Había algo en sus modales que decía mucho acerca de él.
La discusión le resultaba muy incómoda por alguna razón. Parecía dispuesto a enfadarse si se veía obligado a continuar hablando de ello.
Considerándolo bien, no era el mejor momento para poner a prueba mi influencia sobre él.
La historia de la limpieza de la ciudad por parte de la policía para erradicar a los indeseables había recibido su correspondiente espacio en cada una de las ediciones del periódico. La limitamos a una edición por día, luego a una cada dos días, después a una edición cada tres días. Y, muy pronto, abandonamos la historia por completo.
Después de eso, nunca más se volvió a mencionar. Ninguna mención sobre los asesinatos. El periódico reanudó su pueril vacuidad. De periódico sólo tenía el nombre, así como yo era hombre sólo de nombre. No había nada en ninguno de los dos. Ambos estábamos condenados al vacío.
En términos generales, las cosas volvieron a ser como antes de que se produjeran los asesinatos. Sin embargo, los contornos de esas cosas se volvían más opacos para mí. Me resultaba difícil alcanzarlos… propinarles un golpe violento. Me resultaba difícil recordar por qué había deseado hacerlos alguna vez.
Dave Randall seguía siendo lo que siempre había sido. Un poco más nervioso e irritable, tal vez, pero el mismo en general. Y lo mismo sucedía con Lovelace y Stukey y los demás. Todos eran los mismos, como yo seguía siendo el mismo. No obstante, se había producido un cambio.
Ellos se alejaban de mí, y sus contornos se volvían nebulosos y vacilantes. Me resultaba cada vez más difícil volver a enfocarles.
Me preguntaba si era la bebida la responsable de esa situación, y juré dejarla durante las doce horas más largas de mi vida. Por supuesto, no fue suficiente. Se hubieran necesitado meses para desintoxicarme. Pero un período de abstinencia más prolongado era sencillamente impensable. Tal vez no pudiera seguir el mismo ritmo sin arriesgarme a padecer graves consecuencias, pero tampoco podía dejar de beber. Me ponía físicamente enfermo. La claridad que me proporcionaba no era la que yo deseaba.
Sin el whisky, ese círculo que se había formado en mi mente comenzó a desintegrarse. Dejé de moverme interminablemente a su alrededor y mi visión se volvió hacia mi interior. Y aunque alcancé a captar sólo una visión fugaz de lo que había allí, fue tan terrible y demencial —y pavoroso— que no pude seguir mirando.
Intenté dejar el whisky poco a poco y he seguido intentándolo. Pero estos intentos, como los otros, no han tenido éxito. Cuando llego a cierto punto en esa abstinencia gradual, el círculo comienza a desintegrarse y debo invertir rápidamente el proceso. Yo…
Yo no soy así. Eso que alcanzo a vislumbrar fugazmente no soy yo. No lo aceptaré ni volveré a mirarlo.
Pero me estoy adelantando otra vez. Me estoy precipitando hacia el final, y el final llegará muy pronto.
El vacío, el sin sentido continuó, empujando a los demás lejos de mí, empujándoles fuera de mi alcance.
Era insoportable. Yo no podía dejar que se alejaran. Ellos eran la vida que yo no tenía, mi único contacto con la existencia. Tenía que hacer algo. Y lo hice.
En Pacific City teníamos un administrador de correos republicano, y este sujeto tenía una importante deuda política con el Courier. No tuvo ningún problema en permitirme examinar los giros enviados en las últimas semanas. Una hora después encontré lo que estaba buscando.
No tenía ninguna razón para seguir buscando, salvo por el hecho de que tenía bastante tiempo libre. Sin embargo, lo hice, y lo que encontré no era en absoluto lo que esperaba encontrar.
Al principio estaba confundido, asombrado. Luego la confusión dio paso a la excitación y a una curiosa especie de alivio.
De modo que era esto. Ésta era la razón, y posiblemente como…
Bien, este descubrimiento lo hice anteayer y, cuando entraba en mi casa, comenzó a sonar el teléfono. Era Stukey. Se encontraba en la Colina, dijo, en el barrio italiano. Había decidido tomarse las cosas con calma y sólo estaba mirando aquí y allá y perdiendo el tiempo con los muchachos. Si yo no estaba haciendo nada, tal vez se acercaría a la cabaña con un poco de comida.
Le dije que eso estaría muy bien, que había estado esperando que me llamase. Él dijo magnífico, en unos minutos estaré contigo. Estaba a pie, sí; había enviado el coche a la comisaría. Pero era un día estupendo, y tenía ganas de caminar y…
—Muy bien —respondí—. Eso es perfecto, Stukey.
Trajo bistecs y otras cosas y los preparó como la vez anterior.
Comimos como lo habíamos hecho la otra vez, yo en la mesilla baja y él en una bandeja apoyada sobre una silla.
Terminamos de comer y busqué la botella de whisky. El inclinó la silla hacia la pared, bebiendo de la botella de cerveza que había traído.
