

—Bien, alguien anduvo debajo de las cabañas anoche. Los policías piensan que pudo haberse herido cuando… cuando luchaba con ella, y que se arrastró debajo de la cabaña para recuperarse. O tal vez estaba demasiado asustado o borracho para saber lo que hacía. En cualquier caso, parece que estuvo en ese lugar poco después de producirse el asesinato.

—¿Por qué lo creen así?

—¿Por qué? Bueno, por las huellas de su cuerpo, de sus manos y rodillas. Han conseguido unas huellas casi perfectas de sus manos.

—¿Cómo saben que fueron hechas anoche?

—Porque, de otro modo, no hubiese habido ninguna huella. Anoche fue la primera vez que llovía en semanas. Debajo de las cabañas hay una pequeña filtración y… Mira, Brownie, ahora no puedo seguir hablando. Volveré a llamarte apenas pueda.

—No se preocupe —dije—. Ahora mismo voy para allá.

Colgué el teléfono. Me quedé sentado en el suelo con las piernas cruzadas, mirando vagamente las negras perforaciones de la boquilla del teléfono mientras cogía la botella.

Traté de hacer memoria ¿cómo había sucedido todo la noche anterior? Todo era borroso. Me inclinaba sobre ella, luego me encontraba en el bote. Y, en el medio, no había nada.

¿Mi ropa…? No, toda esa agua la hubiese dejado limpia en pocos segundos. No podía recordar, y no había ningún modo de averiguarlo. Esa averiguación tendría que hacerla otro.

Pensando o mejor dicho, tratando de pensar, puse a calentar el café y me fui al cuarto de baño a afeitarme.

No podía creer que me hubiese arrastrado debajo de la cabaña. Estaba seguro, o al menos, así lo creía, de que nunca hubiese limpiado mis huellas dactilares sólo para dejar luego una pista mucho más evidente. Y también estaba la cuestión del tiempo. No recordaba nada entre el momento de encender el fuego y mi llegada al bote, pero tenía la sensación de que ambos momentos estaban separados por pocos minutos.

Yo no lo había hecho. Estaba seguro —casi— de que no lo había hecho; había sido otra persona. ¿Pero por qué lo haría otra persona? Probablemente algún borracho había estado vagando por un bar, o le habían echado a patadas, y se había metido debajo de las cabañas para dormitar un rato. Se había despertado cuando llegaron los policías; había oído el alboroto y decidió que no sería mala idea poner pies en polvorosa. Y…

Eso era lo que había pasado. Ojalá.

Me lavé y fui a la cocina. Vertí whisky en un gran vaso y lo llené de café.

Me apoyé en la pileta, bebiéndolo, mirándome las manos. Lo que yo ignoraba de criminología podía llenar una estantería de ochocientos metros, pero en mis años de reportero policial había aprendido una cosa: dejar u obtener un grupo reconocible de huellas dactilares no es tan fácil o sencillo como se dice. Una vez hablé con un detective que, en uno de sus días libres, había tomado huellas dactilares en las cinco habitaciones de su propia casa. No había conseguido ninguna suya, ni de su esposa o de sus dos hijos que pudiera servir para identificarles. Y esto en las llamadas condiciones favorables.

Ahora bien, en el barro, en cualquier cosa tan gruesa como la tierra… Bien, podían quedar huellas de manos, pero huellas dactilares… no. Creía que no… esperaba que no.

Si Stukey había obtenido una cantidad respetable de huellas, incluso una buena huella dactilar, ya me hubiese enterado. A estas alturas, ya estaría tomando mis huellas. A menos, por supuesto, de que tuviese miedo de lo que yo pudiera hacer en el caso de ser un error e intentara actuar como por casualidad. Así es como haría las cosas Stukey, no había duda. Para hacer las cosas a lo grande, y agigantarse él con ellas, me invitaría a tomar un trago en una copa impoluta.

Era extraño cómo me sentía. Durante años no hubiese dado un céntimo, ni un maldito céntimo por mi vida. Y la noche anterior era como si hubiera tratado de pasar por alto toda esa situación sin sentido. Había asumido una actitud de no intervención en una situación explosiva, y había viajado al infierno y había regresado. Y ahora me importaba. Ahora quería vivir. Lo deseaba con tanta fuerza como para estar asustado.

Volví a pensar en todo el asunto, examinando mis emociones, indagando su perversa rareza y —todo debe decirse— haciendo frecuentes consultas con la botella de whisky. Y así, poco a poco, me volví penetrante y agudo, y fui capaz de ver mis sentimientos tal como eran… no anormales, sino normales. Tan normales, en lo que a mí respecta, como nunca habían sido.

