Asesino Burlón (24 page)

Read Asesino Burlón Online

Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela negra

BOOK: Asesino Burlón
10.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No lo sabía —dije. Y era verdad. Yo sólo sospechaba que había sido Randall quien había llamado a Stukey para pasarle el dato—. Suponía que había sido el taxista quien…

—Huh-uh. No tenían a ningún taxista que pudiera identificarme como ellos hubiesen querido, así que pensé que debía ser otra persona quien había dado el soplo. Y no podía ser otro que Dave Randall. Éramos los únicos que estábamos en el periódico cuando ella llamó, ¿entiendes? Tal vez él no supiera que se tratara de ella, pero sabía aproximadamente a qué hora había llegado a la ciudad y me vio cogiendo una llamada directa a tu teléfono. Y eso fue suficiente para él. Oh, fue él, no hay duda. Pensaba dejarlo correr y olvidarme de todo este asunto, pero cuando me enteré de que había este trabajo en Los Angeles, decidí echárselo en cara antes de largarme. El muy bastardo lo admitió. Me dijo que no había tenido intención de mantenerlo en secreto, sólo que no se había sentido libre de dar su nombre a la policía para no implicar al periódico.

Sacudí la cabeza.

—Estoy seguro de que él no pensaba que tú fueras culpable —dije—. Dave es un tipo excesivamente escrupuloso. Vio que cogías la llamada y…

—¿Y qué? Yo también le vi coger algunas, pero no fui corriendo a contárselo a la policía. Estábamos solos en la oficina. Él pudo haber hablado con ella por el teléfono del escritorio. No estoy diciendo que lo haya hecho, entiéndeme. Sólo que pudo haberlo hecho. Si yo fuese un bastardo, le habría hecho meter en chirona como él hizo conmigo.

—Sí —le respondí—, muy considerado por tu parte… ¿pero qué es esta historia de Los Angeles?

—Me marcho, yo y mi familia. Hemos vendido los muebles y nos vamos a Los Ángeles por la mañana. Yo… Oh, sí. Permíteme que te devuelva esto antes de que me olvide.

Sacó un rollo de billetes del bolsillo y me entregó veinte dólares. Vacilé, deseando que se los quedara, luego asentí con la cabeza y se lo agradecí. Estaba muy nervioso, mucho más resentido y susceptible que de costumbre. Podía llegar a considerar como un insulto que yo le regalase los veinte dólares.

—¿Has dicho que tienes un trabajo en Los Ángeles? ¿En qué periódico?

—Bueno… no es nada definitivo. Quieren un tipo con experiencia, y yo les dije que estaba dispuesto a viajar a Los Ángeles para demostrarles lo que podía hacer, así que… bien, puedo hacerme cargo de ese trabajo. Me han dicho que es muy fácil trabajar para esos periódicos de las grandes ciudades. Cuentan con mucha ayuda, sabes. Ellos no esperan que te mates trabajando como hacen en el Courier.

Sentí deseos de decirle: No durarás un segundo, chico. Habrá un cierre cada hora y te asarán vivo si pierdes uno. No hay tiempo para rehacer el trabajo. Debes acertar a la primera. Y no puedes olvidarte de todo lo demás mientras lo haces. Deberás contestar al teléfono, a dos teléfonos, tomando notas de otras historias. Deberás atender a media docena de historias al mismo tiempo. Seguro, cuentan con un montón de ayuda. La necesitan. Y si te matas trabajando o no, depende exclusivamente de ti. Ese es estrictamente tu problema y a ellos les importa un pimiento. Tú…

¿Pero para qué decirle algo que probablemente ya sabía? ¿La verdad que el miedo y el falso orgullo le impedían admitir?

—Tom —mentí—, eso es magnífico. Sé que lo harás muy bien, amigo.

—Sí —dijo, frunciendo vagamente el ceño y mirando el suelo—. Debo hacerlo, así que supongo que lo haré. Tengo… tengo que salir de esta aldea. No puedo… Aquí no hay nada para mí.

Se sirvió otro generoso trago, lo bebió, se estremeció y se puso de pie.

