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Authors: Darren Shan

Tags: #Terror, Infantil y Juvenil

El circo de los extraños (10 page)

BOOK: El circo de los extraños
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Me quedé donde estaba durante mucho, mucho tiempo. Fue duro. Nunca en mi vida había estado tan asustado como entonces en aquel palco. Sólo deseaba escapar de allí tan rápido como mis piernas me lo permitieran.

Pero me quedé. Me obligué a esperar hasta que estuve seguro de que ninguno de los freaks ni de los ayudantes andaban por allí, luego me deslicé lentamente por el palco, bajé las escaleras, entré en el pasillo, y por fin salí a la noche.

Me quedé delante del teatro unos instantes, mirando la luna, observando detenidamente los árboles hasta que estuve seguro de que no había vampiros al acecho en ninguna de sus ramas. Luego, intentando recuperar la serenidad, corrí a casa. ¡A mi casa, no a la de Steve! En aquel momento no quería estar cerca de mi amigo. Steve me daba casi tanto miedo como míster Crepsley, ¡quería ser un vampiro! ¿Qué clase de lunático desea realmente ser un vampiro?

CAPÍTULO 16

Aquel domingo no telefoneé a Steve. Dije a mis padres que habíamos medio discutido, y que por eso había vuelto a casa más temprano. No les gustó nada, sobre todo el hecho de que hubiera tenido que volver solo a casa tan tarde. Papá dijo que me dejaba sin paga por un mes. No discutí. Tal como yo lo veía, todavía salía bien parado. ¡No quiero ni pensar lo que me hubieran hecho si llegan a enterarse de lo del Cirque du Freak!

A Annie le encantaron los regalos. Se tragó los caramelos en un santiamén y jugó con la araña durante horas. Hizo que le explicara hasta el último detalle del espectáculo. Quería saber qué aspecto tenían todos y cada uno de los freaks y lo que habían hecho. Puso los ojos como platos cuando le hablé del hombre lobo y de cómo le había arrancado la mano a una mujer de un mordisco.

—Me estás engañando. No puede ser verdad –dijo.

—Pues lo es –juré.

—Júramelo.

—Te lo juro.

—¿Me lo juras por tu vida?

—Te lo juro por mi vida –le dije—. Que me quede ciego si miento.

—¡Vaya! –gritó sofocadamente—. Me hubiera gustado estar allí. Si vuelves a ir, ¿me llevarás contigo?

—Por supuesto –dije—, pero no creo que el espectáculo freak venga a menudo por aquí. Siempre están de gira.

No le dije nada a Annie de que míster Crepsley fuera un vampiro, ni de que Steve quisiera convertirse en uno de ellos, pero no dejé de pensar en ellos todo el día. Quería telefonear a Steve, pero no sabía qué decirle. Se empeñaría en preguntarme por qué no había vuelto a su casa, y yo no quería explicarle que me había quedado en el teatro y le había espiado.

¡Increíble, un vampiro de verdad! De pequeño pensaba que existían, pero mis padres y profesores me habían convencido de lo contrario. ¡Bravo por la sabiduría de los adultos!

Me preguntaba cómo eran realmente los vampiros, si de verdad podían hacer todo lo que decían de ellos los libros y las películas. Había visto cómo míster Crepsley hacía volar una silla por los aires, cómo se dejaba caer desde el techo del teatro y cómo le chupaba la sangre a Steve. ¿Qué más era capaz de hacer? ¿Podía transformarse en un murciélago, desaparecer como el humo, convertirse en rata? ¿Veía su imagen en el espejo? ¿La luz del sol podía matarle?

Pero pensaba tanto en Madam Octa como en míster Crepsley. Volví a sentir deseos de comprar una araña como aquélla, a la que pudiera dominar. Si tuviera una araña como Madam Octa, podría unirme a una troupe de freaks, viajar por el mundo y vivir aventuras maravillosas.

