Bueno. Ella jadeó y resopló ante mis noticias. Esto era muy grave, señor Brown. Toda esta incertidumbre y el retraso y… ¡y tener que esperar sentada sufriendo el aire de la noche! A menos que yo estuviera completamente seguro…
Yo estaba seguro.
A las nueve menos dos minutos, cuando ella se dirigía con furiosa determinación para abordar el tren de Los Ángeles, la hice llamar por un mozo de cuerda. Constance dudó un momento (yo la estaba observando desde un bar al otro lado de la calle). Luego siguió al mozo de cuerda hasta la cabina telefónica, y yo regresé a la cabina del bar.
Estaba realmente furiosa y jadeaba como una tetera. La tranquilicé rápidamente.
Le dije que yo también estaba cansado y disgustado. Yo había estado moviéndome por la ciudad todo el día, sin esperar que otro hiciera las cosas. Finalmente había logrado reunir a mis dos amigos y ellos esperaban tener el dinero un par de horas más tarde. Si el plan no le resultaba satisfactorio, no tenía más que decirlo y…
No, yo no pensaba ir hasta allí con parte del dinero. No había ninguna razón para que yo lo hiciera. Se lo llevaría todo cuando lo tuviera —sólo un par de horas— pero si ella no deseaba esperar, por mí no había problema.
Ella decidió esperar.
La llamé a las once y quince.
Simplemente no podía llevarle el dinero esta noche, le dije. No había ninguna duda de que podía conseguir el dinero. No era una cuestión de dinero sino de tiempo. De modo que, considerando que ya se había marchado del hotel y tenía el billete del tren, le sugerí que regresara a Los Angeles. Yo viajaría al otro día por la tarde para llevarle el dinero.
Ella jadeó y suspiró.
—Muy bien, señor Brown. Tengo entendido que éste es un tren absolutamente horrible, y… Pero, muy bien. Mañana a la tarde, entonces, sin falta.
—O antes —dije.
Me marché del bar y corrí hasta la esquina. Crucé la calle y continué mi camino salvando los raíles, deteniéndome en el extremo de una fila de vagones de carga.
El tren mixto —dos vagones de carga y un vagón correo, con un antiguo vagón de pasajeros enganchado en la parte trasera— fue arrastrado hasta la estación. El maquinista y el revisor-guardafrenos estaban apoyados contra un furgón, charlando, mientras esperaban el momento de partir.
La señorita Wakefield salió de la estación. Tambaleándose debido al peso de la maleta, ya había llegado casi hasta el furgón cuando el revisor-guardafrenos la vio. La llamó, «eh, señora» y echó a andar. Ella se dirigió hacia él y él aflojó el paso, dejando que fuese ella quien hiciera la mayor parte del camino. Cogió el billete, se encogió de hombros ante algún comentario o alguna pregunta de ella, y regresó junto al maquinista.
La señorita Wakefield subió dificultosamente los escalones del vagón de pasajeros y desapareció en el interior débilmente iluminado.
Yo esperé, controlando las manecillas de mi reloj. Once y veinticinco, once y veintiséis, once y veintisiete, once… El maquinista subió a la locomotora y ocupó su puesto. El revisor se metió en el vagón correo y comenzó a mover su linterna de señales. Era tal como yo lo había supuesto. Ella era el único pasajero. El ferrocarril perdía dinero —o al menos eso decía— con los pasajeros del tren mixto y hacía todo lo posible para desalentarles.
Se oyó un grito de «Todos a bordo», seguido de un agudo ¡choo-toot! El tren se sacudió bruscamente y comenzó a moverse.
Eché a correr junto a los vagones de carga y salté al muelle de conexión del vagón de pasajeros. Permanecí agazapado allí unos doscientos metros, hasta que el tren hubo dejado atrás los cobertizos y plataformas de la estación. Entonces me incorporé y me dirigí hacia el interior del vagón.
