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Authors: Darren Shan

Tags: #Terror, Infantil y Juvenil

El circo de los extraños (8 page)

BOOK: El circo de los extraños
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A continuación sacó una minúscula cena esmeradamente servida. Había platos, cuchillos y tenedores diminutos, así como vasos chiquititos. Los platos estaban llenos de moscas muertas y otros pequeños insectos. No sé qué era lo que contenían los vasos.

Madam Octa tomó su cena con una pulcritud admirable. Era perfectamente capaz de coger los cubiertos –cuatro cuchillos y tenedores a la vez— y comer con ellos. ¡Tenía hasta un falso salero con el que sazonó uno de los platos!

Creo que fue cuando bebía del vaso cuando decidí que Madam Octa era la mascota más extraordinaria que hubiera visto nunca. Habría dado cualquier cosa por poseerla. Sabía que era imposible –mamá y papá no me dejarían tenerla aun en el caso de que pudiera comprarla—, pero eso no evitaba que lo deseara con todas mis fuerzas.

Al terminar su número, míster Crepsley volvió a meter a la araña en su caja y saludó con una inclinación a un público enfervorecido. Oí decir a alguien que era injusto haber matado a la pobre cabra, pero había sido sensacional.

Me giré hacia Steve para comentarle lo extraordinaria que me había parecido la araña, pero él observaba fijamente a míster Crepsley. Ya no parecía asustado, pero tampoco tenía un aspecto del todo normal.

—Steve, ¿qué te pasa? –pregunté.

No respondió.

—¿Steve?

—¡Shhh! –musitó, y no pronunció ni una palabra hasta que míster Crepsley se hubo ido. Observó atentamente cómo aquel hombre de aspecto extravagante desaparecía entre bambalinas. Luego se volvió hacia mí y balbució:

—¡Es increíble!

—¿La araña? –pregunté—. Ha sido fantástico. ¿Cómo crees tú que lo hace para...?

—¡No estoy hablando de la araña! –me espetó— ¿A quién le importa un estúpido arácnido? Hablo de... de míster Crepsley.

Se interrumpió un instante antes de pronunciar su nombre, como si hubiera estado a punto de llamarle de alguna otra forma.

—¿Míster Crepsley? –pregunté, desconcertado—. ¿Qué tiene él de fantástico? Lo único que ha hecho es tocar la flauta.

—Tú no lo entiendes –se impacientó Steve—. No sabes quién es en realidad.

—¿Y tú sí lo sabes? –pregunté.

—Sí –dijo—, ya que lo preguntas, sí que lo sé.

Se frotó la barbilla; pareció inquietarse de nuevo.

—Sólo espero que él no se dé cuenta de que lo sé. De lo contrario... puede que nunca salgamos con vida de aquí.

CAPÍTULO 13

Había otro descanso tras la actuación de míster Crepsley y Madam Octa. Intenté que Steve me explicara algo más acerca de la verdadera identidad de aquel hombre, pero sus labios estaban sellados. Lo único que dijo fue:

—Tengo que pensar detenidamente en esto.

Luego cerró los ojos, agachó la cabeza y se quedó pensativo.

Volvieron a vender bagatelas durante el intermedio: barbas como la de la mujer barbuda, muñecos de Hans el Manos y, lo mejor de todo, arañas de goma idénticas a Madam Octa. Compré dos, una para mí y otra para Annie. No era lo mismo que poseer la auténtica, pero tendría que conformarme.

También vendían telarañas de caramelo. Compré seis con todo el dinero que me quedaba y me comí dos mientras esperaba a que saliera el siguiente freak. Sabían igual que las nubes de algodón azucarado. La segunda me la coloqué sobre los labios y la chupé como había hecho míster Crepsley.

Las nubes se atenuaron hasta dejar la sala en penumbra y todos volvieron a ocupar sus asientos. Era el turno de Gertha Dientes. Era una mujer corpulenta, con gruesos muslos, brazos gruesos, cuello grueso y cabeza gorda.