Pasó el domingo. Miré la televisión, ayudé a papá en el jardín y a mamá en la cocina (era parte de mi castigo por haber vuelto a casa solo tan tarde), di un largo paseo por la tarde y soñé despierto con vampiros y arañas.

Llegó el lunes y había que volver al colegio. De camino me puse muy nervioso pensando en lo que iba a decirle a Steve o en lo que él pudiera decirme a mí. Además, no había dormido mucho durante el fin de semana (no es fácil conciliar el sueño cuando uno ha visto a un vampiro de verdad), así que estaba cansado y flojo.

Cuando llegué, Steve estaba en el patio, lo que no era habitual. Por lo general llegaba yo antes que él. Se había apartado de los demás y me esperaba. Respiré hondo, fui decidido hacia él y me apoyé en la pared a su lado.

—¿Qué hay? –dije.

—¿Qué hay? –contestó.

Tenía profundas ojeras bajo los ojos; estoy seguro de que había dormido incluso mucho menos que yo durante las dos últimas noches.

—¿A dónde fuiste después del espectáculo? –me preguntó.

—Me fui a mi casa –dije.

—¿Por qué? –preguntó, mirándome con suspicacia.

—Al salir estaba muy oscuro y no me fijé por dónde iba. Me equivoqué en alguna esquina y me perdí. Para cuando vi algo que me resultó familiar, estaba más cerca de mi casa que de la tuya.

Intenté que la mentira sonara convincente, y noté que dudaba en si creerme o no.

—Seguro que tuviste problemas al llegar –dijo Steve.

—¡Dímelo a mí! –refunfuñé—. Me han dejado sin paga por un mes, y mi padre dice que voy a tener que cuidar del jardín hasta la primavera y ayudar a mamá en todo lo que me pida. Aún así –añadí con una sonrisa—, valió la pena, ¿no? Quiero decir que el Cirque du Freak fue algo fantástico, ¿o no?

Steve fijó su mirada en mis ojos por un instante y decidió que le estaba diciendo la verdad.

—Sí –dijo, devolviéndome la sonrisa—. Fue genial.

Llegaron Tommy y Alan y tuvimos que explicárselo todo. Steve y yo disimulamos bastante bien. Nadie hubiera dicho que él hubiera hablado con un vampiro el viernes ni que yo lo hubiera visto.

Me di cuenta, a medida que fue pasando el día, de que las cosas habían cambiado para siempre entre nosotros. Aunque me creía, una parte de él desconfiaba. Le pillé mirándome de una forma extraña varias veces, como si le hubiera herido.

Por mi parte, ya no me sentía tan cercano a él. Me daba miedo, tanto lo que Steve le había dicho a míster Crepsley como lo que el vampiro le había contestado. Según míster Crepsley, Steve era malvado. Me preocupaba. Después de todo Steve estaba dispuesto a convertirse en vampiro y a matar para conseguir sangre. ¿Cómo podía seguir siendo amigo de alguien así?

Seguíamos charlando acerca de Madam Octa a última hora de la tarde. Steve y yo habíamos evitado hablar demasiado sobre míster Crepsley y su araña. Nos daba miedo mencionar el tema por si se nos escapaba algo. Tommy y Alan seguían importunando y acabamos por explicarles todos los detalles de aquella actuación.

—¿Cómo creéis que dominaba a la araña? –preguntó Tommy.

—Puede que fuera falsa –dijo Alan.

—No era falsa –bufé—. Ninguno de los freaks era un fraude. Por eso fue tan espectacular. No había duda de que todo era auténtico.

—¿Y entonces, cómo la dominaba? –volvió a preguntar Tommy.

—Quizá la flauta fuera mágica –dije—, o puede que míster Crepsley sepa hipnotizar arañas igual que los hindúes hacen con las serpientes.

—Pero has dicho que míster Alto también fue capaz de controlar a la araña –dijo Alan— cuando míster Crepsley la tenía en la boca.

—Ah, sí. Lo había olvidado –dije—. Bueno, supongo que eso significa que tienen que utilizar flautas mágicas.

