Read Cachondeos, escarceos y otros meneos Online
Authors: Camilo José Cela
—Pues, sí; la verdad que sí.
—Entonces la Pepa empezó a pedir socorro y acudió su padre, el Perico, un honesto caballero labriego que no estaba por vicios ni modernismos.
—¡Al rey, la hacienda y la vida se ha de dar, mas el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios! ¡A mí, los hombres honrados!
El caballero Perico fue por una lezna de zapatero para vengar la perdida honra de su hija, cortándole el carajo al perro mancillador, cuando, por fortuna para todos, fue reducido por la Guardia Civil.
—¡Envuelvan a la pareja en una manta y llévenla al médico! —rugió un vecino con dotes organizadoras.
—¿No sería mejor al veterinario? —sugirió un tímido que presumía de tener mucho sentido común.
—¡Llévenlos a donde sea, aunque no sea el lugar más adecuado e idóneo!
—Anda, ¡pues también es cierto!
A la postre, Pepa la del Perico y "Sultán", unidos en indisoluble lazo —¡y después hablan del matrimonio!—, terminaron en el ambulatorio de la Seguridad Social.
Pepa la del Perico, que hacía las sopas de ajo como nadie, se fue a un convento de clausura a hacer sopas de ajo para la comunidad, y "Sultán", el
Canis futuens
de Catulo, —vate puto al alhelí— en versión contemporánea, se tuvo que marchar del pueblo perseguido por la maledicencia y la envidia.
—¿Os dais cuenta, mis jóvenes lectoras, de a los extremos a que puede conducir la lujuria cuando no se le aplica el oportuno y santificado remedio? Decid para vuestros adentros ¡sí, me doy cuenta!, ¡que sí, me doy cuenta!, ¡que sí, que me doy cuenta!, ¡que sí, que me doy cuenta, leche!, y obrad en consecuencia. Guardad vuestros encantos para vuestro futuro marido y agradeced a la Providencia la circunstancia de que la pija humana no gaste trabones, como otras. ¿Habéis oído hablar de la polla lisa? ¿Sí? Pues eso es lo que os deseo de todo corazón.
Catulo, desde el Parnaso, tañe la lira mientras en este bajo mundo las mujeres, que no escarmientan, se tiran perros y todo lo que les echen. ¡Después pasa lo que pasa y la noticia hasta sale en los periódicos, para mayor escarnio de ambas especies: la humana y la canina! El
Homo sapiens
y el
canis canis
son especies diferentes y no susceptibles de coyunda. A veces, la intentan y dejan a un pueblo entero sin sopas de ajo. Tenía razón el alcalde y jefe local de Zarzalejo de la Cuesta, en la diócesis de Burgo de Osma, al decir lo que decía.
De lo bueno y lo malo que pasa en España, —y aquí ahora están pasando bastantes cosas, casi todas buenas y alguna todavía por diagnosticar—, no tienen la culpa ni los chinos ni nadie de puertas afuera, sino que la tenemos única y exclusivamente los españoles, queramos o no queramos. El echar la culpa al prójimo fue siempre muy socorrido arbitrio; lo que acontece es que cada día que cae del calendario es más difícil que se lo crean a uno.
—Dígame una cosa, padre cura: y si es chino, ¿se le puede poner Feto a un niño en el acto del bautismo, de San Feto, mártir bajo Diocleciano?
—No, señora: Feto no se le puede poner a ningún niño, aunque sea chino. Y además y para que se entere, Diocleciano, pese a ser más cruel que un sátrapa, no martirizó a ningún San Feto, que yo recuerde.
—Como guste. Una servidora es muy disciplinada, usted manda.
La China y los chinos siempre estuvieron muy presentes en el ánimo de los españoles y locuciones como sombras chinescas, o biombo chino, o naranjas de la China, o hablar en chino, o engañarle a uno como a un chino, o tener más paciencia que un chino, etc., son usuales entre nosotros y no sólo en el castellano coloquial. Esta evidencia, sin embargo, no debe llevarnos a suponer que la influencia de los chinos en el país sea rebosante y excesiva, ya que lo cierto es que, —por el contrario, según dicta el sentido común y como ya me permití apuntar—, es más bien escasa y un sí es no es difusa, literaria y de segunda mano.
Favila, el del oso, vamos, el hijo de Don Pelayo, tuvo una novia china.
—¿Una que era algo bisoja y pitarrosa?
—No, ¿por qué?
—Por nada; usted siga, como si tal cosa.
—Gracias.
—Doroteíta, la novia china de Favila, el del oso, o séase el niño de Don Pelayo, padecía estreñimiento pertinaz, que es característica muy peculiar de las féminas del Celeste Imperio.
—¿Usted llama féminas del Celeste Imperio a las chinas?
—Sí, ¿por qué?
—No, por nada. ¡A mí me parece que usted es un machista!
—¡Y a mucha honra!
—Dispense.
