—No lo era —dije—. Tonta, tal vez, pero no malvada.
—Bueno, de todos modos, lo siento. Yo… no tendrás que avergonzarte de mí, Brownie. Sólo dime cómo quieres que sea, y cuando yo…
—Deborah —dije—. Escúchame.
—Sí, cariño.
—Yo… hay algo que debo decirte. Debí decírtelo al principio, pero no resulta fácil de explicar y… bueno, no pensé que fuera necesario. Tú te marchabas. No esperaba volver a verte.
—¿Sí? —Encendió un cigarrillo—. ¿De qué se trata, Brownie?
—No puedo casarme contigo. No puedo dormir contigo.
—¿Oh?
—¡No! Ese era el problema entre mi esposa y yo, la razón por la que estábamos separados. No podía ser un esposo para ella.
—Oh… comprendo. Y todo el tiempo pensé que… —Sus ojos verdes parpadearon alegremente y su rostro se iluminó con una sonrisa—. ¡Cariño, eso no significa nada! ¡No tiene ninguna importancia!
—¿Qué… qué no significa nada? —dije.
—¡Por supuesto que no! Era lo mismo que sucedía conmigo y mi esposo. Tú… sencillamente una persona no es la adecuada, y llegas sólo adonde puedes…
—Escucha —dije—. No lo entiendo, Deborah. Lo que yo…
—Lo sé. Sé exactamente lo que quieres decir. Yo… No, déjame decirte una cosa, Brownie. De todos modos, tienes derecho a saberlo. Incluso después de que él murió, no pude hacerlo. Lo intenté… soy humana y yo… bueno, lo intenté; igual que lo hiciste tú, probablemente. Y no pude hacerlo. Era como si eso no existiera, en lo que a mí concernía. Había perdido todo deseo y estaba segura de que había desaparecido para siempre. Estaba segura hasta ese día en Pacific City cuando yo…
—Deborah —dije—. No sabes lo que dices. De lo que yo estoy hablando es…
—Tú piensas que no lo sé. —Se echó a reír—. ¡Tú piensas que no lo sé, Brownie! Por eso me derrumbé al enterarme de que estabas casado. Sabía que tenías que ser tú o nadie más; que si no eras tú, entonces no sería nadie… Ya lo verás, cariño. —Su voz se convirtió en un susurro ronco y suave y sus ojos ardían como hogueras verdes—. Todo irá bien para los dos. Será completamente diferente a lo que fue en el pasado…
¿Lo veis, verdad, veis cuán difícil era? ¿Cómo podía yo, con un resuelto propósito en el corazón y elevadas razones en mi mente, siquiera dudarlo? Ella debía saberlo, sí, y yo traté de decírselo. Pero ella me lo estaba poniendo tan difícil y estaba tan segura de sí misma, tan convencida de que ahora todo estaba bien, tan feliz… Y, en cierto modo, la amaba.
Su pequeña mano se movió por debajo de la mesa y se posó sobre mi muslo. Se deslizó hacia abajo, arriba, abajo, arriba. Permaneció arriba, apretando allí, firme y, sin embargo, temblando. Se estremeció y se reclinó sobre mí.
Y luego, ese ronco susurro otra vez.
—Me has hecho tan feliz, cariño, y yo te haré muy feliz. Ya lo verás, Brownie. Nunca más volverás a sentirte triste.
—¿Triste? —pregunté y apreté el timbre que llamaba al camarero. Necesitaba otro trago. Se lo diría después del segundo trago—. Te mueves con suposiciones, Deborah. Soy un alegre hombre del Courier, un miembro de la familia feliz del Courier. No conocemos la tristeza, sólo la alegría que produce el trabajo bien hecho.
—Estás triste —dijo ella—. Por eso escribes esos poemas terriblemente tristes.
El camarero iba y venía con las bebidas, regresaba y se volvía a marchar. En el intervalo, mientras esperábamos que se quitara de en medio, nuestra charla era intrascendente.
Se marchó por segunda vez. Ella bebió su trago, mientras sus dedos jugaban con la cartulina del menú y en sus labios se dibujaba una sonrisa provocativa.
