Read Cachondeos, escarceos y otros meneos Online
Authors: Camilo José Cela
—¿Y duró mucho?
—Regular; bueno, bastante, pero más hubiera durado sin tanto cipote como tragó y tanto anís como trasegó.
—¿Fue mucho?
—¡Uf! ¡Cómo le diría!
Chocholoco o Pipatuerta, a elegir, fue maestra en el deporte del billar, que también es arte, lo que le proporcionó muy saneados ingresos.
—Esto es fácil. Esto no tiene mayor ciencia y basta con un poco de pulso. Si te aprendes el refrán, ya sabes todo: mucho efecto, poca bola, aprieta el culo y carambola.
—¡Hombre, dicho así!
—Pues así es. Lo más difícil es apretar el culo a lo justo, ni poco ni mucho, sino a su ser y no más ni menos; todo es cuestión de ensayar. A veces hay que ponerlo como si fueras a tirarte un pedo, pero, a veces, basta con el amago o amenaza. Es sencillo.
Chocholoco o Pipatuerta, que eso va en gustos, tuvo amores sacrílegos con don Berciano dol Oro Martínez, canónigo penitenciario de la catedral de Coria, pero volvió al buen camino y coadyuvó a la salvación de su alma a resultas de un bocado que el clérigo le tiró al sobaco llevándole por delante más de medio peluquín.
—¡Coño, que tarascada!
—¡Y usted que lo diga, hermano, y usted que lo diga!
La Solita contaba el lance con gran naturalidad.
—Mi Berciano era muy hombre, —solía decir—, demasiado hombre, y como tenía los dientes como una mula, perdonada sea la manera de señalar, cuando se ponía verriondo se arrancaba a tirar bocados donde te pillara y había que salir huyendo. Enseñaba el joder alegre, eso es verdad, pero arriesgado, y yo al final me harté de recibir candela y me largué con don Genaro Pastoriza, el de los jamones, que era más manso y considerado. ¡A una también le gustan los buenos modales, aunque no queden tan cachondos! ¿Me entiende?
—Sí, hija, sí que te entiendo.
La Solita Mazcuerras tuvo cierto renombre como bailaora, aunque las hubo más finas y equilibradas. Don Genaro Pastoriza le ayudó mucho en ese terreno y hacía descuentos en el precio del jamón a los colmaos y tablaos que contrataban a la Solita, siempre y cuando adquirieran un mínimo de media docena de unidades.
—¡Canela fina, amigo mío, se lleva usted canela fina!
—¿Dice usted la bailaora o el jamón?
—Las dos cosas.
La Solita, según la tradición oral, tenía un hilo de pelos que le subía desde el pubis hasta el ombligo; mismamente parecía un reguero de hormigas, y al decir de don Samuel, el escribiente del Registro, resultaba muy dialéctico y experimental.
—¿Cómo dice?
—Digo lo que me da la gana y a usted no le importa.
—Dispense.
La Solita, cuando se le quitó un poco el pelo de la dehesa, se fue a Madrid, donde trabajó como modelo de fotografías de arte, unas con túnica vaporosa y las otras en bolas, y tuvo tres hijos con el artista fotógrafo: el Marianín, que se fue de cura a las misiones, a convertir infieles y follarse infielas; la Encarnita, que llegó a comadrona y hacía abortos como los propios ángeles, y el Escolástico, que sentó plaza y murió por la patria en el desastre de Annual, de brigada del arma de Caballería. La Solita estaba muy orgullosa de sus hijos y decía que eran los mejores del mundo; eso es bastante frecuente entre las madres lactantes.
—¿Y no hubiera querido tener usted más?
—Pues, sí; a mí me hubiera hecho la mar de ilusión tener otro, matador de reses bravas, y aún otro, barítono de zarzuela, fiel espada triunfadora que ahora brillas en mi mano, pero me quedé con las ganas. ¡Tampoco me quejo, no me vaya a castigar Dios!
