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Authors: Darren Shan

Tags: #Terror, Infantil y Juvenil

El circo de los extraños (4 page)

BOOK: El circo de los extraños
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Todos estábamos de acuerdo con él, pero no podíamos hacer nada al respecto, aparte de rondar por el patio y dar patadas al suelo con cara de vinagre.

Por fin, Alan hizo la pregunta que todos teníamos en mente.

—Entonces, ¿quién se queda con las entradas?

Nos miramos unos a otros y agitamos las cabezas indecisos.

—Bueno, Steve tiene que quedarse con una por fuerza –dije—. Ha puesto más dinero que los demás y fue a comprarlas, así que le corresponde una, ¿estamos de acuerdo?

—De acuerdo –dijo Tommy.

—De acuerdo –dijo Alan.

Creo que se quedó con ganas de discutirlo, pero sabía que no se saldría con la suya.

Steve sonrió y cogió una de las entradas.

—¿Quién se viene conmigo? –preguntó.

—Yo traje el cartel –se apresuró a decir Alan.

—¡Eso no cuenta! –le dije—. Steve debería poder elegir.

—¡De eso nada! –rió Tommy—. Tú eres su mejor amigo. Si le dejamos elegir, te escogerá a ti. Yo voto por que peleemos por la entrada. Tengo guantes de boxeo en casa.

—¡Ni hablar! –chilló Alan.

Es esmirriado y nunca se mete en peleas.

—Yo tampoco quiero pelear –dije.

No es que sea cobarde, pero sabía que no tenía la menor oportunidad enfrentándome a Tommy. Su papá le enseña a boxear como un auténtico púgil y hasta tienen su propio saco de entrenamiento. Me habría derribado en el primer asalto.

—Juguémonoslo a quien saque la pajita más corta –dije, pero Tommy no aceptó mi propuesta.

Tiene una mala suerte horrorosa y nunca gana en ese tipo de juegos.

Seguimos discutiendo hasta que a Steve se le ocurrió una idea.

—Ya sé qué podemos hacer –dijo, abriendo su cartera escolar.

Arrancó las dos páginas centrales de un cuaderno y, con ayuda de la regla, las cortó cuidadosamente en trocitos de un tamaño aproximado al de la entrada. Luego sacó la fiambrera del desayuno, ya vacía, y echó dentro los pedazos de papel.

—La cosa funciona así –dijo, sosteniendo en alto la segunda entrada—. Echo esto aquí dentro, tapo y lo agito, ¿vale? –Todos asentimos—. Os ponéis los tres hombro con hombro y yo os echo los papeles por encima de la cabeza. El que atrape la entrada gana. Yo y el ganador devolveremos a los otros dos su dinero en cuanto nos sea posible. ¿Os parece justo, o alguien tiene una idea mejor?

—A mí me parece bien –dije.

—No sé –rezongó Alan—. Yo soy el más joven. No puedo saltar tan alto como...

—Deja de quejarte –dijo Tommy—. Yo soy el más bajito de los tres y no me importa. Además, la entrada puede salir por debajo del montón, bajar flotando e ir a parar justo en el lugar idóneo para que lo pille el más bajo.

—De acuerdo –dijo Alan—. Pero sin empujar.

—Vale –dije—. Nada de violencia.

—Estoy de acuerdo –asintió Tommy.

Steve tapó el recipiente y lo agitó a conciencia.

—Preparados –dijo.

Nos retiramos a cierta distancia de Steve y nos pusimos en fila. Tommy y Alan estaban muy juntos, pero yo me mantuve un poco apartado, con la idea de tener espacio suficiente para mover los dos brazos.

—Muy bien –dijo Steve—. Lo lanzaré todo por los aires a la de tres. ¿Todos listos?

Los tres asentimos.

—Uno –dijo Steve.

Y vi cómo el sudor perlaba la cara de Alan alrededor de los ojos.

—Dos –dijo Steve.

