—Muy bien –dijo Steve—. Vamos corriendo cada uno a su casa, cogemos la pasta y volvemos a encontrarnos aquí. Decid a vuestros padres que habéis olvidado un libro o algo así. Juntamos todo el dinero y yo añadiré lo que falte del bote de mi casa.
—¿Y qué pasará si no puedes robar... quiero decir, tomar prestado el dinero? –pregunté.
Se encogió de hombros.
—Entonces no hay negocio. Pero nunca lo sabremos si ni siquiera lo intentamos. Y ahora venga, ¡deprisa!
Dicho esto, se marchó a todo correr. Momentos después, Tommy, Alan y yo nos decidimos y echamos a correr también.
Aquella noche no conseguía pensar en otra cosa que en el espectáculo freak. Intenté olvidarme, pero no podía, ni siquiera mientras miraba mis programas favoritos por la tele. Sonaba tan extraño: un niño serpiente, un hombre lobo, una araña adiestrada. Yo me sentía especialmente excitado por la araña.
Mamá y papá no notaron que pasara nada, pero Annie sí. Annie es mi hermana pequeña. Puede llegar a ponerse bastante pesada, pero la mayor parte del tiempo es tranquila y sabe cómo comportarse. Cuando me porto mal, no va corriendo a explicarle cuentos a mamá, y sabe guardar un secreto.
—¿Qué te pasa? –me preguntó después de cenar.
Estábamos solos en la cocina, lavando platos.
—Nada –dije.
—Sí, algo te pasa –dijo ella—. Llevas toda la noche muy raro.
Sabía que seguiría preguntando hasta obtener la verdad, así que le expliqué lo del espectáculo freak.
—Suena fantástico –convino conmigo—, pero te será imposible entrar.
—¿Por qué? –pregunté.
—Apuesto algo a que no dejan entrar a menores. Tiene pinta de ser un espectáculo para adultos.
—Probablemente no dejarían entrar a una niñata como tú –dije poniéndome grosero—, pero yo y los chicos entraremos sin problemas.
Eso la puso de mal humor, así que le pedí perdón:
—Lo siento –dije—, no quería decir eso. Es sólo que me fastidia que lo más probable es que tengas razón, Annie, ¡y daría cualquier cosa por poder asistir!
—Tengo una caja de maquillaje que te puedo prestar –dijo—. Puedes pintarte arrugas y cosas así. Te hará parecer mayor de lo que eres.
Sonreí y le di un gran abrazo, cosa que no hago muy a menudo.
—Gracias, hermanita –dije—, pero no hace falta. Si entramos, entramos, y si no, no pasa nada.
No hablamos mucho más del asunto. Acabamos de secar los platos y nos fuimos a toda prisa a la sala a ver la tele. Papá llegó a casa a los pocos minutos. Trabaja en edificios en construcción por toda la zona, y a menudo llega tarde. A veces viene de mal humor, pero aquella noche estaba de buenas y le dio a Annie varias vueltas haciéndola volar.
—¿Ha pasado algo emocionante hoy? –preguntó tras decirle hola a mamá y darle un beso.
—He vuelto a meter otros tres goles seguidos en el recreo –le dije.
—¿De veras? –dijo—. Magnífico. Bien hecho.
Bajamos el volumen de la televisión mientras papá cenaba. Le gusta tener un poco de paz y tranquilidad mientras come, y a menudo nos pregunta cosas o nos cuenta anécdotas de su jornada de trabajo.
Al cabo de un rato, mamá se fue a su habitación para dedicarse a sus álbumes de sellos. Es coleccionista de sellos y se lo toma muy en serio. Yo también los coleccionaba, cuando era más pequeño y me divertía con cualquier cosa.
Asomé la nariz para ver si tenía algún sello nuevo con animales exóticos o arañas. No tenía ninguno. Mientras estuve allí con ella, la tanteé a ver qué decía de los espectáculos de freaks.
—Mamá –dije—, ¿has estado alguna vez en un espectáculo freak?
—¿Un qué? –preguntó, concentrada en los sellos.
—Un espectáculo freak –repetí—. Con mujeres barbudas, hombres lobo y niños serpiente.
Levantó la vista y me miró parpadeando.
—¿Un niño serpiente? –preguntó— ¿Y qué demonios es un niño serpiente?