Volviendo a lo de antes. Aunque resultaría cómodo y justificador el supuesto contrario, de los acaeceres españoles, fastos o nefastos, debemos responsabilizarnos los españoles y no cargarles el mochuelo ni a los chinos ni a nadie. No, no; que cada palo aguante su cirio y que en cada entierro se repartan las velas que hubiere menester, que no es cosa de colgar a nadie los sambenitos que no son suyos. Y menos a los chinos que, sin comerlo ni beberlo, bastante tienen ya con ser chinos.
—¡Y usted que lo diga, furcia Lucipicinia
virgo potens
!
—Lo de furcia, pase, porque salta a la vista, pero ¿por qué me llama usted
virgo potens
?
—¿Sabe usted latín?
—No, padre.
—¡Pues entonces, cállese y repórtese! Eso de
virgo potens
quiere decir que tiene usted el virgo en el cogote y, además, de badana.
—¡Ah, ya caigo!
La furcia Lucipicinia cultivaba tulipanes en el sobaco.
—¿A guisa de termómetros clínicos?
El culto presbítero don Oniséforo se cabreó cual gato a medio capar.
—¡A guisa de pollas en vinagre! ¡Tía cursi! ¡Le estaría a usted bien empleado que la dejase sin los auxilios espirituales llegado el tránsito, para mayor escarmiento! ¡Cinco rosarios de penitencia! ¡Largo de aquí!
—¡Cálmate, cálmate, que ya me voy! ¡Hay que joderse con los chinos!
—¡Yo no soy chino!
—¡Menos mal!
La furcia Lucipicinia entró en meditación trascendente.
—¿Como un gurú?
—Exacto.
Se le notaba en las orejas, no había más que fijarse un poco, pero no llegó a conclusión útil alguna. Esto de ser chino o español o maorí o húngaro o portugués, incluso portugués, es algo muy misterioso y casual, ya que cada uno es de donde puede y le dejen y además hasta lo encuentra lógico.
—No, yo no. ¡Dios me libre!
Al padre cura don Oniséforo Gómez, alias Padre Gómez, se le daba muy bien la dialéctica.
—Diurético, para que usted se entere, significa orinativo y alude al líquido excrementicio que se expele por la uretra.
—¡Ah, ya! ¿Y se utiliza en tintorería?
—No, señora, ni tan siquiera para teñir chinos; los chinos ya vienen teñidos de natural.
—Ya entiendo.
El padre Gómez, o sea don Oniséforo, se sujetó la sotana con los dientes, se desabrochó la bragueta y, mientras miccionaba los tulipanes que asomaban por el sobaco de la furcia Lucipinicia, exclamó.
—Los pecados escriben la historia, psss, psss, psss, mead, mead, malandrines, ya lo pensó Goethe, y el bien es silencioso. Y lo que yo le digo a usted es que sólo con hambre se hacen motines y se curan las úlceras de estómago, pero no se pueden hacer cilindros truncados ni barómetros de Torricelli.
—Reconozco que es verdad, mal que me pese. Reconozco que todos somos producto de una serie de factores sobre los que la voluntad incide de modo muy señalado, la voluntad, recuérdese, la razón de peso de Juvenal, y no es admisible el apuntar al vecino como fuente de las abdicaciones de la voluntad propia.
—¿Por qué?
—Salta a la vista: porque el hacerlo es una falacia harto ingenua e ineficaz que, para colmo, no suele ser creída por nadie.
—¿Ni siquiera por Mary Cholmondeley, la dama que descubría mundos nuevos por equivocación?
—Por esa menos que por nadie. ¡No me hable de la señora Cholmondeley, que me escuezo!
—Dispense, de nuevo.
La lluvia caía sin mansedumbre alguna sobre los corazones de las doncellas a las que la galerna zurraba de través.
—¿En las cachas?
—Sí. Y también en el cogote.
—¡Qué horror!
En una revuelta del camino, el grupo se detuvo.
—Dejemos a los chinos en paz, —exclamó don Oniséforo, aludimos al Padre Gómez, guardándose la minga (revulga) cabe los pliegues del calzón—, y hagamos examen de conciencia sobre los orígenes de nuestras lacras históricas y su posible arreglo.
—¡Muy bien!
—Gracias. Los españoles sólo podremos poner coto al hirsuto mesianismo al que somos tan aficionados, cuando todos y cada uno de nosotros dejemos de hacer oposiciones a mesías capaces de arreglar el mundo y sus alrededores con artes mágicas.
—¡Muy bien!
—Gracias. Todo lo demás son naranjas de la China y ganas de dar gato por liebre al sufrido paisanaje.
—¡Pero que muy requetebién!
—Gracias, gracias…
La lluvia empezó a caer casi con dulzura, como en los primeros compases del fin del mundo.
—Veamos: decidme tres nociones esdrújulas, —drújula, drújula, drújula—, que denoten pudor, en el sentido de honestidad, modestia, recato, del latín pudor, y no mal olor, hedor, del latín putor, que no es lo mismo. Veamos, ¿quién de ustedes lo sabe?