—Bien, creo que será mejor que me marche. Supongo que debería haberme ido a casa hace mucho tiempo. He estado vagando desde las seis de la tarde, echando un último vistazo a la ciudad, y Midge debe estar preocupada.

Me ofrecí para llevarle a su casa, pero no quiso que lo hiciera. Cogería un taxi, suponía. Acababa de recordar que había un tipo en la ciudad que quería ver y…

Llamé a un taxi. Nos estrechamos las manos y se marchó.

Tenía una ligera idea acerca del tipo a quien quería ver, de ese y de todos los otros barmen de la ciudad. Y podía comprender su ansiedad y su inquietud. Por los muebles no le habrían dado más de doscientos pavos. Con eso y una esposa y un hijo —y casi ninguna capacidad— se estaba metiendo de cabeza en una de las ciudades y uno de los trabajos más duros del mundo.

¿Qué haría cuando ya no le quedara dinero? ¿Qué hace un hombre, cuando solo es capaz de aceptar lo imposible?

Era muy difícil decirlo, pensé. No había forma de saber lo que Tom Judge haría en ese caso. Algo desesperado, naturalmente, algo estúpido. Pero ¿qué exactamente…?

Capítulo 21

Creo que inconscientemente, debo haber estado preparándome para las insólitas derivaciones de la muerte de Constance Wakefield. Debe haber sido así, porque no me sentí particularmente sorprendido cuando las mismas sobrevinieron y me parece absolutamente lógico que yo estuviera preparado de ese modo. Este era mi tercer asesinato, la tercera vez que yo había cumplido con todos los pasos que llevan a un asesinato. No obstante, en cada uno de los dos primeros…

No podía estar seguro de que yo hubiese matado a Ellen. La había golpeado y le había prendido fuego, pero no había muerto a causa del golpe o de las llamas. La causa de su muerte había sido la asfixia, y era verdaderamente extraño que, una vez recuperada la vertical, no hubiese podido escapar de aquella pequeña cabaña.

No podía estar seguro de que yo hubiese matado a Deborah. La había dejado sola en la casa y estaba tan quieta cuando regresé. Y en mi precipitación por acabar con aquel acto horrible… ¿Bien? ¿Cómo podía estar seguro? ¿Cómo podía saber que ella no estaba muerta cuando le rompí el cuello?

Y lo mismo con Constance Wakefield, mi tercer «asesinato». Asesinato entre comillas, sí, porque aquí también había un fuerte elemento de duda. En este caso tampoco podía estar completamente seguro de haberla matado. De hecho, parecía bastante seguro que yo no había sido.

Su cuerpo fue encontrado a la mañana siguiente. Yacía junto a los raíles, aproximadamente a unos cincuenta kilómetros de Pacific City.

En su bolso había unos pocos centavos y, por supuesto, un poema.

Su muerte fue atribuida a un fallo cardíaco, siendo el golpe un factor adicional.

Se creía que la señorita Wakefield se había caído o había sido arrojada del tren, enfatizando la palabra caído.

Después de todo, en el vagón no viajaba ningún otro pasajero, la tripulación del tren podía jurarlo. Y el tren no se había detenido hasta que estuvo a casi cien kilómetros de Pacific City. Sí, estaba el poema, pero era casi indescifrable debido a las múltiples anotaciones a lápiz. No podía afirmarse que fuese otro de los poemas del Asesino Burlón. Existía también la posibilidad de que ella, atraída por los otros poemas, hubiese probado su suerte con uno propio.

Era una editora, ¿verdad? Ese tipo de cosas despertaban su interés, ¿verdad?

Naturalmente, la policía estaba «investigando minuciosamente» y «no estaba dejando ninguna piedra por mover», pero lo que esperaban encontrar debajo de esas piedras era, obviamente, nada.

La mujer era medio ciega. El vagón estaba a oscuras. Ella había salido a la plataforma trasera para tomar el aire —una extravagancia en un tren mixto— y se cayó del tren.