La Solita murió ya muy vieja, en Madrid y durante el glorioso Movimiento Nacional, alias guerra, se conoce que de las privaciones. Hasta que la derrotó la arteriosclerosis, regentó un burdel de mucha confianza en la calle de San Marcos, en el que los cabritos andaban más derechos que varas y jodían con disciplina y sin alborotar. En la casa de lenocinio de la Solita, ¡agua al siete!, que por entonces se hacía llamar doña Soledad, no había embarques y estaban castigados los enchulamientos con severa amonestación y un día de haber.
—En mi casa no quiero golfas ni chuletas, —solía decir doña Soledad—, todo ese ganado está sobrando. Aquí se jode por derecho y al contado. Aquí no se hace el francés ni se admiten enamoriscamientos, y la que no esté conforme, que se vaya, que lo que no faltan en España son coños ni buenos deseos de dar gusto a la clientela. En Madrid sobran casas donde vale el cachondeo y lo que se tercie, pero aquí, en la mía, la que no quiera trabajar con seriedad, o sea, con aplicación y decencia, está de más. ¿Se entera usted?
—Sí, señora; sí que me entero.
—Pues eso.
—Oye, tía Micaela, el diminutivo de tía, ¿se hace con una i, tita, o con dos, tiíta?
—¡Jesús, qué niño! ¿Por qué no te callas, hermoso, y dejas de hacer preguntas? ¡Qué horror, los hombres! ¡Todos machistas! ¿Si te doy un real, te vas con viento fresco?
—¡Venga el real!
Así fue como me quedé sin saber cómo se derivaba el diminutivo de tía, si con una i o con dos. ¡La infancia es una etapa dolorosa a la que no se suele comprender por las personas mayores!
(Mutación).
Mi tita Claudia, la hermana mayor de mi tita Micaela, cuando se quedó viuda de mi tito Claudio, el académico y senador, se hizo dos cosas: se hizo republicana y también se hizo una foto con gorro frigio, una cadena rota en dos, —la oprobiosa atadura conyugal—, y la teta de estribor al aire.
—¡Así se ventila!
—Pero, mujer, ¡qué cosas tiene! ¡Ventilándose las tetas, como si fueran almohadones!
—¿Y qué más cosas son que los almohadones del placer?
—¡Jo, qué frase!
A mi tito Claudio, el académico y senador, le extirparon la próstata lo menos tres veces porque era tan de derechas y tan bravo, ¡todavía quedaban hombres!, que volvía a crecerle como si tal; eso no fue óbice, sin embargo, para que acabara falleciendo reconfortado con los auxilios espirituales.
—¿Y cuáles fueron sus últimas palabras?
—Nada, no dijo nada, se limitó a expirar; mi tito Claudio, de moribundo, se volvió más bien reservón y desconfiado.
Mi tito Claudio fue siempre muy entendido en féminas y muy partidario de sus velados encantos y sus turgentes y salutíferas redondeces; lo que pasa es que las mataba callando porque se desahogaba con la poesía, sobre todo con las espinelas. Mi tito Claudio, en su juventud, había escrito un largo canto,
La Rondíada
(en román paladino sería
La Rondeña
), al que pertenece la décima dedicada a los coños de Ronda, el pueblo de su señora, que paso a copiar:
Los coños de doña Ronda son
a saber: coño bendito
que es el coño agarrapito,
coño blando y sabrosón,
coño duro y regalón,
coño verde aventurero,
gentil coño cipotero,
montaraz coño pipudo,
coño abierto y en embudo
y vil coño conejero
Cuando a mi tito Claudio se le obturó la vena poética y dio suficientes muestras de sentar cabeza y volver al buen camino, lo hicieron primero académico y después senador. Lo que él decía:
Que me quiten lo bailao,
lo palpado, lo jodido,
lo comido y lo bebido
al contado y al fiado
en un lado y otro lado.
Que el joder es lo primero
de un caballero galante.