—¡Señoras y caballeros, soy Gertha Dientes! –dijo, muy seria—. ¡Tengo los dientes más fuertes del mundo! Cuando era niña, mi padre me metió los dedos en la boca, jugando, ¡y le corté dos de un mordisco!

Unos cuantos se echaron a reír, pero los acalló con una furiosa mirada.

—¡No soy cómica! –disparó—. ¡Si alguien vuelve a reírse de mí bajare y le arrancaré la nariz de un mordisco!

Aquello sonaba bastante divertido, pero nadie se atrevió a soltar ni una risita.

Hablaba en voz muy alta. Todo lo que decía parecía un grito encerrado entre signos exclamativos (¡!).

—¡Dentistas de todo el mundo se han quedado con la boca abierta al ver mi dentadura! –dijo— ¡Me han examinado en los mejores gabinetes de odontología del mundo, pero nadie ha sido capaz de explicar la causa de que sean tan fuertes! ¡Me han ofrecido grandes cantidades de dinero por prestarme como conejillo de indias, pero me gusta viajar, así que las rechacé!

Cogió cuatro barras de acero, todas de unos treinta centímetros de largo, pero de diferentes grosores. Pidió voluntarios y cuatro hombres se apresuraron a subir al escenario. Dio a cada uno de ellos una barra y les pidió que intentaran doblarlas. Pusieron todo su empeño, pero no lo consiguieron. Cuando se dieron por vencidos, ella cogió la barra más delgada, se la llevó a la boca y ¡la seccionó de un mordisco limpiamente!

Devolvió las dos mitades a uno de los hombres. Él se la quedó mirando estupefacto, luego se llevó un extremo a la boca y probó a morder para asegurarse de que era acero auténtico. Sus aullidos de dolor al casi partirse los dientes fueron la mejor prueba de que, en efecto, se trataba de acero.

Gertha hizo lo mismo con la segunda y tercera barras, cada una de las cuales era más gruesa que la anterior. En cuanto a la cuarta, la más gruesa de todas, la trituró como si fuera una tableta de chocolate.

A continuación, dos de los ayudantes encapuchados de azul sacaron al escenario un enorme radiador, ¡y Gertha lo llenó de agujeros a bocados! ¡Luego trajeron una bicicleta y la convirtió con los dientes en una pelotita, con ruedas y todo! No creo que hubiera nada en el mundo que Gertha no fuera capaz de masticar si se lo proponía.

Llamó nuevos voluntarios al escenario. Le entregó a uno de ellos un mazo de hierro y un enorme escoplo, a otro un martillo y un escoplo más pequeño, y al tercero una sierra eléctrica. Se tendió boca arriba y se colocó el escoplo grande en la boca. Indicó con un gesto de cabeza al primer voluntario que golpeara con el mazo.

Él levantó el mazo por encima de su cabeza y lo dejó caer. Creí que iba a abrirle la cara, y lo mismo pensó mucha otra gente, a juzgar por los suspiros y por la forma de taparse los ojos de buena parte del público.

Pero Gertha no era estúpida, esquivó el golpe y el mazo se estrelló contra el suelo. Se sentó y escupió el escoplo con despreció.

—¡Ja! –bufó—. ¿Cree que me he vuelto loca?

Apareció uno de los encapuchados y le quitó el mazo de las manos al espectador.

—¡Sólo le necesitaba para demostrar que el mazo es auténtico! –le dijo—. Y ahora –anunció dirigiéndose al resto del público—, ¡observen!

Volvió a tumbarse y se metió el escoplo en la boca. El encapuchado esperó un instante, luego levantó el mazo y lo dejó caer con más fuerza y velocidad que el espectador. Dio de lleno en el escoplo y se oyó un ruido infernal.

Gertha se incorporó. Yo esperaba ver dientes cayéndole de la boca, pero cuando la abrió y extrajo de ella el escoplo, ¡no quedaba más que una punta por ver! Se echó a reír y dijo:

—¡Ja! ¡Creían que había comido más de lo que podía masticar!

