Cachondeos, escarceos y otros meneos (9 page)

BOOK: Cachondeos, escarceos y otros meneos
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—Bueno, bueno… ¡Caray, qué modales! Dispense usted el lapsus, que de humanos es errar…

—Sí; eso también es cierto.

Don Ulderino se sobó, se acarició y se remeció las partes pudendas con evidente descaro.

—Como íbamos diciendo por lo bajo o séase sin percatarnos.

—Eso.

—Mi señora, de viva, era inasequible al desaliento; después, cuando finó, templó. ¡Pues estaría bueno haber seguido con tamañas ínfulas y exigencias una vez finada! Todo el mundo creía que iba a mejorar con la edad pero, ¡que si quieres arroz, Catalina!, ella no aflojó hasta el óbito. ¿Se acuerda usted? Mi señora cumplía años como cada quisque, uno cada año, pero como si nada. Mi señora, no es porque yo lo diga, jamás le dio sosiego a la pelvis.

—Claro.

—¿Cómo claro?

—No; yo lo decía para tener conversación.

—¡Ah, bueno!

Don Ulderino era tan tradicionalista que todavía tenía purgaciones, producto del gonococo.

—¿Producto del gonococo?

—Producto del gonococo, tal como usted lo oye: go-no-co-co, todo con o.

—¡Qué barbaridad! ¡Hasta el adjetivo y la decimoctava letra del abecedario español y cuarta de las vocales, la más sonora después de la a!

—¡Y usted que lo diga, doña Simeona, y usted que lo diga!

—¡Jesús, Jesús! Pero, ¿dice usted que producto del gonococo, como el presbítero Balmes?

—¡Alto ahí, señora! ¡Por eso no paso! ¡Balmes tenía la uretra y demás vías impolutas!

—¿Como la patena?

—Eso; perdonada sea la manera de señalar.

—¡Ya me parecía a mí!

Entonces don Ulderino enlazó del talle a doña Simeona, le dijo a la moza Vitesinda que se largara con viento fresco…

—¿Y no me puedo quedar?

—¡No!

…y, como quien no quiere la cosa, la fecundó.

—¡Qué tío!

—Lo que usted oye: la fecundó bien fecundada y después abrió el tragaluz, para que se ventilase la estancia.

—¡Todavía quedaban costumbres patriarcales!

—Sí, hijo mío, sí… ¡Todavía no se habían desbaratado las esferas!

A Fridolina se le escapó una ventosidad, tan finita, tan finita, que nadie se percató.

—¿Que nadie se percató por el oído?

—Ni tan siquiera por el olfato.

—¡Menos mal!

Fridolina sabía tañer valses y polonesas al arpa, y también polcas y mazurcas, y expeler delicadas ventosidades en fa sostenido: faaa…

—¡Qué prodigio musitado!

—¿Del verbo musitar, susurrar o hablar entre dientes?

—O entre pliegues, si se refiere al ano.

—¡Está muy bien esa observación, pero que muy requetebién! ¡Es usted harto sagaz!

—Gracias, gracias…

A un muerto que se quería escapar del camposanto, el guarda lo derribó de una pedrada cuando ya iba a saltar la tapia.

—¡Le estuvo bien!

—¡Pues claro que le estuvo bien! ¡Aquí no hay orden ni hay nada! ¿Esto es una democracia?

—No colijo.

—¡Ni yo!

—El muerto, lo más probable es que quisiera irse a un bar de camareras, a darse un parcheo.

—¡Qué descaro!

—Pues, sí. A mí me parece que España no tiene arreglo, qué quiere usted que le diga.

—No; a mí no me diga nada, eso dígaselo usted a su prima Olga.

—Yo no tengo ninguna prima Olga.

—Comprenda que eso no es culpa mía.

Mientras las oscuras golondrinas volvían a colgar su mierda de nidos de tu balcón, don Ulderino se fue de gira campestre con doña Simeona.