Pero no había ningún motivo de alarma. Había conocido esos sentimientos en el pasado y, a lo largo de los años, su duración se había vuelto cada vez más breve. Estaban en suelo equivocado. Florecían y se marchitaban casi simultáneamente. Me preocupaba, sí, pero sólo como un juego, como un problema, y no por la vida o la muerte. Era un juego interesante… y sin ese interés sólo existía el vacío. Y yo quería ganar; quería que ellos perdieran. Pero no era nada por lo que tuviese que asustarme.

Dejemos que sean ellos los que se preocupen. Para mí se trata solamente de un juego.

El viejo doble sentido comenzó a afirmarse. Me dirigí a la ciudad, sentándome erguido y circunspecto en el coche, pero moviéndome, mentalmente, hacia los costados, moviéndome lateralmente, hacia un mundo que sólo yo conocía, desde el cual podía verles a ellos sin ser visto.

Sólo un juego. Eso era todo lo que podía ganar o perder. Eso era todo lo que yo podía hacer.

Aparqué el coche delante del Club de la Prensa y subí la escalera. Jake, el oficial de servicio, estaba en su puesto. Comenzamos con las maniobras. Desarrollamos un ejercicio de formación cerrada, finalizando con una salva. Me aparté de la barra y nos saludamos.

—¿Todo en orden, oficial?

—¡Todo en orden, señor!

—¡Una excelente patrulla! —dije—. Todo está muy limpio, estupendo, y de primera. Por lo tanto, te concedo la orden más importante del país, la recompensa más codiciada, la…

—Cortesía de la casa —dijo, y me devolvió el dinero—.

Mire, señor Brown, tal vez no es de mi incumbencia pero no cree que debería…

Le llamé la atención con una firme orden. Me marché y enfilé hacia el Courier.

Dave Randall no había exagerado su necesidad de ayuda. Había llevado una máquina de escribir a su escritorio y estaba tratando de reescribir las noticias y de hacer su propio trabajo. El único hombre con que contaba para estas tareas regularmente era Pop Landis. Y Pop, aunque era un tipo cojonudo, era lento como el demonio, y se encontraba más que empantanado con la historia del asesinato y la limpieza de la ciudad.

Cogí sus copias y me senté a mi escritorio. Comencé a leer, dándome instrucciones a mí mismo para hacerme cargo del asunto, deteniéndome aquí y allá para escribir una historia menor pero «necesaria».

Habían tratado a Ellen tan delicadamente como habían podido, sin distorsionar los hechos. Nuestra relación apenas se mencionaba. Toda la suciedad aparecería en los periódicos de otras ciudades, pero aquí el énfasis se ponía en el asesino y en la consiguiente redada criminal.

Examiné superficialmente los párrafos… «esposa, separada desde hace mucho tiempo de un reportero del Courier, Clinton Brown… el funeral se celebrará en Los Ángeles… la muerte se ha atribuido a la asfixia…»

¿Asfixia? Volví a leer esa parte otra vez, feliz de que hubiese sido de ese modo.

…dolorosamente, pero de ninguna manera críticamente quemada, según el informe del oficial encargado del caso. La naturaleza relativamente menor de las quemaduras, unido al hecho de que el colchón se hallaba casi completamente consumido, indica que la señora Brown debió haber vuelto en sí poco después de que el maníaco se marchara. En estado de pánico y atontada, no fue capaz de huir de la cabaña llena de humo antes de sucumbir…

Se presumía que el asesino (por razones sólo conocidas por él) se había arrastrado debajo de las cabañas. Había huellas de las manos, de las rodillas, de los codos (no se mencionaban huellas dactilares). También estaba la marca de su cuerpo, en el lugar donde aparentemente se había tendido…

Hice una pausa. Mi corazón dio un vuelco… exclusivamente, por supuesto, debido a la excitación provocada por el juego. Volví a mirar la página escrita a máquina. Leí… y suspiré aliviado. Un metro ochenta aproximadamente y zapatos bastante grandes, una talla 43 tal vez…

Entonces no se trataba de mí. No por más de cinco centímetros y un par de números en los zapatos. No había forma de hacer que ese hombre fuese yo. Y quien quiera que fuese —algún pugilista aturdido, sin duda— estaba a salvo; no sufriría por lo que yo había hecho. Stukey jamás le encontraría. No era mucho lo que sabía de ese desconocido y lo que sabía podía aplicarse a muchas personas.

Llevaba trabajando menos de una hora cuando entró el señor Lovelace. Me miró asombrado y luego pasó a mi lado. Le dijo a Dave Randall algo apenas inteligible pero obviamente recriminatorio y Dave le siguió a su despacho.

Volvió a salir cinco minutos después y se acercó a mi escritorio. Con el rostro lívido, casi postrado, me dijo que lo dejara.