—Te he sorprendido, ¿verdad? Tú creías que era un secreto.
—Un secreto muy extraño —dije—. Un secreto que se refiere a algo que no existe. Los periodistas no escriben poesía, Deborah, jamás. Es una tradición.
—Oh, ¿s-sí? —dijo lentamente sin dejar de sonreír—. Conozco a uno que lo hace. Estaba escribiendo un poema la primera vez que le vi. En la oficina. Se deshizo de él rápidamente, aunque no tan rápidamente… No para alguien que puede leer el menú invertido y desde el otro lado de la mesa.
Levanté mi copa. Bebí largamente y volví a depositarla en la mesa.
—Poesía —dije—. Me coloca en muy mala situación, ¿verdad? Quiero decir, ese poema que ella tenía consigo. Ellos piensan que existe una posibilidad de que el asesino lo haya escrito.
—¿Lo creen? —Se encogió de hombros—. Oh, bueno…
Sólo oh, bueno. Y eso no significaba nada; y significa muchas cosas.
—Sí —dije—. Eso es lo que piensan, y tengo el presentimiento de que pueden tener razón. Pienso que incluso pueden llegar a tener más razón en un futuro no muy lejano.
Aquí estaba mi respuesta. Apenas unos minutos antes —en mi habitación— me había estado preguntando cómo podía hacer para desviar la atención de Stukey de Tom Judge, cómo podía probar definitivamente que el asesino y el poeta eran la misma persona.
Ahora sabía cómo podía demostrarlo.
A través de Deborah.
Si, digamos, había otro asesinato, y si un poema similar al primero era encontrado en poder de la víctima…
—No hablemos de… eso. —Frunció el ceño—. Pero ya no escribirás más poemas como esos, ¿verdad? Creo que no te hacen ningún bien.
—Yo también lo creo —dije—. Sinceramente no me importaría que todo el mundo los conociera, Deborah.
—No te preocupes, cariño. —Me palmeó el muslo—. Nunca se lo diré a nadie. Ahora deja de estar triste, ¿quieres? Porque no hay nada por lo que debas estarlo.
—Tal vez no —dije—. ¿Cómo alguien puede estar triste cuando tiene el cielo y las estrellas y la alfombra verde del Señor para reposar sus cansados pies? Las mañanas a las siete, Deborah. Las mañanas a las siete, las colinas bañadas por el rocío, Dios en su paraíso, todo está bien en el mundo.
—Eso es maravilloso, Brownie. ¿Lo has escrito tú?
—Sí —dije—. Lo escribí con mi seudónimo, Elizabeth Khayyam. Lo escribí un atardecer, en la ladera de una colina, mientras observaba a un pájaro que volaba hacia su nido para encontrarse con sus chiquitines. Llevaba una oruga en el pico y la apoyaba sobre sus hombros, a modo de bufanda, como si sostuviera un escudo contra el frío helado. Yo… Escúchame, ¡Deborah! ¡Por el amor de Dios, escúchame!
Ella se había estado riendo, mirándome con ternura. Ahora se puso seria y me dijo:
—No, Brownie. Sea lo que sea, no quiero oírlo. En cualquier caso, esta noche no.
—Pero tú…
—Tú tampoco lo sabes todo de mí. ¿Cuál es la diferencia? ¡No me importa, Brownie! Estamos juntos y vamos a seguir juntos, y eso es lo único que cuenta. Oh, cariño, es tan maravilloso. Piensa en ello. Yo, encontrándote, recuperándote después de pensar que te había perdido para siempre. El único hombre en el mundo que yo podría…
—Por favor —dije—. Yo… El mundo es un lugar inmensamente grande, y… por favor, por favor…
—No. No —dijo—. No pienso seguir escuchándote. Sólo sé que me moriría sin ti. No quiero oír nada que pudiera… no quiero oír nada. No necesito hacerlo. No tendría ninguna importancia. Nada de ti o tú y ella o… No tendría ninguna importancia, Brownie. No… no… ¡No me importaría que la hubieras matado!
