Cachondeos, escarceos y otros meneos (4 page)

BOOK: Cachondeos, escarceos y otros meneos
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—¡Toma del frasco, Carrasco! ¡Para que te peas llevando el cirial y digas que son cohetes! ¿Se percata usted de la poesía, don Camilo?

—Sí, hijo, ¡ya lo creo que me percato!

La señorita Perséfone Méndez, una vez que el astro Febo hubo desenmarañado sus gualdas guedejas, etc., y tras haber exonerado la vejiga (la señorita, no el astro), colgó el sostén en el perchero y le dijo a su amante Oswaldo:

—Oswaldín, pichoncito, amor, ¿por qué no te vas con tu mamá y me dejas tranquila? Lo nuestro va camino de terminar en letra de bolero y eso debe evitarse a toda costa, compréndelo, vida mía, aunque tú me has dejado en el abandono, aunque tú has muerto todas mis ilusiones, yo, lejos de maldecirte con justo encono, ¿no te lo decía, Oswaldín? Oswaldo.

—Dime, Méndez, soy todo oídos.

—Vete a mear a la vía que está fría.

—¿Otra vez?

La señorita Proserpina von Kremer und Ahmad ben Yahya ben al-Mutazilah tañía la cítara con esmero.

—¿Y con púa?

—Sí, también con púa.

—¿Y qué tañía la señorita Proserpina?

—Pues tañía la
Sonata a Waldstein
, el cuarto
Concierto de Brandeburgo
y, cuando el estreñimiento la abocaba a la demencia hierática, también tañía
La vaca lechera
.

—¡Vaya por Dios!

—Sí; eso es ciertamente lo que dice el Profesor Gaston Bachelard (1884-1962) en su ensayo
L'activitè rationaliste de la physique contemporaine
.

Recapitulemos sobre lo ya andado. Sí; la otra noche llevé a cenar a la señorita Perséfone Méndez, a quien en Zamarramala, a las mismas puertas de Segovia, llamaban Archimandrita porque, según parece, tuvo sus más y sus menos con un griego que fue picador de la cuadrilla de Lesmes Collazo, Almendrito de Santiponce. A mí siempre me gustaron los amores paganos y, ¿por qué no decirlo?, también el tumulto; ahora la gente le está perdiendo afición a lo fundamental.

A la señorita Perséfone Méndez le gustaban las nociones expresadas por los verbos de la segunda conjugación, comer, beber, joder, aunque tampoco era demasiado maniática al respecto. En una revisión de los valores en quiebra en Occidente convendría reivindicar y vivificar los amores paganos y gimnásticos, hoy no poco tocados de ala: los honestos amores que empiezan comiendo, siguen bebiendo y terminan jodiendo y dando pasmosos saltos mortales.

Con el cadáver de la señorita Perséfone Méndez, cuando le llegue la hora, deberían hacerse croquetas reconstituyentes, croquetas para el mejor alivio de niños y niñas propensos a pajas y otros deleites.

Cuando, después de cenar, llegamos a su casa, me la pisó el sereno (a lo mejor era un bombero de paisano), pero debo reconocer que la culpa fue mía y sólo mía porque a nadie se le ocurre refrescarse las partes con usos fontaneros.

—¿Y usted se siente escarmentado?

—Pues tampoco, no crea.

LA DIACONISA PETRA SE CEPILLA AL JUDÍO CEBOLLADA

Cuando la diaconisa Petra se cepilló al judío Cebollada, don Efraín, lo dejó tan a punto de caramelo que expiró solito y sin patalear.

—¡Qué disciplinado!, ¿verdad, usted?

—¡Y usted que lo diga, fray Cipote Mogote, y usted que lo diga!

Don Párdulo de Guzmán y Mantecón, alias fray Cipote Mogote, propendía a la loa de la disciplina.

—¿Era ultra?

—No, pero padecía de la próstata y, en consecuencia, se le iban las cabras en sentido inverso e incluso sin ligeros toqueteos previos.

—¡Ah, ya! ¡Ahora sí que está claro!