—No usaron ninguna flauta mágica –dijo Steve.

Había estado silencioso la mayor parte del día, sin decir casi nada sobre el espectáculo, pero Steve jamás podía resistir la tentación de destrozar a alguien con sus argumentos.

—¿Y entonces, qué utilizaron? –pregunté.

—Telepatía –respondió Steve.

—¿Tiene eso algo que ver con los teléfonos? –preguntó Alan.

Steve sonrió, y Tommy y yo nos echamos a reír (aunque yo no estaba del todo seguro de lo que significaba “telepatía”, y me jugaría algo a que tampoco Tommy lo sabía).

—¡Imbécil! –se burló Steve, y golpeó a Alan en broma.

—Adelante, Steve –dije—, cuéntales lo que significa.

—La telepatía es cuando uno puede leer la mente de otra persona –explicó Steve—, o enviarle pensamientos sin hablar. Así es como controlaban a la araña, con el poder de su mente.

—¿Y qué pasa con las flautas? –pregunté.

—O bien son puro espectáculo –dijo Steve—, o bien, y es lo más probable, las necesitan para atraer su atención.

—¿Estás diciendo que cualquiera puede controlarla? –preguntó Tommy.

—Cualquiera que tenga cerebro, sí –dijo Steve—. Y eso te incluye a ti, Alan –dijo, sonriendo para mostrar que no lo creía realmente.

—¿No será también necesario utilizar una flauta mágica, saber cómo tocarla ni nada? –preguntó Tommy.

—No lo creo –respondió Steve.

Luego cambiamos de tema –fútbol, creo—, pero yo no prestaba atención. Porque, de repente, un nuevo pensamiento había empezado a darme vueltas en la cabeza, haciéndome bullir de ideas el cerebro. Me olvidé de Steve, de los vampiros y de todo lo demás.

—¿Quieres decir que cualquiera puede dominarla? –dije.

—Cualquiera con cerebro, sí.

—¿No necesitas una flauta mágica, ni saber tocarla, ni nada?

—Me cuesta imaginarlo, pero creo que es innecesaria.

Las palabras de Tommy y Steve se me quedaron en la cabeza, no podía dejar de repetirlas mentalmente, como un CD rayado.

“Cualquiera” podía controlarla. Y ese cualquiera podría ser yo. Si lograba apoderarme de Madam Octa y comunicarme con ella podría ser mi mascota y la dominaría y...

No. Era una locura. Quizá pudiera dominarla, pero nunca la poseería. Era de míster Crepsley y no había forma humana de separarlos, ni con dinero, ni con joyas ni con...

Vi la solución de repente, como un fogonazo. Una manera de arrebatársela. Una forma de hacerla mía. ¡Chantaje! Si amenazaba al vampiro con alertar a la policía tendría que entregármela.

Pero la sola idea de encontrarme frente a frente con míster Crepsley me aterrorizaba. Sabía que no era capaz de hacer aquello. Y eso sólo me dejaba una opción: ¡tenía que robarla!

CAPÍTULO 17

El mejor momento para robar la araña era por la mañana temprano. Habiendo actuado hasta tan tarde, lo más probable era que la mayoría de miembros del Cirque du Freak durmieran hasta las ocho o las nueve. Me escabulliría dentro de su campamento, encontraría a Madam Octa, la atraparía y echaría a correr. Si no lo veía posible, es decir, si había actividad, simplemente daría media vuelta, volvería a casa y me olvidaría del asunto.

Lo más difícil era elegir el día. El miércoles era ideal: el último pase estaba programado para la noche anterior, así que con toda probabilidad el circo habría levantado el campamento antes de mediodía y habría emprendido la marcha hacia su siguiente destino antes de que el vampiro pudiera despertar y descubrir el hurto. ¿Pero qué pasaría si partían nada más acabar el espectáculo, en mitad de la noche? En ese caso perdería mi gran oportunidad.

Tenía que ser al día siguiente mismo, el martes. Eso significaba que míster Crepsley dispondría de toda la noche del martes para buscar su araña –es decir, a mí—, pero ése era un riesgo que tendría que asumir.