—A Fridolina y a la moza Vitesinda va a haber que escarmentarlas, las dos son unas descaradas irresponsables; lo mejor será ponerles sendas lavativas de lejía, ya verá usted qué saltos pegan… Decidme, Simeona, ¿os apetece que hagamos el amor, o sea que os enguile, a la sombra del cinamomo?

—¡Anda! ¿Y por qué no? ¡Cuando pasan rábanos, compradlos!

—¿Lo decía por mis manifiestos síntomas de impotencia?

—¿Y por qué, si no, mi dulce capellán?

—¿Capellán?

—Bueno, yo ya me entiendo.

De repente, doña Simeona se desató el corsé, don Ulderino se desató la lazada de los calzoncillos y la tormenta de la lascivia se desató sobre las miserias de ambos.

—¡Qué ilusión! ¿Verdad, usted?

—Pues, sí. No nos engañemos. En el Libro de los Salmos se lee que el abismo atrae al abismo.

—¿Y es verdad?

—A veces.

—A lo ancho y a lo largo de la geografía latinoamericana se abrió un largo etcétera a nivel de subsecretario.

—¿Qué decís, Simeona?

—Uterinidades, amor mío…, vaginadas sin mayor importancia…

LA MANIFESTACIÓN

En noviembre del año pasado me topé, en la madrileña glorieta de Quevedo, con una manifestación feminista en la que uno de los pareados que todos coreaban con mayor entusiasmo era: "Un polvo bien echado, jamás será olvidado". A mí me parece que aquellas mozas tenían razón sobrada y con algunas de ellas, bien parecidas y mejor plantadas, quizá no hubiera resultado difícil recebar el futuro recuerdo.

—¿Te acuerdas, amor mío, del polvo que me echaste el día de Difuntos de hace dos años?

—¿Y no he de acordarme, prenda adorada, si hasta fundimos los plomos del inmueble o finca urbana?

—¡Qué bello es amarse! ¿Verdad, vida mía?

—Pues, sí… Lo que de verdad sí es, es muy entretenido… Y quedarse después como un conejo…, y encender un puro, aunque sea canario; ahora los puros canarios están saliendo muy buenos…, y tomarse una copita de aguardiente del país… Sí, no hay duda ninguna: amarse es muy bello y entretenido… ¡Mira el Dante o el Petrarca, sin ir más lejos!… Y darse una ducha después… Y cantar lo de "Banderita tú eres roja, banderita tú eres gualda"… ¡Ya lo creo!

—¿Me quieres, Adriano?

—Ya sabes que sí, Otilia, te quiero arrebatadoramente y además me gustas más que el pan frito… ¡Estás buenísima, amor! Que Dios me perdone, pero vas a ser la culpable de mi perdición eterna… Por cierto, ¿me traes una cerilla?

—Están al lado del fogón.

—Por eso te lo digo, preciosa mía, que eres más dispuesta y hacendosa que madame de Maintenon.

—¿Quién era ésa?

—Una amiga… Pero no estés celosa porque ya cascó. ¡Sus restos ya son carroña y pasto de los gusanos!

—¡Menos mal! ¿Era una furcia?

—¡Mujer!

—Bueno; yo sé bien lo que me digo. ¡Si no te conociese!

Otras de las féminas de la manifestación, lejos de ser apetecibles y correctas, eran unos callos, unos verdaderos callos recalentados y diuréticos, de esos que acaban en la fosa común y nadie se entera.

—¿Tanto?

—Y más, mi buen amigo, y más aún todavía, ¡que las hay como mantas!

—¡Qué horror!

—¡No lo sabe usted bien! Había alguna tan fea que hasta daban ganas de estrangularla con una toalla y después mearle por encima.

—¿Y la estranguló y la sobremeó usted?

—No; ganas no me faltaron, pero no me atreví. Y además, eso de estrangular y sobremear a una mujer aunque sea fea, en el fondo no está bien.