La diaconisa Petra, tan pronto como el judío Cebollada se le enfrió del todo, lo molió bien molido sin dejar los cartílagos ni los huesos, lo amasó a conciencia y añadiéndole un pellizco de levadura por eso del fermenten, le dio una vueltecita en la sartén y dividió los restos en tres partes iguales que se introdujo, sin favorecer a ningún agujero, un tercio por la boca, un tercio por el ano y un tercio por la vagina.

—¡Qué lata!, ¿verdad, usted?

—Pues, sí. Al final tuvo que tomar bicarbonato y darse baños de asiento, pero le compensó el sacrificio porque, como ella decía, no estaban los tiempos como para tirar a un hombre a la basura, aunque esté ya muerto y a pique de la croqueta (léase cocreta).

La diaconisa Petra Orestes Viviano, que tenía furor puterino, era insaciable y, como el insecto que dicen la mantis religiosa, en cuanto que se pasaba por la piedra a un amante, le hacía una faena de aliño, esperaba a que cuadrase bien, lo despenaba y lo ingería.

—¿Y no se le indigestaba?

—A veces, sí; pero, claro es, tampoco se pueden pescar truchas sin mojarse el culo.

—¿Y ahora la trucha fue el judío Cebollada?

—Sí; el judío Cebollada fue la última, pero ya caerán otras, ya verá usted, es cuestión de tener algo de paciencia porque la diaconisa Petra, todo el mundo lo dice, es inasequible al desaliento, viene a resultar algo así como Oliveira Salazar, sólo que en toledana y con bigote.

—Ya entiendo.

La diaconisa Petra perdió el virgo enganchándose el chumino o chichi o conejo con un anzuelo de bacalao, hace ya varios lustros. Todo el mundo dice que fue un caso de mala suerte porque en el río Ulla no hay bacalaos, los bacalaos caen hacia Terranova y las costas de la península del Labrador.

—¿Y no la habrán enganchado a mala leche, un suponer?

—Pues, sí, lo más probable. El Secundino Zakdoeken von Taschentücher García, que era medio prusiano, siempre había tenido muy mala leche y, con su anzuelo de bacalao, llevaba ya desvirgadas lo menos a quince féminas, si no más; en casa las tengo apuntadas en un papel.

—¡Cuán cierto es que cada cual se corre como puede y las circunstancias y el clima se lo permiten!

Delfín Martínez bajó la voz.

—Sí, pero no lo diga a gritos y con alardes porque al sargento de la guardia civil no le gusta que la gente saque los pies del plato.

—Ya entiendo. Gracias por la advertencia.

Don Efraín Cebollada, antes de que los hicieran primero picadillo y después cocretas (léase croquetas), bailaba el fox-trot con mucha alegría y no poco sentimiento.

—¿Y metiendo pierna?

—Pues, sí, metiendo pierna también. ¿Quién se lo dijo?

—No recuerdo, esa es la verdad; pero, bien mirado, poco importa, porque hay cosas que no pueden mantenerse ocultas.

—¡Cierto y bien cierto!

Don Efraín Cebollada se adornaba el escroto con los gallardetes del código de señales, feliz ocurrencia que le daba mucha popularidad entre las damas catequistas, damas del ropero de los pobres y damas de la CRUPRORRE (cruzada pro redención del obrerito cristiano de detrás del telón de acero), siempre tan cachondas ellas y tan a punto del enguilamiento anquilosado.

—¿Y eso, en qué consiste?

—Pregunte usted por ahí y no maree. ¡Aquí no estoy para satisfacer suerte alguna de curiosidades malsanas!

—Dispense.

Don Párdulo de Guzmán y Mantecón, o sea fray Cipote Mogote, era primo segundo del laureado poeta don Juan Ramón Jiménez, primo por parte de madre, o sea que doña Purificación Mantecón y López-Parejo, la mamá del vate del burrito, era prima de doña Regla Mantecón y Colomer, la mamá de fray de los comentarios, la cosa queda clara.

—¿Y las Manteconas le tocaban algo al judío Cebollada?