Sí, soy consciente de los agujeros que tiene esta línea de razonamiento. Pero considerando que se trata de un hecho comprobable, y no de una ficción, no hay nada que pueda hacer al respecto. Si estos fallos de razonamiento os irritan demasiado, podéis llevarlos a la policía del otro condado, donde fue descubierto el cuerpo de la señorita Wakefield.

No me atrevería decir que son estúpidos. Estoy razonablemente seguro, por ejemplo, de que serían capaces de seguir el rastro de un elefante a través de una ventisca. Podrían hacerlo, pero no lo harían… a menos que el elefante viajara a más de cincuenta kilómetros por hora o estuviese robando fruta de los huertos de naranjas. Para ellos no tendría ningún sentido. Sería un «gasto innecesario». Y los policías del otro condado, como los policías de tantos otros condados, tienen absolutamente prohibido malgastar el dinero de los contribuyentes.

De modo que así estaban las cosas con Constance Wakefield. Los policías creían que había sido un accidente. Dieron por terminada su escrupulosa investigación, su intrascendente levantamiento de piedras en cuarenta y ocho horas, quedando convencidos de que había sido un accidente.

Los periódicos de Los Angeles trataron de presentar el caso como un asesinato. Cargaron las tintas y mezclaron los datos menos significativos con artículos refundidos de los dos casos anteriores. Incluso enviaron sus propios «investigadores especiales» al condado. Eso duró tres o cuatro días, y luego se produjo un sabroso asesinato en Los Ángeles —una muchacha que servía de atracción en una taberna había sido apuñalada y su cuerpo ocultado en un carrito de helados— y ya podéis imaginar lo que ocurrió con la historia de la Wakefield. Al diablo con ella. Esto otro era algo caliente.

Aunque yo había visto evidencias de gran confusión en Lem Stukey, no dejó de sorprenderme su absoluto convencimiento de que Constance Wakefield había sido asesinada. O, debería decir que me sorprendió el indicio que le llevó a esa convicción.

—Tal vez no pensaría igual si ella hubiera muerto en este condado. —Sonrió irónicamente—. Probablemente lo dejaría correr como han hecho los tipos esos. Pero creo que tendrían que verlo, aun cuando no estén haciendo nada al respecto. Ahora escúchame bien. A la primera le prendió fuego. A la segunda la arrojó a los perros. A la tercera la empujó desde el tren en marcha. El…

—Un momento —dije—. ¿Cómo sabía que ella se mataría cuando la empujó fuera del tren?

—No me estás escuchando, chico. Me estás robando las estrofas. Él no sabía que ella se iba a matar. Eso es lo que estoy diciendo. Él no podía estar seguro, y no podía estar seguro de que lo que le hizo a Ellen acabaría con su vida, y esta señora Chasen… él no podía estar…

—Un momento, otra vez —afirmé—. Él pudo haberla dejado antes de ponerla en…

—Te digo que sigue un modelo —insistió Stukey—. No puedo mostrártelo como si fuese papel pintado, pero tiene que ser el mismo sujeto. Él nunca termina la faena, ¿entiendes? Él deja muchas cosas libradas al azar. Él no… bueno, no parece muy serio.

—¿El asesinato no es serio?

—De modo que tal vez su intención no sea matarlas. Tal vez piensa que lo hace, pero se trata de una especie de broma macabra. Tú has visto cómo lo hacen los jóvenes cuando están en pandilla, chico. Empiezan hablando, se burlan unos de otros, y muy pronto han usado todas las sucias sutilezas que conocen y comienzan a pelearse. Están hartos de hablar, de modo que pasan a los puños. Es razonable, compañero. Si realmente quieres matar a alguien, no te pones a jugar como hace este tipo. Coges un cuchillo o una pistola y haces el trabajo, rápido y permanente.

Me encontré mirándole fijamente. Me preguntaba si…

—… ahora hablemos de las monedas que tenía en el bolso. —Estaba hablando de Constance otra vez—. Había treinta y tres monedas de diez centavos, ¿verdad? ¿Qué podía estar haciendo esa señorita con más de dos o tres monedas en su bolso? Yo diría que era todo el dinero que tenía, Brownie. El tipo que la tiró del tren puso las monedas en el bolso. Se estaba burlando de ella, ¿lo ves? Treinta monedas de plata, como la paga que recibió Judas.

