Cuando la memoria olvida (4 page)

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Authors: Noelia Amarillo

Tags: #Erótico

BOOK: Cuando la memoria olvida
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Querido Marcos:

Puesto que no te has dignado a escribirme tarjeta alguna por San Valentín, queda claro y transparente que lo que yo pensaba que era una gran amistad, pensamiento apoyado por las veces que hemos hecho deberes juntos y las ocasiones en que has solicitado mi presencia en tu equipo para los juegos deportivos, no es otra cosa que puro y simple interés, ya sea por mejorar tus notas o por mejorar tus conexiones en la liguilla del barrio. Por tanto, atentamente te digo que desde ya puedes ir a la...

Tras la flecha estaba pegado, muy centrado, el pegote de mierda.

¡Mierda! Y nunca mejor dicho. Asquerosa cría de las narices. Se había pasado de pueblos. Marcos leyó y releyó las frases. La escritura y las expresiones rebuscadas y de marisabidilla eran típicas de Ruth, pero untar la mierda y usarlo para explicarle gráficamente a dónde podía irse, era cosa de Luka. Seguro. No había nadie tan diabólico como esa puñetera niña. Por un momento estuvo a punto de arrugar el papel, pero justo cuando iba a estrujarlo cayó en la cuenta de su "contenido". Lo cogió entre dos dedos, salió de su cuarto y lo tiró sin más miramientos al cubo de la basura. Luego se lavó las manos unas mil veces con mucho jabón mientras planeaba venganza...

El día siguiente llegó demasiado rápido para Ruth. En clase apenas atendió a la lección y en cuanto sonó el timbre de la tarde salió corriendo a la zapatería con Pili, dejando atrás a Enar y Luka, las instigadoras de la travesura. Llevaba todo el día sintiéndose fatal, con retortijones en el estómago y una sensación de haberlo hecho todo mal que no se le quitaba de la cabeza.

Cuando las chicas entraron en la zapatería, Ricardo vio en sus miradas que Algo las preocupaba.

—¿Qué tal el colegio? —preguntó.

—Bien —respondieron a la vez las niñas.

—¿Muchos deberes para esta tarde?

—No —dijeron las dos a la vez.

—¿Algún problema con los chicos? —investigó el padre de Ruth.

—Pili está por Javi —canturreó Darío, el hermano de Ruth, asomando por la puerta de la tienda.

—Tú te callas, idiota —saltó Pili echando a correr tras el pequeñajo.

—¿Algún problema con Marcos? —insistió Ricardo mirando muy seriamente a su hija mayor.

Últimamente el muchacho iba a menudo a su casa, en teoría a hacer los deberes, y parecía que se llevaban mejor que de costumbre, o al menos que no discutían tanto.

—No. Bueno, sí. Ay, la verdad es que no lo sé. —Miró a su padre compungida—. Ayer le escribí una carta por San Valentín...

Y procedió a contarle todo el tema de la carta. Sabía que había hecho mal, que no tenía motivos, y que el "regalito" era de muy mal gusto. No tenía ni la más remota idea de por qué se había dejado liar de esa manera, pero estaba muy pero que muy arrepentida. Ricardo rio con ganas al oír la trastada, y tras el rato de hilaridad, miró a su hija. Ruth tenía los ojos brillantes, al borde de las lágrimas Su niña, esa mocosa que nunca tuvo tiempo de ser pequeña, ahora se estaba haciendo mayor.

—Cariño, no te preocupes por la carta. Ni por la mierda. —Se le escapó una carcajada divertida—. La misión de los chicos a esta edad es correr, saltar y demostrar a los demás quién es más rápido, quién juega mejor, quién es más "mayor". En definitiva, se demuestran unos a otros quién es el líder. Las chicas por vuestra parte comenzáis a volveros mujercitas, a vestiros para destacar más vuestra belleza, a soñar con novios y a intimar unas con otras para conseguir lo que queréis. Y entre medias de todas estas actitudes, chicos y chicas os dedicáis simple y llanamente a fastidiaros unos a otros, a haceros diabluras y a descubrir vuestras personalidades. Si por azares del destino Pili y Javi se hacen novios, o tú y Marcos discutís, no pasa nada, porque al día siguiente todo estará olvidado.