—Ahora mismo, Brownie. El viejo me dio un repaso a fondo. Yo sabía que era un maldito error que vinieses a trabajar justo después de que… para escribir una historia sobre el caso. Pero no se me ocurrió otra persona…

—Me hubiese sentido muy desgraciado —le dije—, si no me llamaba. Estoy entregado a mi trabajo y siempre dispuesto a hacer mi humilde tarea. Por lo tanto debo informar…

—¡Basta! Por el amor de Dios, Clint, lárgate de aquí. Si quieres hacer algo, encuentra a Tom Judge. Dile que le ordeno que se presente aquí inmediatamente.

—¿Suponga que está encerrado con su esposa disfrutando de las prerrogativas matrimoniales? Tengo permiso del coronel para…

—¡Brownie! ¡Por favor!

Me puse de pie y cogí la chaqueta del respaldo de la silla. Me la puse y cogí el sombrero. Yo…

No sé qué fue lo que me impulsó a decirlo; tal vez algo en la historia de Pop estimuló mi memoria. O, tal vez, fue el sonar constante de los teléfonos. No sé por qué, pero lo dije.

—Por cierto, coronel, habló usted con… ¿llamó Ellen ayer al periódico?

—No que yo sepa. ¿Por qué?

—Por nada. —Me encogí de hombros—. Acostumbraba a llamarme cuando llegaba a la ciudad.

—Bueno, que yo sepa, ella no llamó ayer. Nadie me ha dicho nada al respecto. ¿Por qué no le preguntas a Bessie?

—Eso haré —contesté. Pero no lo hice.

Abandoné la sala de redacción y pasé junto al cubículo donde Bessie se encargaba de la centralita. No quería que la memoria de Bessie también se sintiera estimulada. Quería que ella olvidara que Ellen había llamado y que la llamada había sido contestada.

Era una evidencia. O, mejor, sería una evidencia si la persona que había hablado con Ellen no podía explicar satisfactoriamente dónde había estado la noche anterior. Y teniendo en cuenta lo poco que me gustaba Tom Judge…

Capítulo 9

La oficina de Lem Stukey estaba tan atestada de gente que conseguí llegar a la puerta a duras penas. Tenía a dos secretarias contestando los teléfonos; estaba rodeado de periodistas, nuestros chicos y aquellos reporteros que habían llegado de otras ciudades; una docena de policías y detectives se arremolinaban en torno a su escritorio. Lem, que como siempre, tenía el ojo puesto en el ángulo principal, me divisó inmediatamente. Se abrió paso a través de la multitud y me cogió de la mano.

—Jesús, chico, me alegro de verte. He estado pensando en llamarte, pero… Salgamos de aquí, ¿eh?

Me llevó a través del corredor hasta una sala de jurado desocupada. Cerró la puerta y se apoyó en ella, con una expresión de exagerado desaliento.

—¿Alguna vez habías visto algo así, compañero? Te lo pregunto ahora, ¿no es algo grande?

—Déjame que yo te lo pregunte a ti —dije.

—¿Quieres decir que aún no has oído las noticias? Supuse que los chicos del Courier te mantendrían…

—Lo he oído, pero aún no me dice nada. Es la misma historia de siempre. En cualquier momento anunciarás que esperas arrestar al asesino en veinticuatro horas.

—Uh-uh. Creo que va a llevarme un poco más que eso.

—¿Por qué? En cinco minutos puedo encontrarte a cincuenta individuos de peso medio y corpulentos, de edad y color indefinidos.

—Compañero —me dio una palmada en el brazo para calmarme—, tú te quedas sentado en esa silla, ¿eh? Eres mi amigo. Aún estás enfadado, ¿verdad? Anoche me apresuré contigo. Intenté ponerte en un aprieto, y…

—Y fuiste tú quien se metió en un aprieto —dije—. Y no estoy enfadado.

—Me estoy disculpando, Brownie. Deja que un tío se disculpe, ¿quieres? Estaba equivocado y merezco todo lo que me dijiste. Jesús, yo me habría enfadado. La esposa de un amigo es asesinada y lo primero que ve el tipo es que alguien está tratando de cargarle el mochuelo.

—Está bien —suspiré—. Estaba enfadado. Te has disculpado. Ahora todo está olvidado y nos queremos como hermanos.

—¡Eres una buena persona, chico! —Asintió firmemente—. Jesús, tiemblo cuando pienso que he estado a punto de echarlo todo a perder. Y lo hubiera hecho de no haber sido por ti. Si no me hubieses echado una mano, yo…

—¿Qué es lo que has encontrado? —pregunté—. Por Dios, ¿qué es lo que tienes, en concreto? Nada. Un vagabundo se mete debajo de las cabañas para protegerse de la lluvia y…

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