Me acosté un poco más temprano de lo habitual. Estaba cansado y me apetecía dormir, pero sentía tal excitación que no sabía si sería capaz. Le di un beso de buenas noches a mamá y estreché la mano a papá. Ellos creyeron que estaba intentando ganármelos para recuperar la paga, pero yo lo hice por si me pasaba algo y no volvía a verlos.

Tengo una radio—despertador, y programé la alarma para las cinco de la mañana, me puse los auriculares y los conecté a la radio. Así me despertaría bien temprano sin molestar a nadie.

Me invadió el sueño antes de lo que pensaba, y dormí de un tirón hasta la mañana. Si había soñado algo, no lo recordaba.

Lo primero que recuerdo es que la alarma estaba sonando. Refunfuñé, me di la vuelta y me senté en la cama frotándome los ojos. Dudé unos instantes de dónde estaba o de por qué estaba despierto tan temprano. Entonces recordé la araña y mi plan, y sonreí de alegría.

Pero la sonrisa pronto se desvaneció de mi rostro, porque de repente me di cuenta de que la alarma del despertador no sonaba por los auriculares. ¡Debía de haber tirado del cable mientras dormía, desconectándolos! Di un salto en la cama y desconecté la alarma de un manotazo, luego me senté en la penumbra de primera hora de la mañana, con el corazón desbocado, escuchando con atención hasta los ruidos más insignificantes.

Cuando estuve seguro de que mis padres seguían dormidos, me deslicé fuera de la cama y me vestí lo más silenciosamente que pude. Fui al lavabo, y a punto estuve de vaciar la cisterna; hasta el último momento no pensé en el ruido que iba a hacer. Aparté rápidamente la mano del tirador y me sequé el sudor de la frente. ¡Aquello sí que lo hubieran oído seguro! Por los pelos. Tendría que ser más cuidadoso en el teatro.

Me deslicé escaleras abajo y salí a la calle. Estaba empezando a salir el sol, y prometía ser un día luminoso.

Caminaba deprisa y tarareaba canciones para darme ánimo. Era un amasijo de nervios; casi me volví atrás una docena de veces. En una ocasión llegué a dar media vuelta y empecé a andar hacia casa, pero entonces recordé cómo colgaba la araña de la mandíbula de míster Crepsley y los trucos que había hecho, y acabé de decidirme.

No sabría explicar por qué Madam Octa era tan importante para mí, ni qué razón me impulsaba a poner mi vida en peligro para conseguirla. Cuando miro atrás pienso que ya no estoy seguro de qué fue lo que me hizo seguir adelante. Era simplemente una imperiosa necesidad que no podía eludir.

El ruinoso edificio parecía aún más tétrico a la luz del día. Se veían grietas en la fachada, agujeros roídos por las ratas, telarañas en las ventanas. Con un estremecimiento, me apresuré a refugiarme en la parte trasera. Estaba desierta. Viejas casas vacías, solares llenos de chatarra, montañas de desechos. Más tarde a lo largo del día habría gente en movimiento por allí, pero a aquella hora parecía una ciudad fantasma. Ni siquiera vi un solo gato o un perro.

Tal como había imaginado, había un montón de sitios por los que poder colarse al teatro. Tenía dos puertas y muchas ventanas entre las que elegir.

Había varios coches y caravanas aparcados en el exterior del edificio. No vi que llevaran ningún cartel o fotografía publicitarios, pero estaba seguro de que pertenecían al Cirque du Freak. De repente caí en la cuenta de que probablemente los freaks durmieran en las caravanas. Si míster Crepsley tenía su hogar en una de ellas, mi plan se había ido a pique.

Me colé dentro del teatro, donde hacía aún más frío que la noche del sábado, y recorrí un largo pasillo de puntillas, luego otro, ¡y otro más! La parte trasera parecía un laberinto, y empezó a preocuparme la idea de no encontrar el camino de vuelta.

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