—Nada. —Se encogió de hombros—. ¿Cuál es la diferencia? Tengo dos asesinatos en mis manos. No podría dejarlos aunque tú no me estuvieses aguijoneando.
—Pero lo resolverías mucho más rápido si yo no te estuviera aguijoneando, ¿verdad? —dije—. Podrías mostrarte mucho más despreocupado en tus investigaciones. Y podrías abandonarlas según tu propia conveniencia.
—Bueno… —Comenzó a encogerse de hombros, otra vez, luego me miró súbitamente alarmado—. Aguarda un minuto, chico. Eso no ha sido muy agradable, ¿no crees? Haces que suene como si… si…
El cansancio y la somnolencia se iban, deslizándose de mí como una bata. Seguía irritado con él, pero ya no tenía prisa porque se marchara.
—Sólo estaba pensando en Ellen —dije—. Preguntándome algunas cosas con respecto a ella, ¿crees que alguien hizo que viniera aquí… que le envió dinero para que viniera a la ciudad?
—Yo… ¿qué quieres decir? ¿Quién querría hacer algo así?
—¿Quién, en efecto? Pero sería muy fácil averiguarlo, ¿no crees? Esa persona seguramente no le envió el dinero en metálico; al menos, no creo que lo haya hecho. Y dudo de que le hubiese enviado algo tan potencialmente comprometedor como un cheque. De modo que eso nos deja solamente los giros, el registro de los cuales, naturalmente, podríamos obtener inmediatamente… ¿Por qué no les echas un vistazo? ¿O prefieres que lo haga yo?
—Eso —dudó un momento—, eso no probaría nada. Sólo porque le haya enviado un poco de pasta.
—Bu-bueno —dije—, yo creo que podría probar algo, Stukey. Especialmente si ese sujeto no tiene una explicación satisfactoria para justificar dónde se encontraba en el momento de cometerse el o los asesinatos.
—Tal vez no pudiera ofrecer ninguna coartada razonable sin traicionarse. Tal vez estaba acostado con alguna fulana o algo parecido. Tal vez —su lengua chasqueó sobre los labios— tal vez la gente que pudiera ofrecerle una coartada está enfadada ahora con él. Tal vez ha estado presionándoles desde entonces y ahora quieren verle empapelado.
Me apoyé en la pared, entrelazando las manos detrás de la nuca.
—¿Pero estás de acuerdo conmigo en que Ellen pudo haber recibido dinero de alguno de nuestros residentes? ¿Por qué crees que alguien pudo hacer algo así, Stukey?
—¿Cuál es la diferencia? ¿Si yo te lo dijera… si yo pudiera decírtelo? No me creerías.
—Oh, vamos —le tranquilicé—. ¿Quieres decir que un amigo no le creería a otro viejo amigo? Por qué no…
—Te diré una cosa —afirmó—. Te diré algo, Brownie. Vamos a olvidarnos de que alguien le envió un giro a Ellen. No vas a meter tu nariz en ningún maldito giro. Has estado presionándome por todas partes, chico, y yo lo he soportado y parece que tendré que hacerlo todavía durante algún tiempo. Pero esto… huh-uh. No vamos a seguir por esta dirección.
Se había movido hasta colocarse delante de mí mientras me hablaba, y ahora me miraba directamente a la cara. No parecía amenazador, sino intensamente, mortalmente, serio.
—Voy a dejarlo, ¿eh? —exclamé—. ¿Qué es lo que te hace estar tan seguro, Stukey?
—Tengo un par de razones. Por una parte, maldito seas, tú sabes bien que yo no la maté, a ella o a la otra fulana. No tenía motivos para hacerlo. No me habían hecho nada. No, no, Brownie. Tú sabes que no las maté. Puedes investigar toda esta basura y hacerme quedar muy mal. Puedes presionarme hasta que empiece a apestar y ellos me arrojen al basurero. Pero no lo harás porque pienses que yo soy el asesino.
—¿Y la segunda razón? ¿La parte que falta, la de por qué no voy a meter la nariz en esos malditos giros de dinero?
—¿Por qué no lo dejamos correr, chico? Olvidémonos de esa parte.
—No lo hagamos —dije.
—Está bien. Te lo diré. Sigue metiéndote conmigo en este asunto y yo te convertiré en el hijo de puta más triste y preocupado de la Costa Oeste. No me gustaría hacerlo, quiero que lo entiendas. Tal vez yo mismo me complique la vida si lo hago. Pero me la complicaré de todos modos, así que no tiene ninguna importancia. Dejémoslo correr, Brownie, no sigas presionándome. Porque la vieja mierda comenzará a volar por todas partes y casi toda será tuya.
Bueno…
Parecía estar hablando en serio. Era posible que, suficientemente excitado, pudiese cumplir sus amenazas. Era un hombre con muchos recursos cuando se lo proponía, y tenía conexiones en muchos sitios tenebrosos.
En primer lugar, naturalmente, estaba el hecho de que yo sabía que él no había cometido esos asesinatos. No sólo porque los había cometido yo, sino porque para él no hubiesen supuesto nada. Stukey no hacía nada que no representase algún beneficio para él.