—No, hombre, no; no entiende usted ni torta. ¡Qué paciencia tengo que tener con usted, Santo Dios de los Ejércitos!

Doña Saladina Navajas era algo tetona, tampoco demasiado, y gastaba mucha paciencia. También tenía una peluca rubia pero la usaba poco por eso del picor.

—La verdad es que no sé lo que me pasa pero, ponerme la peluca y empezar a picarme el coño, es todo uno.

—¡Ay, hija, qué suerte! ¡Qué barato le sale!

—Sí, no me quejo; si me reporto, no me quejo. Lo malo es que no me reporto porque me gusta el meneíto, ¿entiende?, y entonces me gasto la hijuela en pijas rascadoras y otros arbitrios psicosexuales, o sea cachondos; al llegar a ciertas edades ya no se encuentran pijas de balde, espere usted a que pasen unos añitos y se percatará por sí misma.

—Sí; eso, sí. Ahora se ha puesto todo por las nubes y los hombres, ¡el mejor, para ahorcado!, son todos unos egoístas y unos mamones.

Doña Saladina apoyó las tetas en el alféizar de la ventana, levantó una cacha y expelió un cuesco restallador, un cuesco de jenízaro bien alimentado.

—Perdone usted, amiga Victoria, ¡pero es que se queda una tan aliviada!

Doña Saladina carraspeó.

—¿En qué íbamos? ¡Ah, sí, en lo de que los hombres son todos unos egoístas!

—Y unos mamones, —exclamó Victorita.

—¿Mamones, dice usted? Se queda usted corta, joven: ¡unos mamonazos que no se los salta un canónigo aun sujetándose la peluca con esparadrapo!

—¡Puede!

La diaconisa Petra y el judío Cebollada, don Efraín, habían tenido unas relaciones tan patrióticas que incluso llegaron a ponerse de ejemplo en la catequesis. La diaconisa Petra, tras espatarrarse, rugía:

—¡Judío Cebollada! ¡Mátame porque soy tuya! ¡Clávame el dardo y el petardo y no te retires hasta que se ponga el sol!

—¿Mande? —musitaba el judío Cebollada, que era algo deficiente auditivo.

—¡Que me jodas, leche!

—¡Ah, ya!

El judío Cebollada, don Efraín, era muy aplicado en la jodienda; no lo hacía demasiado bien, eso es lo cierto, pero ponía atención y buena voluntad.

—Yo no me quejo porque soy de natural agradecido, —comentaba la diaconisa Petra—, y además, ¡para lo que va a durar! Pero en eso de joder, lo que se dice joder, el judío Cebollada no pasó todavía de los rudimentos.

—¿Y no le podía enseñar usted un poco?

—Pues, no hija, ¡ni por pienso! ¿Para que después se aproveche y solace cualquier lagartona? ¡Quita, quita! ¡Ahora hay mucha furcia y mucha aprovechada que lo único que quieren es parasitar y chulear la ciencia ajena. ¡Quita, quita!

EL COLECCIONISTA DE POLVOS CASUALES

Don Socorro de Palomín Mínguez, el suegro del capador diplomado don Efrén Formatge y Cudillero, que padecía de estrabismo testicular u orquitis descompensada y zaragatera, llevaba siempre limpios los dientes, las uñas y la polla, por si un casual.

—¿O imprevisto?

—Exacto: o esporádico, contingente o adjetivo.

Doña Nati de Benito y Emerson, viuda del presbítero Chiquinquirá, don Laureano Gaudencio, puso cara de distraída.

—¿Y cuáles cree usted que son los mejores polvos a bote pronto?

—Pues no sabría decirle; quizá los de la cola de la leche, como su nombre indica.

—Vale. ¿Reparó usted en la Visitación, don Socorro?

—¡Quite, quite! A esa guarra no me la tiro yo ni borracho porque lleva bermudas, ¿se entera? ¡A ver si así aprende y escarmienta y vuelve al buen camino que jamás debiera haber abandonado!

—Hace usted bien. A las señoras que llevan bermudas, que se las tire su padre, ¿verdad, usted?

—Idóneo, doña Nati, idóneo y puntual.