Encendí un cigarrillo. Le dije que me gustaría contarle mi teoría.

—Estoy convencido —dije— de que esa mujer fue asesinada por un mozo de cuerda enfurecido. Enloquecido por una propina miserable, la siguió hasta el interior del vagón y le metió las monedas en la garganta para asfixiarla. Entonces, impulsada por esa fuerza irracional que nace del terror, ella vomitó las monedas, guardándolas frugalmente en su bolso, y…

—¿Sí? —Esperó un momento a que yo continuara y luego se encogió de hombros—. Está bien, tómatelo a broma. Por lo que tú puedes saber, muy bien pudo hacerlo de ese modo. Pero no fue un maldito mozo de cuerda. El tipo que hizo los otros dos trabajos se ajustaba al mismo modelo del tercero.

Le pregunté cómo se ajustaban a ese modelo sus otras teorías, como, por ejemplo, su convicción de que Tom Judge había matado a Ellen.

—Tú dices que el mismo hombre mató a las tres mujeres. Pero él estaba en la cárcel cuando la señora Chasen fue asesinada, y estaba conmigo la noche en que murió la señorita Wakefield.

—Sí, lo sé. —Frunció el ceño obstinadamente—. Así que no puedo demostrártelo. No tengo todas las respuestas. Todo lo que digo es que cada asesinato tiene las mismas características, y no creo que sea una casualidad. El mismo tipo está mezclado en… en…

—¿Sí?

—Nada. ¿Qué diablos importa? Estaba por decir que parece casi como si se tratara de dos tipos. Uno de ellos, el bromista, deja el trabajo incompleto, y el segundo lo termina. Ahora, ¡aguarda un minuto! —Levantó una mano—. Dije que parecía que fuese así. No dije que fuese así.

—¿Sabes que esa es una idea muy interesante, Stukey? —dije—. ¿Por qué no trabajas en ella?

—¿Yo? ¿Ahora que el tipo finalmente ha volado de este condado? —Sacudió la cabeza con determinación—. Yo no, chico. Ahora ya no es asunto mío.

El Courier publicó la noticia de la muerte de Constance Wakefield un día, y le dedicó un suelto en una de las ediciones del día siguiente. Y eso fue lo último que los residentes de Pacific City supieron de ella, a menos que leyeran periódicos de otras ciudades.

El señor Lovelace pensaba que esa historia carecía de interés local. Creía que era «negativa» la clase de noticia que habíamos estado publicando con demasiada frecuencia en los últimos tiempos. Desde ahora tendríamos que olvidarnos de ellas. No era «constructivo». Era «deprimente». Ocupaba espacios que merecían dedicarse a noticias «que valen la pena».

Se mostró muy firme durante nuestra discusión y yo no hice demasiados esfuerzos para que cambiara de idea. La campaña para limpiar la ciudad de personas indeseables se estaba volviendo un poco aburrida. Al menos, yo me estaba aburriendo de escribir sobre ella. Era lo mismo todos los días, seco, repetitivo, sin ninguna posibilidad para el humor.

Y con el asesino supuestamente fuera de Pacific City, había desaparecido la razón para mantener viva la historia.

De modo que no discutí con Lovelace ninguna de sus propuestas. Tal vez «no se puede legislar la moral pública». Tal vez «estas cosas se solucionaban solas si uno les daba tiempo». En el fondo, yo sabía perfectamente bien que no me beneficiaría en absoluto discutir con él.

Other books

Rotten to the Core by Sheila Connolly
Jaguar Pride by Terry Spear
Earthrise by Edgar Mitchell
Outsystem (Aeon 14) by M. D. Cooper
Visitation by Erpenbeck, Jenny
The End of the Story by Clark Ashton Smith
The Tsunami Countdown by Boyd Morrison
Crooked by Brian M. Wiprud