¡Y nunca jodes bastante
jodiendo, de enero a enero,
con el coño al retortero!
Mi tito Claudio, cuando contrajo justas nupcias con mi tita Claudia, le dio tales embates en el tálamo (y justo en la mitad del coño) que la mandó al hospital, a que la restaurasen.
—¿Y qué le pasó, distinguida señora?
—Pues ya ve usted, doctor, se conoce que mismamente del sacramento, ¡mire usted cómo la dejaron a una!
—¡Qué horror, distinguida señora, qué mierda de partes pudendas!
—Pues, sí…, ¡qué quiere!
Mi tita Claudia, cuando le repararon el chumino o gruta de los placeres de los poetas persas y árabes en general, rompió a joder con tal entusiasmo y vehemencia que a mi pobre tito Claudio lo traía por el camino de la amargura.
—¿Pero no ves, follatríz impenitente, que ya ni se me levanta y que me luce a guisa de gusano de seda desnutrido?
—¡Anda, pues es verdad! ¿Y qué hago yo ahora?
—No lo sé…, llama al sereno.
Así, por incitación marital, nacieron los amores adulterinos de mi tita Claudia y Benjamín, el sereno, asturiano de pro, al que mi tita Claudia, en la intimidad, llamaba Benja.
—¡Ay, Benja, qué feliz me haces con tu cipote rústico!
—Sí, señorita.
—¡Aprieta, Benja, mátame de placer!
—Sí, señorita.
Y así sucesivamente, porque mi tita Claudia, como era temperamental y de buenas carnes, necesitaba mucho riego por aspersión.
—Benja.
—Mande.
—¿Quieres un vaso de vino y un bocadillo de mortadela, para reponer fuerzas?
—Sí, señorita.
Mi tito Claudio solía echarle a su legítima esposa dos polvos o felicianos diarios, menos los domingos y fiestas de guardar, que descansaba, pero mi tita Claudia, que se conoce que no tenía bastante y que encontraba insuficiente el suministro, buscaba consuelo en brazos de Benjamín, el sereno.
—Benja.
—Mande.
—¿No te dará la bronquitis?
—No creo, señorita.
—¿Y la gonorrea?
—Tampoco, señorita, ¿por qué?
—Nada; para irme tomando precauciones, de cara al porvernir.
—¡Ah, ya!
Una vez que a Benjamín, el sereno, le dio la bronquitis (hay quien dice que fue la gonorrea), mi tita Claudia lo suplió con Rómulo, el chico de la tienda, que era inexperto, pero tenía muy buena voluntad e inmejorables condiciones naturales.
—Romu.
—Mande.
—Te veo como un poco asustado. Anda, ven aquí, que no muerdo.
—No; que no muerde, ya lo sé, señorita, lo que pasa es que me da reparo.
Mi tita Claudia entonces ensayaba un mohín de coquetería.
—¡Tontuelo!
A Rómulo, cuando adquirió algo de práctica y se fue confiando, le empezaron a brillar los mofletes de felicidad.
—¡Qué saludables luces!
—Sí, señorita.
—¡Ay, si la gente supiera que tienes los cojonzuelos como dos manzanas reinetas, qué envidia me tendría!
—Sí, señorita.
El día de su santo, que era también la onomástica de su marido y que casi todos los años caía en miércoles, mi tita Claudia, para festejarlo, se cepillaba a los tres; a tito Claudio, a Benjamín, el sereno, y a Rómulo, el chico de la tienda.
—¿Veis, cachondos míos, os percatáis de cómo lo mejor que hay en el mundo es la confraternidad?
—Sí, señorita, —exclamaban a dúo el sereno y el chico de la tienda mientras mi tito Claudio guardaba silencio.
Cuando mi tito Claudio entregó su alma a Dios y se fue a criar malvas, el sereno y el chico de la tienda le guardaron el luto respetuoso (corbata negra, ademán circunspecto y mirada huidiza) en el que no estaba incluida, como es lógico, la castidad. Después fue cuando mi tita Claudia tomó la determinación de lo de la foto del gorro frigio y la teta al aire abierto y sin fronteras de la historia.