Sólo estaban encendidas las luces de los extremos del vagón. Constance estaba en la mitad del mismo, sentada de espaldas a mí y con las piernas apoyadas encima del asiento que tenía frente a ella. Se había quitado las gafas, dejándolas apoyadas en el angosto alféizar de la ventanilla. Cuando me incliné sobre ella, las dos ostras parpadearon en la oscuridad, mirándome con expresión vacía.
No me reconoció. Dudo que incluso hubiese podido reconocerme como otra persona. Yo era solamente una sombra entre otras sombras… un Algo que, súbitamente, la aplastó contra el asiento y bajó el respaldo sobre ella, dejándola atrapada e indefensa contra la gastada felpa.
Comenzó a toser y a jadear. Su boca se abrió buscando aire.
Dejé caer un puñado de monedas en su interior, y ella comenzó a sofocarse, haciendo resonar las monedas monótonamente.
Ella quería dinero. Ellen había querido que la quemara y Deborah había deseado —había deseado otra cosa— y Constance Wakefield había querido dinero. Así que yo se lo estaba dando, y de tal modo que pudiera extraer de él todo el placer posible.
La mayoría de la gente nunca tiene la posibilidad de disfrutar de su dinero. Luchan por él, lo consiguen, y luego se mueren. Constance, ahora… bueno, Constance obtendría alguna satisfacción del suyo. Probablemente tardaría una hora o más en asfixiarse por completo. Tendría el dinero todo para ella, sin preocuparse por la posibilidad de perderlo o de que alguien se lo robase.
Incluso era posible que pudiera llevárselo con ella cuando muriera. Una parte, al menos. Ningún enterrador se fijaría en ella más de lo estrictamente necesario. El dinero que tuviese en su interior contaba con muchas posibilidades de quedarse donde estaba.
Sí, había cumplido con Constance. Le había entregado el dinero y la oportunidad de que disfrutara de él. Ahora sólo restaba aliviarla del manuscrito.
Estaba en su maleta. Lo saqué, volví a cerrar la maleta, y elegí un poema al azar con los dedos cubiertos con un pañuelo.
Metí el poema en su bolso. Le di un golpecito en la cabeza y volví al fuelle de conexión de ambos vagones.
El tren continuaba su marcha a unos treinta kilómetros por hora. Bajé el último peldaño del vagón y salté a unos cincuenta metros de mi cabaña.
Constance Wakefield… subí a gatas el terraplén que lindaba con la cabaña pensando en ella.
¿Cómo podía haberlo hecho con tanta tranquilidad, como si se hubiese tratado de un acto relativamente poco importante en un día agitado? ¿Había alcanzado realmente un punto en el cual el asesinato no significaba nada para mí?
El problema me perturbaba sólo de una manera muy lejana: bueno-debería-sentirme-avergonzado. En realidad, no sentía ninguna culpa. Con Ellen sí. Lo lamentaba sinceramente en el caso de Ellen. Y, ciertamente, lo sentía mucho más en el caso de Deborah. Pero no me asaltaba ningún remordimiento en el caso de Constance. Ella no hubiese continuado viviendo como ellas lo hubieran hecho, de no mediar mi intervención. En Constance no había vida, sólo flema y avaricia, ¿y cómo se puede quitar la vida cuando no existe?
No, no podía sentir pena por Constance. Había hecho algo decente, había puesto fin a su pobre imitación de la vida del modo más apropiado.
Llegué al final del terraplén. Deposité el manuscrito en el incinerador y me dirigí a la cabaña.
Me sentía muy cansado. Cansado y con el estómago un poco revuelto. Sólo quería meterme en la cabaña, quitarme la ropa y servirme unos tragos.
Había hecho lo único que podía hacer. Tenía que matarla, de modo que, puesto que debía hacerlo, traté de que todo fuese lo mejor posible. Pero aun así…
—¿Adónde has estado? —dijo Kay Randall—. ¡Contéstame, Clinton Brown! ¿Adónde has estado?