Asintió con firmeza, y sus ojos eran fríos aunque seguían ardiendo.
Junto a la barra, el tocadiscos automático comenzó a sonar estrepitosamente, haciendo temblar las paredes con su estruendo antes de que alguien bajara el volumen.
Saqué un cigarrillo del paquete. Lo encendí y aspiré lentamente el humo.
¿Acaso la poesía había significado algo para ella? ¿Había estado insinuando alguna cosa, advirtiéndome de algo cuando dijo que era malo para mí? ¿Sabía que yo había matado a Ellen, y…?
Probablemente ahora no le importara, es decir, si efectivamente lo sabía. Ella podía buscar una explicación racional para eso. Ellen no era buena. Ellen no era nada para ella y yo lo era todo. Pero…
¿Pero qué pasaría después, cuando descubriera que yo no era nada? ¿Que era apenas otra página en blanco en su libro de la vida? ¿Cómo reaccionaría entonces la contundente y directa Deborah Chasen? Ya no podría soportarme… ¿ver dad? Y yo sabía perfectamente cuál era su actitud hacia la gente que ya no le servía. «Ella estaba muerta, y yo me sentí tan feliz…» ¿Acaso no había dicho eso?
Tal vez podía decirle la verdad y todo saldría bien. Pero si no salía bien —si ella se volvía resentida y vengativa— yo estaría perdido. Sería demasiado tarde para volverse atrás, demasiado tarde para intentar silenciarla. Yo habría perdido el juego, y ya no habría otro.
¿Entonces…?
Apagué el cigarrillo y bebí el resto de la copa.
—Tu maravilloso trasero —dije—. ¿Es muy cómodo, Deborah? Entonces mantenlo donde está mientras busco mi coche y mi maleta, y luego nos dirigiremos hacia el sur en busca del amanecer.
Dejó escapar un chillido de placer.
—¡Brownie! Tú, dulce y divertido… ¿Pero no sería mejor que yo…?
—Enviaremos a buscarlo —dije—. Enviaremos a buscar todo lo que necesites, Deborah. Entretanto, mientras yo tenga mi cepillo de dientes y tú te tengas a ti misma, no necesitaremos nada más. Tendremos un paraíso.
Ella sonrió, un tanto desconcertada a través de la ternura, pero no discutió. Se encontraba sentada justo encima de la carga después de un duro ascenso y no iba a hacer nada para molestar al que llevaba la carretilla.
—¿Crees en un paraíso personal? —dije—. ¿En un infierno personal? ¿Tienes alma, Deborah?
—Date prisa —dijo ella—. Hazlo tan rápidamente como puedas. Iremos en tu coche, y yo me quitaré esta faja…
Me di prisa, pero me tomé mi tiempo. Porque tenía otra cosa que hacer además de buscar mi coche y pagar la cuenta en el club.
Un poco más arriba de la calle había un hotel en la acera de enfrente. Recordaba su disposición de la época en que trabajaba en Los Ángeles y cubría las convenciones que allí se celebraban.
Una vez dentro del vestíbulo de entrada, una escalera conducía al entresuelo. Un poco más allá del extremo de la escalera estaba el escritorio de la dactilógrafa. Ella no estaba a esa hora, naturalmente, pero sí su máquina de escribir, una máquina silenciosa, y su papelera aún no había sido vaciada.
Me senté, busqué dentro de la papelera y escogí una hoja descartada con sólo unas pocas líneas de encabezamiento. La doblé y corté el trozo que no me interesaba.
Coloqué la hoja en la máquina.
El poema fue tan rápido; sospecho que lo estaba tomando, al menos en parte, de mi manuscrito original. Cuando hube terminado, lo dejé sobre el escritorio y froté ambos lados de la página con mi pañuelo. La doblé, usando siempre el pañuelo, la cogí con él y la deposité dentro del bolsillo…
Tengo recuerdos borrosos con respecto al viaje a Pacific City, pero mi impresión general es que lo disfrutó inmensamente. No es que yo no lo hiciera —si bien mi mente no estaba muy propensa al placer, digamos—, pero no tenía importancia. Yo quería que fuese su fiesta y salió perfecta.