—Servidora.
—Decidlo.
—Sí, padre: púdica, célibe, vírgula.
—Muy bien: diez puntos. ¡Viva la Virgen de Covadonga, Patrona de las Españas!
—¡Viva!
Don Nepomuceno Cebollada, judío de sangre, —según su apellido proclama—, católico de profesión y especial devoción y capellán del Real Colegio de Doncellas Nobles de la Ciudad de Pastrana, hacía versos irreverentes los domingos a eso de las doce y media, a la vuelta de Misa.
!Oh María, Madre mía
de virtudes a porfía
y muy noble corazón!
Si te rascas las pelotas,
que tersas son cual bellotas,
ráscatelas con diapasón.
—Oiga, don Nepo, —le argüía su coadjutor don Deogracias, que como es natural también era judío—, a ese último verso, sobre ser una necedad, le sobra una sílaba.
—Bueno, pues se la quito: ráscalas con diapasón. ¿Ahora le parece bien?
—Sí; ahora sí. En la literatura, don Nepo, sobra ingenio y falta talento. En literatura no se puede pescar desde la orilla y en poesía menos aún: hay que mojarse el culo.
Don Nepomuceno y don Deogracias eran muy aficionados a la práctica de las relaciones sexuales normales, actividad para la que no solía faltarles nunca una feligresa que llevarse a la boca o a la que perseguir con el haba en ristre por las distintas llanuras de la patria.
—Esto de la normalidad es una frágil fronterita dúctil y maleable, permeable, elástica y, —como casi todo—, pactable y perfectible. También es un poco frivolona y convencionalmente administrativa.
—Ya se hace uno cargo, no se vaya usted a creer que uno no se hace cargo. Pero a uno lo que le pasa es que, si no jode, no se divierte. En esto, uno es muy chapado a la antigua.
Tatiana Federovna Totana, de profesión puta retirada y holgazana y de vocación pensionista de clases pasivas con tendencia al puteo holgazán, tenía un hermano en el Tercio, otro estaba en Regulares y el más pequeño de todos, preso en Alcalá de Henares.
—Así, cualquiera, ¿verdad, usted? ¡Así ya se lo dan todo hecho!
—Eso es lo que uno dice, digo.
—¿U opina?
—No: u opina, no, uno dice, digo, las cosas sin opinar.
Sobre la ciudad de San Petersburgo se amontonaban los negros nubarrones presagiadores de la gran nevada. En su palco situado a las orillas del Neva, Tatiana Federovna Totana tañía el clavicordio mientras cantaba con su más melodiosa voz los versos de Lolita Alexandrona Puschkin, la sobrina del poeta:
Un pijo helicoidal y vertiginoso
parecía un molinillo
de papel enloquecido y mareado
por el furioso viento del Nordeste
Los remeros del Volga, que quedan bastante más abajo, entonaban barcarolas en lengua rusa, que es lo propio por aquella latitud:
El puente tiene tres ojos
Yo tengo dos solamente,
pero si cuento el del culo
tengo los mismos que el puente.
El príncipe Yusupov toca al piano
Ma petite tonquinoise
para hacer dedos y estar en buena forma con ocasión del ya próximo asesinato de Rasputín. ¡Oh, el insondable misterio del alma eslava!
Cuando el director de la orquesta consiguió que los músicos se callasen, el vate Leoncio se acercó a las candilejas, se puso una mano en el corazón y rompió a declamar:
Si quieres aborrecer a la mujer amada
imagínatela recién levantada,
despeinada,
despintada,
meando,
cagando,
menstruando
y con el moco colgando.
—¡Jo, qué numen, vate Leoncio! ¡Qué inspiración! ¿Y esos versos los hizo usted solo, de verdad de la buena?
—¡Así me caiga muerto, hendido por el rayo alevoso! Solo y bien solo, mi buen amigo, aunque receloso y desconfiado, si bien debo reconocer que con la ayuda de mi esposa, que me sirvió de musa inspiradora. ¡Tenía que haberla visto usted lo repugnante que estaba!
El vate Leoncio, cuando terminó su recitado, se tomó un yogur con bicarbonato y dio dos volantines para que todo se le mezclase en el bandujo. Después regüeldó, se fue de copas y se quedó dormidito.
Los efebos delicuescentes saltaban a pídola y hacían volar el diábolo con las monjas del orfelinato y el carabinero tuerto; el juego era divertido, aunque en él menudeaban las trampas.
—Faltan siete diábolos, ¿do están?
—En las vaginas monjiles o en los rectos huérfanos, ¡vaya usted a saber! Aquí, el que no corre, vuela.
—¡Hay que joderse, qué fauna!
Al carabinero tuerto le brotaba de la cacha de estribor un olivo milenario que a veces le producía molestias.
—¿Y por qué no se lo extirpa?
—Por conciencia, porque en él anida el estornino. Todo es un problema de conciencia, de mera conciencia. Ya sabe usted que los carabineros tuertos son muy mirados con las avecicas del Señor.