—Sí; eso también es verdad.

Las mozas de buen ver iban todas cogidas del brazo y formaban como una barrera gloriosa y de mucho adorno. Las que eran como callos, en cambio, iban sueltas, casi todas iban sueltas y daban voces pidiendo el amor libre.

—Perdón, señora o señorita, y no se me cabree por eso del estado civil, que le juro que a mí particularmente me es lo mismo: no pida usted el amor libre porque, con esas hechuras, nadie, usando de su propia voluntad y libertad, la va a elegir. Pida usted el amor obligatorio porque, a lo mejor, debidamente azuzado por la guardia civil, ¡a la fuerza ahorcan!, algún macho la enguila, aunque no es probable. Los machos de los vertebrados mamíferos superiores, como mi primo Paquito y yo, un suponer, tenemos muy agudizado el instinto de conservación.

A una señora o señorita (otra vez el lío) que contemplaba el espectáculo desde la acera, la invité a tomar un vermú.

—¿Con gambas?

—Bueno; pero sin abusar.

Nos metimos en un bar de por allí y nos pusimos a hablar. De repente, cuando finiquitó la última gamba (tampoco eran muchas), suspiró y me dijo:

—Soy una incomprendida… ¡Estoy tan sola!

—No, mujer; eso se quita jodiendo. ¿Quieres que probemos?

—¡Por mí…!

Ante aquella arrebatada confesión de amor y de pasión me la llevé a la cama; en la plaza de Oriente tengo un ático destartalado en el que no hay más que una cama, una cafetera, una botella de coñac mediada y una taza.

—Entre dos que bien se quieren, con una taza basta.

—¡Claro! ¿Tienes azúcar?

—No; el azúcar es muy malo para la dentadura.

—Claro. ¿Puedo chupar un traguito de coñac?

—¡Mujer! Todo lo mío es tuyo.

—¡Coño, qué generoso!

—¿Qué te habías creído?

Una vez vaciados los vasos seminales y cogido bastante frío en el lomo, le sonreí.

—Oye, ¿Por qué no te vistes y te vas? En la calle luce el clemente solecico de la primavera que es una bendición de Dios y a lo mejor, con un poco de suerte, hasta te tropiezas con otro que te invita a más vermú y más gambas.

—¡Anda, pues es verdad! —exclamó mientras se vestía precipitadamente, sostén incluido—. ¡Parto presto!

—Mujer, tampoco así, que no te estoy metiendo prisa.

Después de hacer unas flexiones, treinta flexiones, para desentumecer los músculos, me puse los tirantes y todo lo demás, esperé a que mi seducida estuviera ya algo lejos y salí a la calle, donde me encontré con don Norberto Peñuela, del comercio, que estaba más cabreado que un gato.

—¿Querrá usted creerme que no se conformaba con un vermú, sino que además quería una ración de gambas?

—¡Qué horror! ¿Quién?

—Una perdida que me encontré mirando una manifestación de feministas.

—¡No me diga!

—¡Pues sí se lo digo! Yo creo que se ponen entre el público para encelar a los mirones. ¡Lo que no invente una mujer para chulearle una ración de gambas al ajillo a un caballero…!

—Sí; eso también es verdad.

Don Norberto llevaba la cremallera de la bragueta tan sólo a medio camino.

—Don Norberto.

—Mande.

—Lleva usted la cremallera de la bragueta tan sólo a medio camino.

—¡Vaya por Dios! Se conoce que me olvidé de cerrarla del todo. ¡Mire usted que si se me escapa la gamba!

—Sí; lo más probable. Eso es algo que los hombres debemos vigilar mucho, sobre todo al llegar a ciertas edades.

Las feministas de la manifestación, arropadas por su confortable griterío, se fueron alejando poco a poco mientras en la misteriosa ciudad empezaban a encenderse los primeros faroles (antes eran de gas).

