Cachondeos, escarceos y otros meneos (5 page)

BOOK: Cachondeos, escarceos y otros meneos
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—¡Por el Duque de Ahumada que no había caído!

—Pues caiga, usted, y percátese, que no todos los días se va a topar con un testibizco en buen estado.

—¡Anda! ¡Pues también es verdad, no crea!

Don Socorro de Palomín Mínguez, el suegro por antonomasia, era ciclán, característica que ignoraba casi todo el mundo ya que su monogüevo, arropado en el enmarañado bosque peluquero y ventral, no dejaba perspectiva suficiente.

—¿Y se las arregla?

—¡Huy, ya lo creo! Se las arregla como nadie porque, como toma hipofosfito es muy prepotente y fecundo.

—¡Qué bendición de Dios! ¡Ave María Purísima! ¡Virgo potens! ¡Barbarus hic ego sum, quia non intelligor ulli! ¡Olegario Mascareñas! ¡Viva la Cultural Leonesa!

—¿Pero qué dices? —exclamó la rústica fámula Conchita desabrochándose el sostén.

—¡Lo que me sale del huevo y a ti no te importa, irrespetuosa doméstica! ¡Ponte en facha, que voy!

La rústica fámula se tendió sobre una gavilla de mies mientras, con un hilo de voz, exclamaba:

—¡Traspáseme, don Socorro de Palomín, no se prive! ¡Traspáseme, don Socorro de Palomín, no se prive! ¡Traspáseme, don Socorro de Palomín, no se prive!

—Y así hasta cien veces.

—¿Cómo lo sabe?

—Ya lo ve, ¡lista que es una!

Don Socorro de Palomín Mínguez, el coleccionista de polvos casuales, murió con las botas puestas (y los dientes, las uñas y el cipote limpios) el día de San Romualdo del año pasado y mientras se follaba a Chus, la tiple ligera, en el tejado de las Adoratrices.

Descanse en paz.

TEORÍA GENERAL

Mi querido director:

Con el plausible propósito de encelarme y para inspirar mi numen por el didáctico sendero rijosillo, me envía usted más de doscientas fotografías de señoritas en porreta; su contemplación es deleitosa y aleccionadora, —sin duda alguna—, pero, a nuestros fines concretos, me sirven más bien de poco porque a mí no me gusta tomar a cachondeo lo cachondo y a estas mozas les resta cachondería lo convencional del gesto y la actitud. No; las señoras deben plantearse en serio, cuando se despelotan delante del fotógrafo o de quien fuere, el efecto que pueden causar sobre el cipote, —y aun sobre el corazón—, del prójimo, ese ente colaborador que afronta el instante de la verdad más serio que un ajo en Cuaresma. A las señoritas en pelota picada las sobra la frivolidad y, si usted me apura, hasta la coquetería, buenas ambas como complemento del vestido y la vida en sociedad, pero confundidoras para la mejor evidencia de los cueros vivos y la venusíaca pelea en el próbido y mágico catre de las bienaventuranzas.

Las señoritas cuyos retratos usted me manda están como trenes, eso salta a la vista y no se le escaparía al más lerdo ni al más capón, pero yo las encuentro poco serias para trance tan serio como es el de escribir o el de fornicar, aunque se escribieren poesías románticas y a base de morcillona o se fornicare tan sólo in mente y con ayuda de la útil mano pajera; en el “Cantar de Mío Cid”, a la mano del socorro se le llama mano de lanza y, a la contraria, que también puede ser socorredora, mano de rienda, y las dos son aptas para este menester y universal.

No; a sus señoritas les sobran dos cosas: salud y alegría. Sé que es difícil, pero yo hubiera preferido solazarme en la visión de sus abuelas, de jóvenes, claro, retratadas en un decorado italianizante, con muebles de época, un florero, un perrito cómplice, en camisón y con el tetamen o el culo expuestos a la curiosidad malsana. Quienes procedemos de colegios de frailes, —y yo procedo de tres y nunca peor—, tenemos nuestros tics eróticos de los que no puede abdicarse a voluntad (y bien mirado, es más que probable que tampoco quisiéramos hacerlo).