Por lo tanto, no tenía ningún sentido que yo insistiera en ese tema. No tenía sentido que yo le obligara a dejar su trabajo. Yo no quería que perdiera su empleo. Como sucedía con Dave, el status quo me convenía.
—Lem —le dije—, ésta ha sido una mañana muy agradable. Buen whisky, una comida excelente y una conversación fascinante. Dos viejos amigos, comiendo y bebiendo juntos, desnudando sus almas en largos y significativos silencios y ocasionales exabruptos de blasfemia. Creo que te dejaré tranquilo por un tiempo, Lem. Sería obsceno de mi parte si no lo hiciera así. Entre tanta beatitud, la más pequeña imperfección parecería tan enorme como una escopeta en una boda.
—El chico. —Sonrió—. ¿Quieres que lave los platos, Brownie?
El status quo se mantuvo invariable, con algunos cambios casi imperceptibles. Dave seguía siendo el sujeto preocupado y aprensivo. O más aún. Lovelace seguía siendo el mismo sujeto normal y escasamente ingenioso… o más aún. Y Stukey, por supuesto, seguía siendo Stukey. Yo aún era su viejo amigo, el chico, y la maldita limpieza de la ciudad le estaba matando, sin avanzar un solo paso en la investigación de los dos asesinatos… No hay nada, chico. Nada de nada.
Las noticias acerca de los asesinatos y la consiguiente caza del hombre se volvieron más esporádicas y breves. Incluso los grandes periódicos de Los Angeles, con ilimitado espacio para llenar, comenzaron a tratar el tema como una noticia de segundo orden.
El vacío… eso también se mantuvo inalterable. Sólo que ahora era más grande, extendiendo cada vez más su atmósfera aislante, hasta que sólo empezó a haber desierto allí donde alcanzaba la vista, un desierto marchito, reseco y sin vida, donde un hombre muerto caminaba hacia la eternidad.
El impulso de doble sentido… eso se cortó. Permanecía latente dentro de mí, por supuesto, esperando órdenes. Pero no había prisa por ahora y, por lo tanto, a los efectos concretos no existía. De alguna manera, contribuía a que el vacío fuese aún peor. No había ningún alivio, ninguna excursión a ese otro mundo exterior donde todas las cosas se movían tangencialmente. Estaba atado a este mundo… y al vacío. Y el vacío era tan terrible como el mundo y yo no tenía márgenes de movimiento. Mi cabaña representaba algo absolutamente esencial para mí, aunque completamente indefinible. Debía quedarme allí, y… Y ella había estado allí. No podía abandonar el lugar donde ella había estado. No podía perturbarlo. El sofá donde ella se había sentado, la cocina donde había cocinado, la cama donde había yacido.
Nada podía ser cambiado. Todo debía quedar como estaba.
Era extraño cuánto había significado para mí, y aún significaba. Tanto, mucho más de lo que Ellen había representado para mí, aunque sólo había conocido a Deborah durante dos días. No quiero decir que no haya amado a Ellen o que no sintiera pena por ella. Pero había amado a Deborah de un modo completamente diferente y también lo sentía por ella de un modo distinto.
Supongo que… Bueno, debe haber sido por la admitida e incuestionable necesidad de mí que Deborah había manifestado. Ella me necesitaba, y nadie más que yo podía satisfacer esa necesidad. Yo no sentía que Ellen me hubiera necesitado. Ella insistía en que sí, infantil y obstinadamente, pero yo estaba seguro de que no era así. Siempre había sentido que me encontraba un poco aburrido, que se sentía agraviada por mis modestos atributos mentales. Estaba seguro de que, si ella lo hubiese querido habría sido mucho más feliz con otro hombre… Deborah…
¿Cómo pude hacerlo, simplemente para… para ganar un juego?
…Me encontré con Tom Judge un par de veces.
La primera vez fue aproximadamente una semana después de que le dejaran en libertad. Me contó que ahora era «jefe de refrito de noticias» del Neighborhood News de Pacific City. Las cosas no le iban mal. Estaba ganando más dinero del que jamás hubiese ganado en ese podrido Courier, y que podía decírselo a Lovelace cuando le viera.
Le felicité y prometí transmitir su mensaje. Continué mi camino, considerablemente deprimido. El Neighborhood News se imprimía en una remendería comercial especializada en invitaciones y circulares. Se repartía gratuitamente una vez por semana, siempre que el editor vendiese la suficiente cantidad de publicidad para que la tirada mereciera la pena.
La segunda vez que le vi fue un par de semanas más tarde, el mismo día que oí hablar de Constance Wakefield (de quien hablaré pronto y mucho más).
El editor del News aparentemente había tratado de pasarse de listo con Tom, y Tom le había dicho que sabía adonde podía irse. Tom no soportaba que nadie se riera de su persona, un hecho que —como él mismo señaló— yo conocía tan bien como él. No tenía por qué soportar que nadie se riera de él. Tal vez algunos tipos lo aceptasen pero él no, de ninguna manera. Ahora estaba trabajando como
EJECUTIVO CONTABLE
(mayúsculas, por favor) en una emisora de radio… ¿y podía dejarle diez pavos? Sólo hasta que comenzaran a llegar las comisiones.