Me cogió por sorpresa. No sabía por qué o cómo había llegado Kay a mi casa y, por el momento, estaba demasiado sorprendido para preguntar. Sólo se me ocurría pensar en una cosa: que me encontraba en apuros y que debería matarla para resolver la situación.
—¿Adónde has estado? —repitió—. ¿Adónde está él? ¿Qué estáis tramando?
—Pero… ¡Kay! —exclamé—. ¿De qué estás hablando, dónde está…?
—¡Estás metido en algo! ¡Y lo has mezclado a él en tu juego! Ahí es donde ha estado todas estas noches, cuando se suponía que debía estar…
—Kay —dije—. No tengo la más remota idea de qué estás hablando. He salido un momento al patio trasero para tomar el aire, y…
—¡No es verdad! He estado en el coche casi media hora, esperando y preguntándome qué debía hacer y… y ¡tú no saliste de la casa! ¡Has estado en alguna parte! Tú…
—Eso no tiene sentido —dije—. ¿Adónde podría ir sin el coche? Es una noche muy oscura y no me viste cuando…
—¡Estás mintiendo! —Ahora estaba chillando—. No has estado en el patio trasero. T-tú… no sé qué te traes entre manos, ¡pero lo averiguaré! ¡Ya lo verás! No vas a salirte con la tuya…
Mientras Kay hablaba, yo me había ido acercando. Ella retrocedía; ahora nos encontrábamos en un costado de la casa. Intenté cogerla y ella me golpeó. Violentamente, histéricamente. Volvió a gritar que yo estaba mintiendo y que ella descubriría la razón.
—¡Ya lo verás! No puedes mezclar a Dave en tus sucios…
La puerta de la casa se abrió súbitamente. Era Tom Judge.
—Eh, Brownie —dijo—, ¿no has tomado suficiente aire todavía? Tu bebida se está calentando.
No sabía tampoco qué estaba haciendo Tom aquí, pero, obviamente, no había venido con Kay. Parecía, en cambio, que había oído las acusaciones de ella —como lo hubiera hecho cualquiera que se encontrara a cincuenta metros a la redonda— y me estaba echando un cable.
—Ahora mismo estoy contigo —le contesté, casi automáticamente—. Prepárame otro trago, ¿quieres?
—Seguro —dijo Tom, mirando a Kay con insolencia—. Ten cuidado, no vayas a coger un constipado… o alguna otra cosa.
Cerró la puerta con tanta fuerza que Kay echó la cabeza hacia atrás. Se volvió lentamente hacia mí, alzó las manos y luego las dejó caer con un gesto de impotencia.
—Yo… lo siento —murmuró—. He… he estado tan preocupada, y… asustada. Yo sé que…, que debe existir una buena razón para que él me mintiese, p-pero…
—¿Por qué no se lo preguntaste? —dije—. Has dicho que Dave ha mentido sobre los lugares adonde suele ir por las noches.
—Yo… bueno, yo…
—Eso sería demasiado directo, ¿verdad? ¿Demasiado franco y honesto? Prefieres dedicarte a merodear y montar un espectáculo con…
—¡Muy bien! —Volvió a encolerizarse—. Tú estás tratando de meterle en problemas, ¿verdad? Has estado haciendo todo lo posible para volverle loco, ¿verdad? Eres malvado y ruin y detestable, ¡y estás tratando de que él sea igual que tú!
—Bueno —sonreí—, al menos no he tratado de envenenarle.
Me miró sorprendida, luego se volvió y dio un paso en dirección a la carretera…
—Clint —vaciló un momento—, lo siento. No me hagas caso, ¿eh?
—Cuenta con ello —le aseguré—. Ahora y en todas las otras ocasiones.
—Y… y por favor, no le digas a Dave que he estado aquí.
—¿Por qué no? —pregunté—. La esposa de mi mejor amigo me visita en plena noche. ¿Por qué, como hombre honorable y probo que soy, no habría de informar a Dave de este hecho?