A mí me parece que a sus señoritas, como al ganado bravo al uso, les falta trapío y les sobran mañas. Pienso que no hay una sola moza, entre aquellas con las que usted me auxilia, a quien pueda ponérsele un solo pero, aunque me permito rogarle que se pare a pensar que quizá ganasen en méritos y categoría con más tonelaje y más misterio; la báscula no lo es todo, bien lo sé, pero entre la romana y el reconstituyente tampoco debe haber mayores dudas. Recuerde, señor director, que más vale tener que desear.

A lo mejor, sus señoritas, tratadas y palpadas resultan adorables, pero así, de buenas a primeras y en fotografía, quedan como un poco extrañas y distantes; los teólogos relacionan el amor y el conocimiento y para mí que no van demasiado descarriados. Se ama lo que se conoce y se posee lo que se ama (si no, más valdría cortársela), pero los tres estados se interrelacionan y hasta se condicionan. Caso práctico: Juan no se beneficia a manoli porque Luisita esté por sus huesos sino porque la beneficiaria (o jodida) se le puso a capón y nadie deja escapar las ocasiones de hacer bien sin mirar a quién y de mejorar la raza.

Mi teoría general, respetado director, es que la mujer es bestezuela de iluminación difícil y que puede desmerecer bajo los focos demasiado violentos. Cada cual se corre como puede, —nos dejó dicho Cornelio Tácito y no he de ser yo mismo quien ose enmendarle la plana—, pero para mí que la penumbra, como el tango, es más ordeñadora que el astro rey o las poderosas y descaradas bombillas del estudio. Quizá incida sobre mi supuesto la educación recibida y las nociones heredadas por atavismo y que, buenas o malas, son como son y no otras ni mudables, y sus señoritas, a fuer de modernas, a la postre me resultan demasiado uniformes: si no en el color o en la silueta, sí en la actitud y en el pensamiento porque, como preguntaba el tímido Amiel, ¿Quién rastrea las reservas mentales de las mujeres coritas y triscadoras?

En lo sucesivo, señor director, procuraré atenerme a la pauta por usted marcada y trataré de beber, —y de inspirarme—, en la fuente que usted me brinda y no en ninguna otra diferente y, aún menos, abstracta. Ahora tan sólo quería exponerle mi teoría general y suplicarle un poco de benevolencia para mis intenciones y limitaciones, ya que la literatura sobre objetos tangibles, —una flor, una vaca, una señorita—, enseña los horizontes muy próximos y limitados o, dicho sea con otras palabras, da para poco. No es lo mismo describir una gachí por fuera, —y la fotografía lo hace con más rigor que el literato más conspicuo y aplicado, Stendhal por ejemplo—, que narrarla por dentro y con el alma al trasluz y claréandose en tenues y reconfortables matices que tan sólo se desvelan con la punta del haba o, subsidiariamente, en el confesionario y bajo la excitante amenaza de la condenación eterna.

Hoy empiezo mi andadura en sus páginas, querido director; algún día tenía que ser ya que no hay virgo que cien años dure y de la misma frágil y mudable sustancia nos hizo a todos Dios Nuestro Señor, amén. A las señoritas que usted me envió probé a pintarles bigotes o gafas o taparrabos, pero fracasé en mi intento de añadirles un poco de misteriosa penumbra porque, sobre el papel esmaltado y brillador, se me escurría el lápiz con tal contumacia que me abría las puertas del cabreo. Le ruego se sirva disculparme. Lo que intentaré, por eso de que tengo que ganarme la vida, es inventarle una fábula moral a cada una y que el que venga detrás que arree. La novela, —y la rastra de todo cuanto, en mayor o menor grado, es novelable—, habita en el tuétano de cada cosa, en los entresijos de cada situación y en el meollo de todas y cada una de las criaturas. El único mérito que puede asistir a quien, con la pluma en la mano, la persigue, es el de no apuntar demasiado lejos de la diana.