Le había llegado el turno de trabajar al segundo voluntario, el que tenía el martillo y el escoplo más pequeños. Le advirtió que tuviera cuidado con las encías y le permitió que colocara el escoplo contra sus dientes e intentara partirlos. Casi se dejó el brazo en su intento por golpear con el martillo con todas sus fuerzas, pero no consiguió hacerles ni un rasguño.

El tercer voluntario intentó cortarlos con la sierra eléctrica. Pasó la máquina de un lado a otro de su boca, saltaban chispas por todas partes, pero cuando se detuvo y el polvo se hubo disipado, los dientes de Gertha estaban más blancos, resplandecientes y sólidos que nunca.

Tras ella salieron los Gemelos de Goma, Sive y Seersa. Eran idénticos, y ambos contorsionistas, como Alexander Calavera. Su número consistía en trenzar sus cuerpos hasta parecer una sola persona con dos caras y sin espaldas, o dos troncos sin piernas. Eran muy buenos y fue muy interesante, pero deslucido comparado con el resto de los artistas.

Cuando Sive y Seersa terminaron, salió míster Alto y nos dio las gracias por nuestra asistencia. Pensé que los freaks volverían a salid a saludar todos en fila, pero no lo hicieron. En lugar de eso, míster Alto nos anunció que podíamos comprar más baratijas en el vestíbulo al salir. Nos pidió que promocionáramos el espectáculo entre nuestros amigos. Luego volvió a darnos las gracias por asistir y dijo que el espectáculo había terminado.

Me decepcionó un poco que terminara con un número tan flojo, pero era tarde y supongo que los freaks estarían cansados. Me puse en pie, recogí todo lo que había comprado y me giré para decirle algo a Steve.

Miraba fijamente hacia arriba, al palco que había por detrás de mí, con los ojos como platos. Me volví para ver qué demonios estaba mirando, y cuando lo hice, la gente que teníamos detrás empezó a chillar. Al levantar la mirada, supe por qué.

En el palco había una gigantesca serpiente, una de las más largas que haya visto nunca, ¡y reptaba bajando por una de las columnas hacia la gente que estábamos abajo!

CAPÍTULO 14

La lengua de la serpiente chasqueaba en el aire como un látigo cada vez que la sacaba a la velocidad del relámpago, y parecía tremendamente hambrienta. Su colorido no era muy espectacular –verde oscuro con algunas pinceladas de colores más brillantes aquí y allá—, pero parecía mortífera.

La gente que estaba bajo el palco corrió de nuevo a sus asientos. Todos gritaban y corrían dejando caer sus cosas por el camino. Hubo desmayos, y algunos cayeron al suelo y fueron aplastados por la turba. Steve y yo tuvimos suerte de encontrarnos cerca de la parte delantera: éramos los más pequeños de todo el teatro, y habríamos mordido el polvo si nos llegamos a ver envueltos en aquella turbamulta.

La serpiente estaba a punto de alcanzar el suelo cuando un potente foco apuntó su haz luminoso directamente sobre su cabeza. El reptil se quedó paralizado, mirando sin parpadear hacia la luz. La gente dejó de correr y el pánico pareció mitigarse. Quienes se habían caído volvieron a ponerse en pie, y por fortuna nadie parecía estar herido de gravedad.

Se oyó un ruido a nuestras espaldas. Me giré para mirar de nuevo al escenario. En él había un chico, casi un niño. Debía de tener catorce o quince años, muy delgado, una larga cabellera verde amarillenta. La forma de sus ojos era extraña, rasgados como los de la serpiente. Llevaba una larga túnica blanca.

El chico emitió un sonido sibilante y alzó los brazos por encima de la cabeza. La túnica cayó a sus pies y todos dejamos escapar un grito de sorpresa. ¡Tenía el cuerpo cubierto de escamas! Todo él despedía resplandecientes reflejos como destellos, verdes, dorados, amarillos y azules. No llevaba puesto más que un sucinto taparrabos. Se dio la vuelta para que le viéramos la espalda, y era igual que por delante, excepto en que algunos reflejos eran más oscuros.