—Por favor, Clint. Yo… tengo miedo. Dave ya no es el mismo… Como esta noche. He llamado a la Liga Cívica y me han dicho que hoy no se celebraba allí ninguna reunión y…
De modo que le dijo que él iba a quedarse en casa toda la noche. Oh, no le llamó embustero ni nada parecido. Se había mostrado muy dulce y considerada. Padre simplemente se había estado matando en el trabajo, y ella iba a poner fin a eso. Hubiese reunión o no, Padre iba a meterse en la cama y descansaría toda la noche. Y luego, de un modo juguetón pero con firmeza, le había quitado las llaves del coche.
—No me dirigió la palabra, Clint. Se quedó sentado mirándome de un modo… de un modo horrible. Fui un momento al dormitorio y, cuando regresé, Dave se había marchado. Supongo que debió coger un taxi.
—Bueno… —dije.
—Por supuesto, no estoy segura de que no tuviese que asistir a alguna otra reunión. Pero si me ha mentido con respecto a esta…
—Entiendo —dije—. Muy interesante.
Podría haber hablado de las dos noches en las que Dave había asistido a reuniones inexistentes, pero no ganaba nada si lo hacía. Tenía el presentimiento de que estaba ante un asunto que exigía proceder con gran cautela.
—Clint ¿Qué supones…?
—No supongo nada —dije—. Probablemente hay una explicación muy sencilla para todo este asunto, Kay. Una explicación que te sorprenderá por su simplicidad cuando todo quede aclarado.
—Bueno —se encogió de hombros con gesto cansado—, espero que sí. Supongo que será mejor que vuelva a casa. Buenas noches, Clint.
—¿Vas a preguntar a Dave dónde ha estado? Cuando aparezca, quiero decir.
—N-No —tartamudeó, y tuve la impresión de que estaba temblando—. Creo… creo que será mejor que no lo haga. Preferiría no saberlo si… si… Buenas noches, Clint.
—Buenas noches —dije.
La acompañé hasta la carretera y la observé cuando subió al coche y se alejó. Luego regresé a la casa.
Tom me había preparado un trago. A juzgar por su aspecto parecía llevar ya varios en su estómago, además del que tenía en la mano.
—Espero que no te moleste que haya irrumpido de este modo —dijo, proyectando la barbilla con una sombra de beligerancia—. Tu coche estaba aquí y pensé que no podías andar muy lejos. Tal vez te habías ido a dar un paseo o algo así.
—Exactamente —dije—. Espero que no hayas tenido que esperar mucho.
—Huh-uh. —Se sirvió un poco más de whisky en su vaso—. No creas que han sido… no más de unos minutos. Creo que llegué justo en el momento en que Miss Zorra Bonita te estaba gritando.
Asentí. El tiempo parece volar cuando uno bebe de gorra.
—Compañero —dijo Tom—, ¡cómo me gustaría darle a esa zorra un buen golpe en la jeta! Ella estuvo en la fiesta de navidad del año pasado, ya sabes, la fiesta a la que asistieron todas las esposas. Adulando a Lovelace y a su vieja dama y pasando olímpicamente de todos los demás. Midge… bueno, Midge llevaba un vestido que ella misma se había hecho y estaba realmente muy bonita, pero Miss Zorra se estuvo burlando de ella toda la noche. Ya sabes, fingiendo que le encantaba el vestido y preguntándole cuánto le había costado y cosas así, y riéndose todo el tiempo. Chico, ¡podía haberla matado!
Le dije que Kay era como el tiempo: todo el mundo hablaba de ella pero nadie hacía nada. Tom frunció el ceño y agitó los hielos dentro del vaso.
—Si se mete conmigo, le ajustaré las clavijas —prometió—. Y eso también va por Dave. Sabes que él siempre me había caído bien, Brownie. Sabes que era así. Y luego va y me echa encima a ese maldito Stukey. Me hace arrestar por asesinato.