Catulo, poeta bujarrón a lo heliotropo, llamaba
Canis futuens
al chucho follador o gozque aficionado a jodiendas, tan frecuente en la Roma de los césares y, en general, en toda la cultura mediterránea y latina. Hace unos quince años, sobre poco más o menos, el alcalde y jefe local de Zarzalejo de la Cuesta, en el obispado de Burgo de Osma, se asomó al balcón de las Casas Consistoriales y, mientras se palpaba las partes —¡y qué partes, María Auxiliadora, y qué partes!— por el bolsillo del pantalón, se dirigió a la abigarrada multitud.
—Ciudadanos: por culpa de Pepa la del Perico nos quedamos todos sin sopas de ajo. No tengo nada más que decir. ¡Arriba España!
A Pepa la del Perico, enguilada a "Sultán", mastín lobero de cinco años de edad, se la habían llevado al quirófano por ver de desenguilarla, y las sopas de ajo, claro es, se fueron a tomar por saco. Baza mayor, quita menor.
Y ahora, mis amantísimos catecúmenos, decidme: ¿A qué conduce follar con canes habiendo cristianos o, en el peor de los casos, turistas y forasteros? ¡Ay, juventud, juventud, locuela juventud, que quiere aplacar el rijo con lo que se tercie y sin recapacitar un punto! ¡Después pasa lo que pasa! Tomad ejemplo y escarmiento, jóvenes de ardoroso chumino, de Pepa, la pobre Pepa, que empezó cachonda y terminó atribulada y fundida con un perro que empezó igual de cachondo y rindió viaje aún más atribulado.
La cosa, como siempre suele suceder, no es de explicación imposible. Pepa la del Perico sintió un vago cosquilleo deleitoso en sus partes pudendas, mismo por debajo del peluquín o monte de Venus. Se las tentó con mimo, a ver de qué iba la cosa, y obtuvo una conclusión irrebatible: la cosa iba de sexto mandamiento galopante e irreversible.
—¿Dónde estarán nuestros mozos, —canturreó Pepa la del Perico—, que a la cita no quieren venir? Pues si no llegan a tiempo, con alguien he de follar. Mas, ¡tate! —siguió Pepa la del Perico, ya en prosa—, ¡velay por do asoma un chucho con su cipote! A falta de pan, buenas son tortas…
Pepa la del Perico silbó al can, le acarició la nuca, le sacudió ligeramente el pijo y observó, ¡la carne es flaca!, que el can le respondía enseñando un berbiquí robusto, colorado e ilusionador. ¿Para qué quiero más, —se dijo para su coleto Pepa la del Perico—, si este cipote es aún mejor que el de mi Leoncio? Ven acá, perrito, ya verás qué cositas te hago. La joven se remangó las faldas (no tuvo precisión de quitarse las bragas, porque lucía el culo pajarero), se puso en facha, se dejó montar, respiró fuerte, dijo ¡ay, ay! y se vino, se vino tres o cuatro veces, por una del perro, porque éste no se le despegaba.
—¡Vida mía, qué gusto me das, me haces más feliz que nadie! —exclamó, siguiendo una vieja costumbre, Pepa la del Perico.
Lo malo vino después, cuando Pepa la del Perico empezó a estar incómoda y quiso quedarse tumbada boca arriba y sin amante apéndice.
—¿Y qué pasó?
—Pues ya usted lo ve, don Camilo: los trabones, que no se deshincharon a tiempo y Pepa ya no podía más. Quiso remecer el culo por ver de recuperar la autonomía originaria, pero, ¡que si quieres arroz, Catalina!, hubo de suspender el movimiento, porque un dolor profundo le corroía las entrañas que quedan en lo más profundo del coño, según se llega al bandujo digestivo. ¡Qué horror! ¡Qué situación desairada!