Don Socorro de Palomín Mínguez, cuya hija era la esposa del capador del huevo escorado, gastaba en los calzoncillos culera de cretona floreada, para así encelar a las viudas y enguilarlas en el guáter o donde fuera, ¿qué más da?, tras una breve faena de aliño.

—¡Jo, qué artista! ¿Y le daba resultado?

—Pues mire, usted, según, o sea, unas veces sí y otras no. Con las viudas, como son tan recelosas, no sabe uno nunca a qué carta quedarse.

Llovía mansamente sobre las lechugas y las escarolas (también sobre los pimientos y los rábanos) cuando don Socorro de Palomín Mínguez, el del yerno del cojón cismático, sujetando a doña Nati de Benito y Emerson, viuda del presbítero Chiquinquirá, don Laureano-Gaudencio, por la faja…

—¿No era un tubular?

—¡Tanto tiene!

—…, la tendió cuan larga era y se la cepilló feroz y grandilocuente.

—¡Qué suerte tienen algunas!

—No crea; doña Nati de Benito y Emerson, la viuda del presbítero, ya sabe, llevaba muchos años esperando y, cuando se sintió enguilada, sufrió una gran frustración: ¡el pijo de don Socorro, el padre político del capador Formatge, era una mierda de pijo, perdonada sea la manera de señalar, un a modo de orugüela de la vid desnutrida y blandengue!

—¡Qué horror!

—¡No lo sabe usted bien! El pijo de don Socorro, el de la higiene dental, ungular y pollar, lucía a guisa de percebe subdesarrollado y subsumido.

—Es espantoso lo que me comunica…

—¡Y tanto, mi dilecta Cleo, la manceba del archimandrita, y tanto!

Sobre la buganvilla del protectorado, una libélula salaz se esforzaba por poseer a la remanguillé serpenteante a la hembra del estornino.

—¡Jo, qué descaro! ¿Y no le venía grande el entresijo o ranura?

—Ya lo creo. ¡La mar de grande!

Cuando en la naturaleza se desata la lujuria, ¡Jesús, qué ansias!, hay que salir huyendo antes de que le hagan a uno padre.

Entonces doña María de los Sagrarios Manso y del Cebollino-Tartaja, que tenía la mirada lírica y aguanosa y el cuero del bajo vientre apestándole a chotuno corrupto, acogiéndose a la ley del divorcio, plantó a su esposo, don Casto Bermúdez de la Cojona y Manso (eran primos) porque éste, habiendo que hubo ido a confesarse con su director espiritual, el canónigo penitenciario de la Santa Iglesia Catedralicia Rvdo. P. Don José Expósito, fue y le dice, digo, dijo:

—Decidme, padre: cuando poseo a mi señora, ¿cometo pecado de bestialidad?

—No, hijo, —probó a responderle el tonsurado inclusero—, recuerda la palabra de San Pablo cuando advierte al desposado que, del sacramento del matrimonio, esposa se lleva y no cabra, ni camella, ni oveja, ni pata lasciva y estrangulable.

—¡Ah, ya!

A don Socorro de Palomín Mínguez lo detuvo la guardia civil cuando quiso disecar a don Efrén Formatge y Cudillero, el legítimo esposo de su hija Sonsolitas, dama que tañía la cítara con la espina de rosa de Jericó que guardaba en el sobaco, pegada con papel celo.

—¡Qué delicadeza!

—Pues, sí, bastante. La Sonsolitas siempre dispuso de ideas muy propias y muy utilitarias.

Don Socorro tenía a don Efrén trincado y alborde de la taxidermia, cuando los civiles irrumpieron oportunos.

—¡Alto a la autoridad! ¡Vade retro, mamonazo! ¡Dese preso, don Socorro de Palomín Mínguez, y suelte al capador en el acto!

—¡Va, hombre, va! ¡Nuestra Señora de la Regla, qué prisas le entran a algunos! ¡Pues, anda, hijo: por un capador que uno quiere disecar de recuerdo…! Además, guardia, ¿se percata usted de que el presunto disecado mira contra el gobierno con las pelotas?

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