VISITA AL PARQUE NACIONAL DE JACKSON

En el parque nacional de Jackson, Wyoming, Estados Unidos, coto reservado para el mejor disfrute de miles y miles de alces y venados, se entra bajo un arco de cuernas arborescentes y tan tupidas que en ellas llegan a anidar los pájaros. Las parejas visitantes se retratan ante el bosque de cuernos, con el gesto entre estupefacto y evadido y la temblorosa y equívoca sonrisa a flor de labios. Yo creo que, en estos casos, pueden ensayarse hasta media docena de clases de sonrisa, a saber: de complicidad, de desprecio, de indiferencia, de estar al cabo de la calle, de estupor y de no entender bien qué es lo que está pasando.

Sonríen con aires cómplices las parejas que presumen de sabérselas todas, aunque ignoren, de la misa, la mitad. Es forma de sonreír muy socorrida puesto que a nada compromete y nada, tampoco, dice de forma que se pueda comprender. Los cuernos son excrecencias —concretas y robustas o simuladas, fingidas y casi etéreas—, que, contra lo que pudiera parecer a una primera vista, no precisan de la complicidad de nadie, ya que ni aun el alcahuete puede adornarse con semejante flor. En los asuntos de cuernos todos, hasta los que parecen cómplices, son actores, y casi todos, aunque se vistan de personaje de Calderón de la Barca, acaban siendo cornudos y nunca peor, que también los hay que, sobre serlo, están sarnosos y terminan apaleados.

Sonríen despectivamente los muy corridos, o los que se creen muy corridos. Estos militan en las prietas filas de quienes miran desafiadoramente al paisanaje que rebosa en los tendidos y suda en las aglomeraciones pero, en el fondo, no tienen demasiado malas intenciones ni encierran mayor peligro. Puede perdonárseles su falso orgullo, que quizá no sea más cosa que la máscara de la timidez.

Sonríen indiferentes, elegantemente indiferentes y casi displicentes, igual que si fueran aristócratas ingleses atacados de
spleen
, los hombres y las mujeres que creen en los cuernos, sí, pero sin demasiado entusiasmo y procurando no confundir la anécdota con la categoría. Los cuernos se tienen o no se tienen y brotan o no brotan, eso es todo, pero en ningún caso es de buen tono detenerse a considerar las circunstancias.

Quienes están al cabo de la calle y, de repente y sin previo aviso, se miran en el espejo y se ven más cornudos de lo usual y admitido entre el vecindario, suelen quedarse de un aire y a veces es difícil hacerlos volver en sí.

—¿Le hago la respiración boca a boca?

—Quizá no sea preciso; a lo mejor basta con clavarle un alfiler en el culo. ¿Tiene usted un imperdible?

Los que están al cabo de la calle jamás tienen la cuerna sólida sino descalcificada y reblandecida, pero por los veranos se tumban como lagartos al sol y presumen de torso bronceado. Los hay con aficiones numismáticas, aunque no suelen pasar casi nunca de medianos coleccionistas.

Sonríen estupefactos los bienaventurados, los limpios de corazón y los que, de adolescentes, querían irse a muy remotos mundos a convertir infieles y a intentar dar gato por liebre a los melanesios, los polinesios y los micronesios, que están ya muy espabilados y escaldados y no se fían ni de su padre. Las fotografías de los visitantes estupefactos se venden en los kioskos de los pueblos próximos y se utilizan mucho para enviar recuerdos a los cornudos que a todos edifican con su resignación.

Y por último, quienes no entienden bien, —ni, probablemente, tampoco mal—, qué es lo que está pasando, sonríen con gesto bobalicón y se les ve en la cara su deseo de volver a casa cuanto antes. En su remota provincia no pasan estas cosas, o al menos no pasan tan a las claras, y la actitud que se adopta en los retratos suele ser muy ecuánime y monótona.

—Por favor: ponga cara de foto, que le voy a hacer una foto.

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