Le di veinte.
Regresé al periódico y comencé a trabajar en la columna
Por la ciudad con Clinton Brown
. Pensando en Tom. Sintiendo que yo debía hacer algo para ayudarle.
No puedo decir honestamente que quisiera ayudarle. Nunca me había caído bien —y seguía sin gustarme nada— y había dejado pasar muy pocas oportunidades sin pincharle con una aguja. Pero Tom y la aguja… ¡estaban hechos el uno para el otro! No podía —al menos yo no podía— ver a Tom, sin imaginar el pinchazo. Además, su situación parecía anormal, y había una irresistible necesidad de corregir las cosas. Eran naturalmente inseparables, como el plomo y el cinc, o como Kay y la mayonesa.
Aun así, a pesar de que no me caía bien, deseaba que hubiese alguna forma de hacerle volver al Courier. Yo era, al menos indirectamente, responsable de su despido, y, aunque parezca extraño, le echaba de menos.
Pero no se me ocurría nada. Y aunque me las ingeniara para que volviesen a admitirle, lo más probable fuese que no durara mucho. Era muy malo, pero era así, y así eran las cosas.
Sonó el teléfono. Una llamada directa del exterior, ya que no se oyó el familiar «Hey, Brownie» de la centralita.
Cogí un lápiz, levanté los auriculares y dije:
—Brown, Courier.
—¿Cómo está usted, señor Brown? —dijo una voz chillona pero resonante—. Soy Constance Wakefield.
—¿Señorita…? Sí, señorita Wakefield.
—Tal vez haya oído hablar de mis… de nuestros libros. Soy la propietaria-editora de Wakefield House, de Los Angeles. Tengo…
—Escuche, señorita Wakefield —dije—. Creo que el señor Brown al que usted se refiere trabaja en nuestro departamento de publicidad. Si aguarda un momento…
—Quiero hablar con el señor Clinton Brown. Es usted ¿verdad?
—Sí, pero me temo que…
—Se trata de un manuscrito suyo, una colección de poemas.
El lápiz se deslizó de mis dedos. Volví a cogerlo, haciéndolo girar lentamente.
—Señorita Wakefield —dije—, ¿ha dicho usted…?
—Su esposa me los dejó, señor Brown. Quiero decir, su difunta esposa.
C
ONSTANCE
W
AKEFIELD
…
Cerca de cuarenta años. Un metro setenta de estatura. Cincuenta y cinco kilos de peso.
Toda ella era unas largas y huesudas piernas, y unas largas, finas y huesudas muñecas y manos, una de esas mujeres erguidas y perpendiculares, que recordaba a un tubo de chimenea en casi todos los detalles, excepto el calor. Erecta. Retraída. Cetrina. Miope y asmática.
Constance Wakefield.
Aún no he logrado catalogarla y dudo que alguna vez lo haga. No puedo decir, realmente, si se trataba simplemente de una mujer ingenua y codiciosa o de una cabal chantajista. Probablemente… pero, no creo que pueda hacer siquiera una afirmación precisa en este punto. Nuestra conversación se vio entorpecida en tantas ocasiones que cualquier conclusión sería una mera conjetura.
Sí puedo decir que cualesquiera que fuesen sus intenciones, suponían un grave riesgo para mí. Y también para el negocio de la edición subvencionada —donde los ilusionados novatos son inducidos a pagar por la publicación de sus obras— está lleno de estafadores.
Esa semana se celebraba una convención en Pacific City —de alguna hermandad, creo— y el vestíbulo del hotel estaba atestado de gente. Me abrí camino a través de la multitud, llegué a la escalera y subí al cuarto piso, donde fui recibido en su habitación.
Creo que no atraje la atención de nadie, pero tampoco hubiese importado demasiado. Yo asistía a todas las convenciones en nombre del Courier. Muy bien podía estar haciendo eso.
De modo que ese riesgo estaba cubierto. En cuanto a la llamada telefónica al Courier, bien, no había sido hecha desde su habitación, un detalle que me hizo muy feliz. Ella había estado tratando de ponerse en contacto conmigo desde hacía bastante tiempo, me dijo. (Y me lo confesó tan pronto como crucé la puerta). Así que me había llamado desde el vestíbulo, desde una cabina, inmediatamente después de registrarse. Simplemente no pudo aguardar hasta llegar a su habitación. Y —una sonrisa afectada— ¿no me parecía terrible lo que había hecho?
Nos sentamos; ella introdujo un cigarrillo en una larga boquilla imitación marfil.
Me incliné hacia adelante con una cerilla encendida y ella retrocedió bruscamente. Luego aceptó el fuego rápidamente y volvió a apartarse de mí.
Llevaba dos pares de gafas, uno sobre el otro. Me atisbaba a través de ellas, y los ojos parecían dos enormes ostras acuosas detrás de los gruesos cristales.
—He… he tenido su manuscrito durante algún tiempo, señor Brown. —Tosió y se secó los labios con un pañuelo amarillento—. No es algo que se pueda publicar sin haberlo meditado largamente.