—Mmm, papá, no entiendo qué tiene que ver lo que has dicho con lo que te he contado —comentó Ruth perpleja ante la parrafada de su padre.

—Lo que quiero decir, es que no te preocupes, lo que has hecho no tiene importancia. Todos, absolutamente todos los pobladores de la tierra lo han hecho en algún momento de su vida, y una diablura arriba o abajo no significa nada.

—Pero es que yo no hago esas cosas.

—No, y ese es el problema. Todas las niñas a tu edad, han hecho mil travesuras. Tú siempre has sido demasiado correcta, demasiado responsable. Ya era hora de que liaras alguna.

—Si tú lo dices —asintió Ruth nada convencida.

Cuando Pili regresó de cazar a Darío, Ruth seguía sin estar segura. Ella no hacía trastadas, no hacía diabluras, y sobre todo, no dejaba nada a su libre albedrío. Todo lo que hacía estaba total y completamente calculado y planificado, y esa carta se salía por completo de su esquemática vida. Esperaba que no trajese consecuencias.

Trajo consecuencias.

Sin dudarlo.

Durante las siguientes semanas, Marcos se dedicó a hacerle la vida imposible.

El día después de la entrega de la aromática carta, la había empujado a traición haciendo que cayese al suelo sobre un charco, se había sentado a horcajadas sobre ella y le había llenado las coletas de barro. Otro día le lanzó un balón a la cara en el mismo momento en que comía su bocadillo, y este había acabado en el suelo, y en otra ocasión los chicos cazaron una lagartija y Marcos se la metió debajo del abrigo. ¡Qué asco! aún sentía al bicho asqueroso recorriendo su cuerpo. Gracias a Dios que Luka sentía una especial afinidad por los reptiles y se lo había sacado, porque Enar y Pili salieron corriendo al ver al animal como alma que lleva el diablo.

Todos estos sucesos desembocaron en una espiral de travesuras, con Marcos haciendo diabluras y Luka aconsejando a Ruth trastadas todavía más fuertes. Lo que empezó siendo una venganza en toda regla, se acabó convirtiendo en el peor año de toda su vida. Chicos y chicas estaban como locos por que sonara el timbre de clase para salir corriendo a la calle e idear la mejor manera de fastidiar al enemigo. Y cuando por fin llegó el verano, la situación no hizo más que empeorar: aguadillas en las piscinas públicas, chicos colándose en el vestuario de las chicas para verlas en ropa interior, chicas empujando a los chicos a la piscina cuando estaban vestidos, chicas flirteando con la panda rival, mientras los chicos jocosos inventaban mil y una maneras de dejarlas en ridículo... En definitiva, fue el verano de los doce a los trece años que todo adolescente vive y jamás olvida.

La llegada del invierno puso fin a las correrías callejeras, a llegar a las diez la noche a casa, y a los bailes de las fiestas. Comenzaron los estudios, los deberes, los exámenes, y los fines de semana. Sábados y domingos en pandilla, cumpleaños en la hamburguesería del barrio, días entre semana haciendo los deberes juntos en casa de Ruth mientras Marcos seguía asegurando a su padre que estaba en la biblioteca. Días cortos con tardes pobladas de miradas por encima de los libros. Pili y Javi seguían siendo novios mientras el resto de la panda se inventaba cancioncillas subidas de tono que les hacían sonrojar, al tiempo que chicos y chicas buscaban avergonzados al que esperaban sería su novio/a durante el verano que aún tardaría meses en llegar.

CAPÍTULO 03

Se llama memoria a la facultad de acordarse

de aquello que quisiéramos olvidar.

DANIEL GELIN

El futuro del mundo pende del aliento

de los niños que van a la escuela.