Dijo que iba a dedicar un tiempo a la cerveza. Le había estado pegando muy fuerte al whisky, y un tipo no podía hacerlo durante mucho tiempo sin que terminara pagando las consecuencias. Tal vez en él no se notara tanto, pero… bueno, ¿qué sentido tenía esperar hasta quedar fuera de combate? ¿No lo crees así, chico?
Sacudí la cabeza. Asentí. Me encogí de hombros. No estaba pensando en lo que él decía. Me preguntaba cómo abordar la cuestión, cuál era la mejor manera de hablarle de mi descubrimiento.
No debía hacerlo oblicuamente, pensé. Debía abordarlo desde cierto ángulo, permitiendo que él viese el planteamiento pero dejando su conclusión en una duda temporal. Primero, una pequeña pista, luego una más sólida… observándole, sonriéndole, aumentando gradualmente la presión y…
Y dejar que sudara.
Stukey divagaba, haciendo una pausa aquí y allá y esperando algún comentario de mi parte. Yo asentía y me encogía de hombros y sacudía la cabeza, y, finalmente, Stukey se quedó en silencio.
Esa situación se prolongó durante varios minutos, o lo que yo pensé que eran varios minutos. Luego apoyó los pies en el suelo y dijo que tal vez fuese mejor que se marchara. Yo parecía muy cansado, como si no me sintiera bien, así que…
Desperté de mi ensueño. Le dije que no tenía intención de dejarle marchar.
—Apenas nos hemos visto —añadí—. Dime, ¿qué grandes obras nos preparan en Pacific City? ¿Cómo marcha la intrépida búsqueda de pordioseros y mercachifles sin licencia?
—Aaaaah. —Se puso de pie y dejó caer los hombros en un gesto de incomodidad—. Mira, chico, estás hablando con la persona no indicada. Si realmente quieres saber algo al respecto, aunque no lo creo, te diré a quién debes ver.
—¿Sí?
—Sí. Habla con la asociación de comerciantes, pregúntales qué piensan de los mercachifles. Averigua lo que piensan de los pordioseros en el departamento de turismo y en la cámara de comercio. Te dirán que no tengo mano dura con ellos, que no les aplico todo el rigor de la ley.
—Pero no puedes dejarte dominar por influencias externas —afirmé—. Estoy seguro de ello. La campaña de erradicación de indeseables es una acción oportuna… ¿Sigues con ella, verdad? ¿No te habrá detenido la ausencia de publicidad?
—No —contestó—, en absoluto.
—Estaba seguro. Sabía que con alguien como tú…
—Escucha, chico. Quiero decirte algo.
Cogí la botella y me serví otro trago. Levanté mi vaso y le hice un ademán.
—Por supuesto —precisé—, tú me dices algo y yo, quizá, te diga algo a ti.
—La limpieza de la ciudad se ha terminado, y no lo lamento. Pero no hay absolutamente nada que yo pudiera hacer si fuese… ¿No lo entiendes, Brownie? No esperaba que el viejo Lovelace lo entendiera, pero nunca imaginé que tuviese que explicártelo a ti. ¿Quién crees que es el dueño de todos esos burdeles y garitos? ¿Quién crees que controla las apuestas de caballos y las peleas de boxeo clandestinas? No son los embaucadores, chico, que sólo trabajan con ellas. Además, pagan una buena tajada por gozar de ese privilegio. Y la gente que les cobra esas tajadas son pesos pesados de esta ciudad. Seguro, yo también recibo sobornos. ¿Por qué no? Si el dinero sucio no es lo bastante sucio para nuestros mejores ciudadanos, como a ellos les gusta que les llamen, para mí es muy limpio. Pero te diré una cosa, compañero. Si la mierda no estuviese ahí, yo no podría cogerla.
Miré el fondo de mi vaso y lentamente añadí un poco más de whisky. Sacudí la cabeza firmemente.
—Esa es una vieja historia, Stukey. Todos los polis borrachos con los que he hablado siempre han tenido la misma coartada. A ellos les hubiese gustado hacer las cosas bien, pero…
—Yo no digo que me gustaría hacerlo. No soy un héroe. Sólo te explico por qué son así las cosas, y por qué continuarán siéndolo. Sí, es una vieja historia, de acuerdo, pero no creo que la conozcas a fondo, de modo que te contaré el resto. Están las multas que les ponemos a esos sitios. Cogemos a todos esos embaucadores y tramposos una vez por semana, pagan sus multas, y luego dejamos que vuelvan a su trabajo. Es como los impuestos, chico, y alcanza para pagar los gastos generales de todo el maldito departamento. Más de cien de los grandes al año que esa gente respetable —los contribuyentes regulares— puede guardarse en los bolsillos. Y eso es…
—Stukey. Por favor —le interrumpí—. No tienes que defenderte ante mí. Sé que tu conciencia está limpia, tu alma es pura como la nieve, y…
—Tú lo quisiste —dijo obstinadamente—. Te diré otra cosa. Tú siempre dices que yo me ensaño con los tipos de color, culpándoles de todo lo que pasa en la ciudad. Bien, tal vez tengas razón, pero tengo un buen motivo para hacerlo. Ni uno de cada cien puede conseguir un trabajo decente, un trabajo donde poder ganar lo mismo que tú, o siquiera la mitad de lo que tú ganas. No ganan un centavo, pero tienen que seguir pagando. Se quedan pringados cada vez que dan una vuelta. Sus alquileres les cuestan mucho dinero, porque sólo pueden vivir en una zona de la ciudad. Si no quieren andar cinco kilómetros hasta una tienda que está en un vecindario blanco —donde probablemente recibirán enormes muestras de desprecio—, tienen que comprar en las fonduchas de su barrio, lugares donde no hay mucha variedad para elegir y donde los precios son muy altos. Necesitan todo el dinero que pueden conseguir para seguir viviendo como un puñado de animales. Siempre están medio descontentos e irritados, y no se necesita mucho para que superen esa mitad. Causan problemas, empiezan a jugar duro. Y todo lo que los muchachos y yo podemos hacer es jugar un poco más duro que ellos. Darles unos palos o hacer que les envíen una temporada a prisión. No podemos llegar al fondo del problema o tratar de solucionarlo para que desaparezca. Todo lo que podemos hacer es… Está bien —Stukey suspiró—, puedes reírte de mí. Pero es lo mismo, te estoy diciendo la verdad.