Y a Tommy se le crisparon los dedos.

—¡Y tres! –gritó Steve, al tiempo que sacaba la tapa y lanzaba los papeles bien alto por los aires.

Un soplo de brisa empujó los pedazos de papel directamente hacia nosotros. Tommy y Alan empezaron a gritar y manotear salvajemente. Era imposible distinguir la entrada entre los fragmentos de papel.

Estaba a punto de empezar a agarrar papeles a voleo cuando, de repente, sentí la urgente necesidad de hacer algo de lo más extraño. Puede parecer una locura, pero siempre he creído que lo mejor es seguir mis impulsos o presentimientos.

Así que lo que hice fue cerrar los ojos, extender las manos como si fuera ciego, y esperar que sucediera un milagro como por arte de magia.

Como seguramente todo el mundo sabe, cuando uno intenta hacer algo que ha visto en una película, por regla general no funciona. Como cuando intentas derrapar con la bicicleta o elevarte por los aires con el monopatín. Pero muy de vez en cuando, cuando menos lo esperas, todo coincide.

Durante un segundo noté cómo los papeles revoloteaban por entre mis manos. Estaba a punto de atraparlos, pero algo me decía que no era todavía el momento. Luego, al instante siguiente, una voz interior me gritó: “¡AHORA!”

Cerré rapidísimamente las manos.

El viento amainó y los pedazos de papel cayeron al suelo. Abrí los ojos y vi a Alan y Tommy de rodillas, buscando la entrada.

—¡Aquí no está! –dijo Tommy.

—¡No la encuentro por ninguna parte! –gritó Alan.

Dejaron de buscar y levantaron la vista hacia mí. Yo no me había movido. Estaba quieto y en silencio, las manos cerradas con fuerza.

—¿Qué tienes en las manos, Darren? –preguntó Steve en voz baja.

Me lo quedé mirando, incapaz de responder. Era como si estuviera soñando, como un sueño en el que no podía moverme ni hablar.

—Él no la tiene –dijo Tommy—. Es imposible. Tenía los ojos cerrados.

—Puede ser –dijo Steve—, pero algo hay en esos puños apretados.

—Ábrelos –dijo Alan, dándome un empujón—. Veamos qué escondes ahí.

Miré a Alan, luego a Tommy, después a Steve. Y entonces, muy lentamente, abrí la mano derecha.

No había nada.

Se me encogió el corazón... y el estómago. Alan sonrió y Tommy empezó a buscar de nuevo por el suelo, intentando encontrar la entrada perdida.

—¿Y la otra mano? –preguntó Steve.

Bajé la mirada hasta mi mano izquierda, cerrada en un puño. ¡Casi me había olvidado de ella! Lentamente, aún más lentamente que antes, la abrí.

Había un pedazo de papel de color verde justo en el centro de la mano, pero estaba boca abajo, y como no llevaba nada escrito por detrás, tuve que darle la vuelta, aunque sólo fuera para asegurarme. Y allí, en letras rojas y azules, el nombre mágico:

CIRQUE DU FREAK.

La tenía. La entrada era mía. Iba a ir al espectáculo freak con Steve.

—¡¡¡SSSÍÍÍÍÍÍÍÍÍ!!! –grité, lanzando un puñetazo al aire.

¡Había ganado!

CAPÍTULO 7

Las entradas eran para la función del sábado, lo que resultaba perfecto, puesto que así tendría la oportunidad de hablar con mis padres y preguntarles si podía quedarme a dormir en casa de Steve el sábado por la noche.

No les dije nada del espectáculo freak, porque sabía que me dirían que no si se enteraban. Me hizo sentir mal no decirles toda la verdad, pero en realidad tampoco se podía decir que les hubiera mentido: me había limitado a mantener la boca cerrada.