La autopista estaba prácticamente desierta. Había tenido la precaución de llevar una buena cantidad de bebidas y me encargué de que ella las probara todas generosamente. Viajamos hacia el sur en medio de la neblina, y su risa se hacía cada vez más estridente. Se abrazaba los pies apoyándose contra el salpicadero y levantaba las caderas del asiento, tratando de quitarse la faja. Lo intentó media docena de veces y, en todas, la risa impidió que continuara la maniobra. Se dejó caer hacia atrás en el asiento, riendo y farfullando y lanzando carcajadas. Se abrazó a mis caderas, riendo tontamente y sofocándome, estremeciéndose contra mi cuerpo.
—B-Brownie, tú… tú… Ja, ja, ja, ja… para el coche ahora, ¡B-Brownie…!
—Rebuznas como un maldito asno, Deborah —dije—. Como una zorra rebuznando a la luna.
—¡B-Brownie! Eso no… ja, ja, ja, ja…
—¿Debo educarte, Deborah? ¿Sientes comezón en el culo, mi querida perra?
—Ja, ja… N-no hables de perros, Brownie, yo… yo… Oh, cariño… ja, ja, ja, ja…
Era tan maravillosamente vulgar y humana. Eva delante de la manzana, Circe con su risa, Pompadour en una noche de juerga.
A unos cincuenta kilómetros de Los Ángeles, desvié el coche en dirección a la playa y me bajé. Abrí la puerta de su lado, y ella se acostó sobre el asiento con las piernas extendidas hacia afuera y la falda levantada y yo cogí la faja con ambas manos.
Di un tirón de los mil demonios.
Bien, logré quitarle la faja y descubrí algo: su tamaño. Aunque parecía grande en ciertos lugares, en realidad no lo era; era simplemente la forma en que estaba hecha. No tenía lo suficiente para ser grande. Como hombre con experiencia en esas cosas, diría que no pesaba mucho más de cincuenta y cinco kilos.
De modo que tiré de la faja, pensando que había más lastre del que en realidad había, y la faja se deslizó por sus piernas. Mis manos se dirigieron hacia arriba y hacia atrás, lanzando la faja al océano. Trastabillé y quedé tendido sobre mi espalda. Entonces ella bajó del coche y se acercó a mí.
Se sentó a mi lado mirándome seriamente. Y la arena era suave y cálida y tranquila, y ella también.
—Eres muy suave —dije—. Muy suave y cálida, Deborah.
—No llevo bragas —dijo—. Supongo que es por eso.
—Te diré una cosa —dije—. Nunca morirás, Deborah. No hay muerte en ti, sólo vida. Siempre que haya risas, siempre que haya luz y calor, siempre que haya carne suave, fresca y fragante, siempre que haya un seno y un muslo que acariciar… tú vivirás, Deborah. Nunca morirás.
—Eso es maravilloso —dijo ella—. ¿Quieres que yo te diga una cosa?
—Sí, por favor.
—No me importa si muero. Ahora no, Brownie. No después de esta noche.
Continuamos viaje hacia Pacific City.
Llegamos a mi cabaña justo antes del amanecer.
Y la maté.
No la maté inmediatamente. En realidad fue esa misma noche, pero más de dieciséis horas después. Justo cuando estaba a punto de decidir que no lo haría.
Ocurre que el impulso de doble sentido no estaba funcionando correctamente. Estaba tirando de mí para llevarme hacia ese otro mundo, y, ella también estaba tirando, pero en la dirección opuesta.
Era extraño, muy extraño, lo fuerte que era Deborah, cómo alguien tan pequeño podía ser tan fuerte. Yo no creía que pudiera matarla. Tenía miedo de hacerlo. No tenía miedo de que me cogieran. Estaba seguro de que no me cogerían y, puesto que estoy escribiendo estas líneas algunas semanas después, es obvio que no lo han hecho. Era un temor que estaba más allá de lo puramente personal. Era como si ella fuese la vida misma, la raíz de toda la vida, y que cuando la matara, toda la vida se desvanecería.