—No me estaba riendo de los comentarios —dije—, sólo del autor. Me estaba preguntando ¿qué irresistibles fuerzas sociológicas te impulsaron a ofrecerte para echar tierra a un asesinato que pensabas que yo había cometido, siempre que yo colaborara?
Dudó un momento, frunciendo el ceño. Pienso realmente que se había olvidado de este asunto.
—Está bien —contestó—. Yo juego. Tengo mucho trabajo y trato de sacarle el mejor partido posible. ¿Qué me dices de ti?
—¿De mí?
—Seguro. Eres un tipo listo. Tienes una buena educación y un buen trabajo. Si las cosas no te van bien, siempre puedes buscarte otro empleo. No tienes que dar cuentas a nadie.
—No te entiendo —dije.
—¿Por qué no haces tú algo? Tienes influencias sobre Lovelace. Puedes decirle lo que piensas, y si él no está de acuerdo, no habrás perdido nada. Pero yo no significo nada para él. Si se disgusta conmigo, estoy perdido. ¿Qué me dices, chico? Si realmente quieres hacer algo por Pacific City, ¿por qué no pones manos a la obra?
—Me parece —dije—, que ya he…
—Huh-uh. No has hecho absolutamente nada y tampoco piensas hacerlo. Esta limpieza de la ciudad no significó para ti más que una forma de seguir fastidiando. Podías haber hecho que Lovelace se retorciera. Podías haber presionado, hacer que todo saltara por los aires y eso te hubiese hecho feliz. Eso es todo lo que significó para ti. Eso es todo lo que significa para ti. Una oportunidad de hacer sudar a alguien. Por lo que he oído, casi has hecho que ese Randall perdiera la chaveta. Le has hecho sudar sangre, temiendo perder su trabajo. Pero yo podría asegurarle que no va a perder su trabajo. No llevarás las cosas tan lejos, no quieres que él se te escape.
Bebí otro trago y, por alguna razón, mi mano tembló.
—¿Algo más? —pregunté.
—Uh-huh. El tema de ser juez del condado está cerrado. Lo he estado estudiando y veo que no era más que un castillo en el aire. Tal vez pudiera conseguirlo, pero no me duraría más que el tiempo que me lleva abrir la boca. Eso era lo que tú te imaginabas, ¿verdad, chico? ¿Por eso no me ibas a apoyar? Tú sabías que saldría completamente derrotado y no podrías seguir burlándote de mí.
—¿Eso es todo? —dije—. ¿No tienes nada más que decir?
—Creo que es todo, Brownie. —Se encogió de hombros de buen humor—. ¿Sin rencor?
—Me gustaría decir algo sobre Ellen. Creo que las pruebas indican que ella sobrevivió al ataque del asesino. Ella estaba de pie en una cabaña de menos de veinte metros cuadrados y, sin embargo, no pudo llegar a la puerta ni a una de las ventanas. Murió por asfixia.
—Sí —Stukey asintió—. Como te estaba diciendo, chico, el sujeto actuó como…
—Lo sé. Como si no le tomara en serio. Como si hubiese contado con la ayuda de un segundo hombre. Por ejemplo, de alguien a quien ella estaba chantajeando.
Me miró en silencio. En sus pequeños ojos redondos se percibía una peculiar dureza.
—Lo que nos lleva a esta pregunta, Stukey —dije—. ¿Por qué le enviaste a Ellen casi tres mil dólares en poco más de dos años?
Su rostro perdió toda expresión. Luego, lentamente, una mirada extraña asomó a sus ojos, y no de temor, como yo había esperado, sino más bien una mezcla de pesar y fastidio y, quizá, turbación.
Se puso de pie y fue a la cocina. Oí que abría y cerraba la nevera.
Volvió a la sala y se sentó, llevando una botella de cerveza fría en la mano.
—Una chantajista —dijo pensativamente—. No sólo alguien que lo hace una vez, no simplemente una muchacha que exige un poco de pasta cuando está en un apuro, sino una trabajadora regular. ¿Imaginabas esto de tu esposa, Brownie?