El sábado no acababa de pasar lo suficientemente rápido. Intenté mantenerme ocupado, que es la mejor manera de conseguir que el tiempo pase sin notarlo, pero no podía dejar de pensar en el Cirque du Freak, deseando que llegara la hora de ir hacia allí. Estaba de bastante mal humor, cosa rara en mí siendo además sábado, y mamá se alegró de perderme de vista cuando llegó la hora de partir hacia casa de Steve.

Annie sabía que iría al espectáculo freak y me pidió que le llevara algo, una fotografía si podía, pero le dije que no permitían entrar con cámaras fotográficas (así lo especificaba la entrada), y no tenía bastante dinero para comprarle una camiseta. Le dije que le compraría un pin si los tenían, o un póster, pero con la condición de que lo tuviera escondido y no les dijera a mamá y papá de dónde lo había sacado en caso de que lo encontraran.

Papá me dejó en casa de Steve a las seis en punto. Me preguntó a qué hora quería que me recogiera por la mañana. Le dije que hacia el mediodía ya iba bien.

—No veáis películas de terror, ¿vale? –dijo antes de marcharse—. No quiero que vuelvas a casa con pesadillas.

—¡Oh, papá! –protesté—. Pero si todos los de mi clase ven películas de terror.

—Escucha –dijo—. No me importa que veas una vieja película de Vincent Price, o alguna de las menos terroríficas de Drácula, pero nada de esas horribles películas modernas, ¿de acuerdo?

—Vale –prometí.

—Buen chico –dijo, y se alejó en su coche.

Fui a toda prisa hasta la casa y toqué el timbre cuatro veces, que era el código secreto que tenía con Steve. Él debía de estar esperando justo allí, porque abrió la puerta de inmediato y tiró de mí hacia dentro.

—Ya era hora –gruñó, y luego señaló hacia las escaleras—. ¿Ve esa colina? –preguntó, hablando como un soldado en una película bélica.

—Sí, señor –dije, dando un golpe de tacones.

—Tenemos que tomarla al amanecer.

—¿Utilizaremos rifles o ametralladoras, señor? –pregunté.

—¿Se ha vuelto loco? –ladró—. Jamás podríamos transportar una ametralladora entre todo ese lodo.

Señaló la alfombra con un gesto de cabeza.

—Lo mejor serán los rifles, señor –convine.

—Y si nos capturan –me advirtió—, guarde la última bala para usted.

Empezamos a subir las escaleras como dos soldados, disparando armas imaginarias contra imaginarios enemigos. Era infantil, pero muy divertido. Steve “perdió” una pierna durante el ascenso y tuve que ayudarle a subir hasta la cima.

—¡Me habéis arrebatado una pierna –gritó desde el descansillo—, y podéis quitarme hasta la vida, pero jamás conseguiréis conquistar mi país!

Era un discurso conmovedor. Por lo menos conmovió a la señora Leonard, que vino desde la sala del piso inferior a ver qué era todo aquel jaleo. Sonrió al verme y me preguntó si quería comer o beber algo. No me apetecía nada. Steve dijo que a él sí le apetecía un poco de caviar con champagne, pero no lo dijo en un tono divertido, así que no me reí.

Steve no se llevaba bien con su madre. Vive solo con ella –su padre se marchó cuando Steve era pequeño— y siempre están discutiendo y gritando. No sé por qué. Nunca se lo he preguntado. Hay ciertas cosas de las que no hablas con tus amigos si eres chico. Las chicas sí pueden hablar de esas cosas, pero si eres chico tienes que hablar de ordenadores, fútbol, guerras y ese tipo de asuntos. Los padres no son un tema atractivo.

—¿Cómo nos escaparemos esta noche? –pregunté en un susurro, mientras la mamá de Steve volvía a la sala.

—No hay problema –dijo Steve—. Ella va a salir.

A menudo la llamaba “ella” en lugar de “mamá”.

—Cuando vuelva pensará que estamos acostados.

—¿Y si lo comprueba?

Steve se echó a reír groseramente.

—¿Entrar en mi habitación sin que la llame? No se atrevería.