EL TALMUD

20 de junio de 1993.

—Por tanto, nos vamos el día veinticuatro por la noche. No veo necesidad de estar más tiempo aquí puesto que acabas el colegio el día veintitrés.

—Pero... ¿Por qué tenemos que irnos? Tengo aquí todos mis amigos, mi gente. Tengo planes para el verano. ¿Qué voy a hacer yo allí?

—Marcos, no creo que te lo tenga que explicar más de una vez, ¿verdad? —preguntó su padre suavemente, con esa voz susurrante que significaba que no había marcha atrás y que tenía que aceptar los nuevos planes. Felipe era un hombre tranquilo en apariencia, con un carácter dominante imposible de soslayar. Si decidía algo, se hacía, punto.

—No, papá, claro que no. Pero... es tan repentino. ¿Y qué va a pasar con el colegio? —preguntó el niño jugando con la única cosa que le preocupaba a su padre, las notas que sacaba en el prestigioso, aburrido, estricto y religioso colegio al que iba.

—Te apuntaré a la mejor escuela que haya en Chicago, por eso no te preocupes —contestó Felipe satisfecho de que su hijo pensara en el futuro y los estudios.

—¿Y mamá? Si le das más tiempo para pensarlo, lo mismo se viene con nosotros —aventuró desesperado Marcos.

—¿Y para qué iba a querer tu madre venir con nosotros? —¿Es qué su hijo no se daba cuenta, de que era justo por su madre por quien tenían que marcharse? Que se estaba volviendo loca, y que si no andaban con cuidado acabaría por destruirles la vida.

—Pues, para estar contigo, conmigo, ya sabes como una familia, ese grupo de personas con lazos genéticos en común y que conviven juntos —contestó descarado Marcos olvidando en su desconsuelo con quién estaba hablando.

La respuesta de su padre no se hizo esperar. Un bofetón con la mano abierta cruzó su mejilla dejándole un rastro enrojecido en la cara y haciendo que cayera al suelo. Observó cómo su padre se colocaba frente a él con las venas descolocadas y los puños cerrados, y como era un chico listo que aprendía a la primera, optó por quedarse quieto en el lugar en que había caído, con la mirada fija y la boca bien cerrada en señal de sumisión. Pasados unos segundos Felipe bajó los puños, cogió a Marcos de la pechera del polo de su clasista e impecable remera y de un tirón lo puso en pie.

—Tienes cuatro días para decidir qué te llevas y una maleta para meterlo. El lunes por la tarde nos vamos. —Dichas estas palabras, dio media vuelta y salió del cuarto, dejándolo frustrado, enfadado y con tantas ganas de venganza que apenas si cabían en su cuerpo de preadolescente.

Marcos se dejó caer sobre la cama. Se iban de Madrid, de España. Y no se iban a un sitio cercano, qué va. Cruzaban el charco. Se iban a un lugar donde no conocía el idioma, donde no tenía amigos, y donde solo estarían él y su padre. ¡Joder! Su queridísimo, amantísimo y comprensivo padre le había soltado la bomba con tiempo de sobra para prepararse. Exactamente veinte minutos antes. En mil doscientos segundos su vida había dado un vuelco de ciento ochenta grados.

Miró a su alrededor, tenía apenas cuatro días para catalogar toda su existencia en Madrid y decidir qué se llevaba. Centró su atención al otro lado de la puerta. Solo se oían las voces latinas de los culebrones de su afectuosísima madre. Esa madre cariñosa que todo crío querría tener, esa que no permitiría que su hijo se fuera lejos de ella. En definitiva esa madre adorable a la que le importaba una mierda que su hijo y su marido se fueran al otro mundo, siempre y cuando la dejasen tranquila en su casa, con su tele y sus culebrones. Hundió la cara en la almohada y lloró amargamente.