Cuando se volvió de nuevo hacia nosotros, se tendió cuan largo era sobre el abdomen y empezó a reptar fuera del escenario exactamente igual que una serpiente. Fue entonces cuando recordé al niño serpiente que anunciaba el cartel y até cabos.

Al llegar al suelo se puso en pie y caminó hasta el fondo de la sala. Cuando pasó a mi lado vi que sus manos y pies eran muy raros: entre dedo y dedo tenía una fina membrana que los unía. Se parecía un poco a un monstruo que había visto una vez en una película de terror, el que vivía en aquel oscuro lago.

Se detuvo a pocos metros de la columna y se enroscó en el suelo. El foco que había mantenido deslumbrada, yo diría que hipnotizada, a la serpiente, se apagó, y ésta empezó a moverse de nuevo, a recorrer deslizándose el último tramo de la columna. El chico soltó otra vez un sonido sibilante y la serpiente se detuvo. Recordé haber leído en algún sitio que las serpientes no oyen, pero captan la vibración de los sonidos.

El niño serpiente se arrastró un poco hacia la izquierda, luego hacia la derecha. La cabeza de la serpiente seguía sus movimientos, pero no le atacaba. El chico reptó más cerca de la serpiente, hasta meterse dentro de su radio de acción. Yo esperaba que saltara sobre él y le matara, sentía deseos de gritarle que corriera.

Pero el niño serpiente sabía lo que hacía. Cuando estuvo lo bastante cerca saltó hacia delante y empezó a acariciar a la serpiente por debajo del maxilar con sus extrañas manos palmeadas. ¡Luego se inclinó y la besó en la nariz!

La serpiente se enrolló al cuello del chico. Dio un par de vueltas a su alrededor y dejó la cola colgando por encima del hombro y espalda abajo como un pañuelo.

El chico acarició a la serpiente y sonrió. Pensé que iba a pasear entre el público y a dejar que la acariciáramos, pero no fue así. Lo que hizo fue irse al lado del teatro más alejado de la puerta de salida. Desenrolló la serpiente de su cuello, la colocó en el suelo y volvió a acariciarla por debajo de la mandíbula.

Esta vez abrió mucho la boca; vi claramente los colmillos. El niño serpiente se tendió de espaldas a cierta distancia de la serpiente y luego ¡empezó a reptar hacia ella!

“No –me dijo—, espero que no vaya a...”

Pero sí, ¡metió la cabeza entre las fauces abiertas de la serpiente!

El niño serpiente permaneció así unos segundos y después, lentamente, sacó la cabeza. Dejó que la serpiente se enrollara una vez más en su cuerpo, luego empezó a dar vueltas y más vueltas sobre sí mismo hasta que el animal le cubrió por completo, con la única excepción de la cara. Se las arregló para ponerse en pie de un salto y sonreír. ¡Parecía una alfombra enrollada!

—Y ahora, señoras y caballeros –dijo míster Alto desde el escenario a nuestras espaldas—, hemos llegado de verdad al final del espectáculo.

Sonrió y desapareció del escenario, desvaneciéndose en el aire entre una nube de humo. Cuando ésta se disipó, le vi al fondo del teatro sosteniendo abiertas las cortinas de salida.

Las guapas asistentas y los misteriosos seres encapuchados de azul estaban en pie a ambos lados de él, sosteniendo en los brazos bandejas llenas de golosinas. Me arrepentí de no haberme guardado algo de dinero.

Steve no dijo nada mientras hacíamos cola. Yo notaba por la expresión seria de su rostro que todavía estaba pensativo, y sabía por experiencia que era inútil intentar hablar con él. Cuando Steve caía en uno de esos estados de ánimo tan peculiares en él, no había forma humana de hacerle despertar.

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