No me gustaba Steve cuando hablaba de esa forma, pero no dije nada para evitar que cogiera una de sus rabietas. No quería hacer nada que pudiera echar a perder el espectáculo.

Steve sacó algunos de sus cómics de terror y los leímos en voz alta. Steve tiene cómics fantásticos, pensados sólo para adultos. ¡Mis padres se subirían por las paredes si supieran de su existencia!

Steve tiene también montones de revistas viejas y libros sobre monstruos y vampiros y hombres lobo y fantasmas.

—¿La estaca tiene que ser necesariamente de madera? –pregunté al acabar de leer un cómic de Drácula.

—No –dijo él—. Puede ser de metal o de marfil, incluso de plástico, con tal de que sea lo bastante resistente como para llegar a atravesar directamente el corazón.

—¿Y eso mataría a un vampiro? –pregunté.

—Siempre –dijo él.

Fruncí el ceño.

—Pero me dijiste que había que cortarles la cabeza y rellenarla de ajo y echarla al río.

—Algunos libros dicen que eso es lo que hay que hacer –admitió—. Pero eso hay que hacerlo para asegurarse de que matas también el espíritu del vampiro, además del cuerpo, así no puede volver en forma de fantasma.

—¿Puede volver un vampiro en forma de fantasma? –pregunté, con los ojos como platos.

—Probablemente no –dijo Steve—. Pero si dispones de tiempo y quieres asegurarte, vale la pena cortarles la cabeza y deshacerse de ella. No puedes correr riesgos cuando se trata de vampiros, ¿no te parece?

—Claro –dije, estremeciéndome—. ¿Y qué me dices de los hombres lobo? ¿Se necesitan balas de plata para acabar con ellos?

—Creo que no –dijo Steve—. Me parece que con balas normales es suficiente. Puede que tengas que disparar un montón de veces, pero acaban por funcionar.

Steve sabe todo lo que hay que saber acerca de cualquier cosa que tenga que ver con lo terrorífico. Se ha leído todos los libros de terror que puedan existir. Él dice que cada historia contiene por lo menos un poquito de verdad, aunque la mayoría no sean más que invenciones.

—¿Tú crees que el hombre lobo del cirque du Freak será un hombre lobo de verdad? –pregunté.

Steve meneó la cabeza.

—Por lo que yo he leído –dijo— los hombres lobo de los espectáculos de freaks no son más que hombres muy peludos. Algunos son más animales que personas, y comen gallinas vivas y cosas así, pero no son hombres lobo. Un verdadero hombre lobo no resultaría práctico para esos espectáculos, porque sólo pueden convertirse en lobo cuando hay luna llena. Cualquier otra noche sería una persona normal y corriente.

—Ah –dije—. ¿Y el niño serpiente? ¿Tú crees que...?

—Eh –rió—, guárdate las preguntas para luego. Los espectáculos de hace mucho tiempo eran horribles. Los dueños solían matar de hambre a sus freaks, los tenían encerrados en jaulas y los trataban como si fueran inmundicia. Pero no sé cómo será el que vamos a ver. Puede que ni siquiera sean freaks auténticos: quizá sean sólo gente disfrazada.

El espectáculo de los freaks se celebraba en un lugar cercano al otro extremo de la ciudad. Teníamos que salir no mucho más tarde de las nueve para estar seguros de llegar a tiempo. Hubiéramos podido coger un taxi, pero habíamos preferido utilizar la mayor parte de nuestro dinero de bolsillo para reponer el que Steve le había cogido a su madre. Además, era más divertido pasear. ¡Le añadía misterio al asunto, todo era más espectral!

Nos contamos historias de fantasmas mientras caminábamos. Fue Steve quien habló la mayor parte del tiempo, ya que él sabe mucho más que yo al respecto. Estaba en plena forma. A veces olvida los finales de las historias, o confunde los nombres, pero aquella noche no. ¡Aquello era mejor que estar con Stephen King!

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