EPÍSTOLA AMOROSA DE UNA SEÑORITA TORTILLERA

Bien amada Paqui:

Desearé que al recibo de estas dos mal trazadas líneas te halles rozagante, cachonda y bien de salud en compañía de tu esposo e hijos, como yo estoy por el momento, así como mis papás y hermanitos y demás deudos y allegados, a Dios gracias sean dadas.

Pues te digo, Paqui, que en la sección de anuncios de socorros mutuos de la revista
Sex and sex
de hace quince días, leí el siguiente mensaje tentador: sexagenaria con hijo subnormal ya mayorcito y rijosillo y con un mango de aquí te espero que puede utilizarse como enervador olisbo, desea contactar con joven lesbiana de posibles. Como ese es mi caso, contacté y fui muy feliz y de mi gozo y satisfacción quisiera darte constancia, ¡oh, temperamental amada mía de mi corazón!, tan detallada cuan verdadera para que, superando ridículos celos que a lado alguno conducen, te hagas una paja a mi salud. No te fui infiel porque mi pensamiento jamás se apartó de ti y tus núbiles y sabrosos encantos carnales y espirituales.

Pues sabrás, Paqui, que la tal señora, de nombre doña Encarnación aunque se hacía llamar doña Encarnita, era gorda y tetona pero muy amable y sabía preparar unos buñuelos de viento exquisitos. Su nene, el tonto, andaba por los veinte años y lucía un quilé de dos palmos y duro como el pedernal que hubiera hecho las delicias de más de una piojosa. Como en la casa no había calefacción, nos revolcábamos los tres bien tapados hasta que la sangre reaccionaba y, al final, hasta sudábamos de placer. Yo me vine siete veces, tres con el pijo del nene y cuatro con los restriegues de la madre, y lo único que siento es no haberte tenido a mano para hacerte partícipe del deleite. ¡Otra vez será!

A la sexagenaria doña Encarnita le regalé una lavadora, porque me explicó que se le ponían las manos perdidas con la colada, y al nene del cipote prominente le compré una caja entera de chupa-chups, para que se entrenara. La doña Encarnita me correspondió con un rizo del pelotamen del Esteban o Tebita (que tal era el nombre y el hipocorístico, al respectivo, de la criatura) metido en un guardapelo de latón. Doña Encarnita, a su amantísimo hijo, no lo dejaba circular por los senderos del placer sin preservativo o funda o paraguas (que de los tres modos designaba a la membrana protectora) porque, como ella decía, más vale prevenir que curar y aunque te folles al obispo de Sión, fóllatelo con condón.

La casa de doña Encarnita era modesta pero de estilo rococó, como corresponde a una señora venida a menos. Las fotografías de su difunto esposo eran tan numerosas que, te pusieses como te pusieses, siempre te lo encontrabas mirándote el culo desde cualquier ángulo. A mí, al principio, me producía cierto reparo o aprensión pero después, cuando ya me hice al espionaje del muerto, me tenía sin cuidado y hasta me gustaba que el pobre se solazase.

En el cuarto de baño de doña Encarnita lo más meritorio que había era el bidet, modernista y con un espejito delante, y un irrigador de flores, algo descascarillado pero de flores, con el que debía dar mucho gusto irrigarse permanganato. (Me dice mi primo Obdulio, a quien leo lo que llevo escrito, que ya no se usa). También merecen destacarse la jabonera, de muy barroco diseño, y el toallero, formado por dos manos que se estrechan en son de amistad; lo demás era corriente y la bañera estaba como desportillada y negruzca. ¡No todo iba a ser lujo en tan modesta mansión!

Doña Encarnita, cuando terminamos de actuar con el sexo, sugirió que nos regalásemos el estómago y me obsequió con chocolate con buñuelos de viento, zarzaparrilla con buñuelos de viento o sopa de sobre con buñuelos de viento, a elegir; al nene cipotón le dio chorizo, quizá por aquello de que de lo que se come se cría. Después puso el gramófono y estuvimos bailando boleros más de una hora; doña Encarnita bailaba bastante bien, aunque me llevaba tan agarrada que casi no podía respirar.