Felipe estaba plenamente convencido de que hacía lo mejor para su familia. Ya no era sólo que su talento no fuera reconocido, sino que estaba seguro de que tampoco se aprovechaba la inteligencia de su hijo. Marcos podía ser el mejor en lo que se propusiera, pero nadie se daba cuenta de ello. Nadie excepto él. Tema inteligencia, aunque le faltaba un buen colegio y más disciplina. Pero ante todo, estaba Luisa. Su influencia para con Marcos. Al principio apenas sí se notaba, pero con el paso de los años su mujer había cambiado. Era cierto que se comportaba a veces de manera extraña, pero al fin y al cabo todo el mundo tema sus rarezas, pero últimamente su comportamiento errático y se había hecho demasiado evidente. Ya no era Luisa, sino cualquiera de las protagonistas de sus culebrones. Intentó hacerla ver que su conducta era contraproducente para la educación de Marcos, pero ella respondía dramáticamente tomando frases de las escenas que veía en la tele. Más tarde intentó llevarla a un psicólogo, pero se negó en rotundo, llorando y gimiendo, arrancándose los cabellos y acusándolo de tramar un plan con su ¿amante? Según el plan que imaginaba, acabaría internada en un manicomio, en el que el director de éste se enamoraría de ella, y corriendo grandes riesgos y aventuras lograría recuperar a su hijo mientras su marido moriría dejándola viuda para poder casarse con su gran amor... Llegados a este punto, Felipe decidió que por el bien mental de su hijo, no podían prolongar más su vida en común y comenzó a buscar la manera de sacarla de su vida.

Sabía de sobra que su esposa se negaría en rotundo a abandonar su casa —y la programación televisiva— y necesitaba convencerla de alguna manera de que la única solución viable para conseguir la "felicidad" en sus vidas —hablar en esos términos era lo único que hacía que su esposa le atendiese— era que Marcos y él abandonasen el país y la dejasen libre para poder vivir sin obligaciones la vida que ella merecía.

Contaba con poder disponer de algo de dinero, y para eso le hacía falta poder acceder al capital de Luisa. Una fortuna no muy grande que formaba parte de la herencia de sus suegros. Y solo la pertenecía a ella. Y mal que le pesase a Felipe, le hacía falta algo de ese dinero para iniciar una nueva vida, por tanto ideó un plan, un plan casi maquiavélico que complació a su esposa.

Con todo el "supuesto" dolor de su corazón, contó que se veía en el terrible drama de tener que abandonar su casa y su país, por su bien y el de su propio hijo. Había conseguido un empleo en Chicago, un trabajo en el que esperaba lograr reconocimiento y prestigio, y que estaba cerca de unos de los mejores colegios privados de la ciudad; un lugar en el que su hijo se convertiría en un gran hombre, un hombre inteligente que regresaría a casa hecho un ingeniero famoso y reconocido, que amaría a su madre sobre todas las cosas por el gran sacrificio que había hecho por él: el sacrificio de pagarle los estudios en un país extranjero. Luisa le escuchó semi distraída y negó con la cabeza. Ella no podía marcharse de España. Felipe contaba con ello, así que rizó un poco el rizo, la convenció de que su hijo era menospreciado por maestros y compañeros, que su futuro estaba echándose a perder y que se hacía imprescindible un cambio. Un cambio que solo ella podía hacer posible consintiendo utilizar parte de su capital para iniciar una nueva vida lejos. Entendía que Luisa no pudiera acompañarlos por su temor a volar —esta fue la jugada clave, Luisa no había montado en su vida en un avión, pero todo era cuestión de darla una excusa para no acompañarlos—, pero no se quedaría fuera de esa nueva vida, una vida que ella compartiría desde la distancia. La escribirían a diario cartas impregnadas de amor y cariño, en las que le contarían los logros que estaban consiguiendo gracias a su abnegación. Luisa se imaginó esas cartas, se vio a sí misma enseñándoselas a sus vecinas, llorando lágrimas de amor cuando las recibiera, mostrando orgullosa al mundo el tremendo sacrificio que hacía por su familia, y casi dijo que sí. Miró a su marido con un destello expectante en la mirada.

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