—¡Que no puedo respirar, doña Encarnita!

—Abandónate en mis brazos, tontuela, y permite que el ritmo te invada. ¿Hace otro buñuelito?

Al Esteban tuvo que atarle las manos a la espalda porque el angelito, en su inocencia, quería seguir meneándosela.

—¡Caca, nene, caca! —le decía doña Encarnita en su función de madre—. ¡Para ya, nene, que te va a caer la pilila!

El Esteban, en cuanto le ataron las manos, se quedó dormido como un bendito; para mí, que entró en hibernación. Doña Encarnita, cuando fue de que nos comiéramos ya todos los buñuelos sin dejar ni uno, me enseñó su álbum de fotos; no te lo describo, queridísima Paqui, porque era como el que hay en todas las casas: en la tuya o en la mía, por ejemplo y sin ir más lejos. Después me contó chascarrillos, después me tocó las tetas otro poco y después me dejó marchar.

—Que Dios te proteja, hija mía, ya sabes dónde estoy. ¡Ten cuidado al cruzar la calle, que los taxis van como locos!

Esto fue todo, Paqui mía, te lo juro que no pasó nada más. El próximo día iremos las dos, y así podremos gozar juntas y comer buñuelos de viento.

Ahora, cuando ponga punto final a esta carta que te lleva mi mejor amor y mis más nobles deseos, voy a prepararle el biberón a mi sobrinito Isaías, que al pobre no le remite la cagalera. ¡Yo no sé lo que vamos a hacer con él! El médico dice que igual se deshidrata y casca. La casa está muy caliente, ¡menuda diferencia con la de doña Encarnita! y yo, en honor tuyo, te escribo en paños menores, esos últimos paños menores que tanto te gusta quitarme…

¿Nos veremos el domingo, como de costumbre, mientras tu esposo va al fútbol, a llamarle cabrón al árbitro? ¡Sueño con lo feliz que me haces con tu amor y sabiduría y experiencia! Yo no soy más que una pobre tonta que ha tenido la suerte de encontrarte.

Con un beso muy fuerte en la boca, queda tuya tu anhelante mujercita que tanto te quiere, Rómula.

SOLEDAD MAZCUERRAS CEBOLLEJA

A Soledad Mazcuerras Cebolleja, alias Chocholoco (algunos le llamaban Pipatuerta porque la lucía un poco derivada a estribor), la desvirgaron de una perdigonada el día de la Virgen de la Piedad, patrona de Almendralejo, su pueblo, del año 1903; la cosa no fue con mala intención, bien Dios lo sabe, sino en broma y como de coña, aunque, eso sí, resplandeciente de eficacia. Solita estaba meando a las bardas del matadero cuando Santiago Sánchez, de profesión propietario y de afición cazador y follador, apostó diez reales a que la desvirgaba a distancia, o sea, como si fuera por telégrafo; echó cuerpo a tierra y, desde lejos y con un cartucho de mostacilla, le llevó el virgo por delante, vamos, que a poco más se lo pone en el cogote.

—¿De la perdigonada?

—Exacto.

—¡Joder, qué tino!

—¡Y usted que lo diga, hermano, y usted que lo diga!

El barbero, Amable Gómez Puertas, alias Tirabuzón, le quitó a la Solita los perdigones uno a uno y con sumo cuidado y le dio un unte de tintura de yodo, y la moza, cuando vio que de moza, nada; cuando se percató de que el virgo era ya historia y cuando se le fue el aroma del desinfectante, rompió a joder como una pantera y no paró hasta que se la llevaron al camposanto, a que empezara con eso del ciclo del nitrógeno, que es como el cuento de la buena pipa, sólo que referido a la historia natural. La criaturita, cuando empezó a coleccionar pijas, tenía doce años para trece.

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