—Es un... –me interrumpí al darme cuenta de que no lo sabía—. Bueno, no importa –dije—. ¿Has estado alguna vez en uno de esos espectáculos?
Negó con la cabeza.
—No. Son ilegales.
—Si no fueran ilegales y llegara uno a la ciudad –dije—, ¿tú irías?
—No –dijo, estremeciéndose—. Ese tipo de cosas me dan miedo. Además, no me parece justo para las personas a las que convierten en un espectáculo.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—¿Cómo te sentirías tú –dijo— si te metieran en una jaula para ser exhibido? ¿Te gustaría?
—¡Pero yo no soy ningún freak! –dije, malhumorado.
—Ya lo sé –rió, y me besó en la cabeza—. Tú eres mi angelito.
—¡No hagas eso, mamá! –refunfuñe mientras me secaba la frente con la mano.
—Tonto –sonrió—. Pero imagínate que tuvieras dos cabezas o cuatro brazos, y que alguien se te llevara y te exhibiera para que la gente se burlara de ti. Eso no te gustaría, ¿verdad?
—No –dije, arrastrando los pies.
—En cualquier caso, ¿a qué viene todo eso de los espectáculos freak? –preguntó—. ¿Has estado despierto hasta tarde, mirando películas de terror?
—No –dije.
—Porque ya sabes que a tu padre no le gusta que mires...
—No me he quedado hasta tarde, ¿vale? –la corté.
Es realmente irritante cuando los padres no te escuchan.
—Vale, vale, Don Gruñón –dijo—. No hace falta que grites. Si no te gusta mi compañía, baja a ayudar a tu padre a quitar las malas hierbas del jardín.
Yo no quería ir, pero mamá estaba enfadada porque le había gritado, así que me fui abajo camino de la cocina. Papá estaba entrando por la parte trasera y me vio.
—Así que era aquí donde te escondías –bromeó—. ¿Estás demasiado ocupado para ayudar a un pobre viejo esta noche?
—A eso iba –le dije.
—Demasiado tarde –dijo, sacándose las botas de goma—. Ya he terminado.
Observé cómo se ponía las zapatillas. Tenía unos pies enormes. ¡Calzaba un 46! Cuando era pequeño, solía montarme en sus pies y pasearme sobre ellos. Era como subirse a dos largos monopatines.
—¿Qué vas a hacer ahora? –pregunté.
—Escribir –dijo.
Papá tiene amigos epistolares en todo el mundo, en América, Australia, Rusia y China. Él dice que le gusta mantener contacto con sus vecinos de la aldea global, ¡aunque yo creo que no es más que una excusa para encerrarse en su estudio y echar un sueñecito!
Annie estaba jugando con sus muñecas y esas cosas. Le pregunté si quería venir a mi habitación a jugar un partido de tenis de cama, utilizando un calcetín como pelota y los zapatos a modo de raquetas, pero estaba demasiado ocupada arreglando a sus muñecas para un supuesto picnic.
Fui a mi habitación y cogí mis cómics de la estantería. Tengo montones de cómics fabulosos, Superman, Batman, Spiderman y Spawn. Spawn es mi favorito. Es un superhéroe que había sido demonio en el infierno. Algunos cómics de Spawn son un poco espeluznantes, pero me gustan precisamente por eso.
Pasé el resto de la noche leyendo cómics y poniéndolos en orden. Antes solía intercambiarlos con Tommy, que tiene una buena colección, pero como a menudo se le derramaban las bebidas sobre las cubiertas y le caían migas entre las páginas, dejé de hacer trueques.
La mayoría de las noches me iba a la cama hacia las diez, pero mamá y papá se olvidaron de mí, y me quedé despierto hasta casi las diez y media. Entonces papá vio luz en mi habitación y subió. Fingió estar enfadado, pero no lo estaba realmente. A papá no le importa demasiado que me quede despierto hasta tarde. Es mamá quien me da la lata con eso.
—A la cama –me dijo—, o mañana me será imposible despertarte.
—Sólo un minuto, papá –le dije—, lo justo para guardar los cómics y lavarme los dientes.
—De acuerdo –dijo él—, pero rapidito.
Metí los cómics en su caja y los volví a colocar en la estantería que tenía encima de la cama.
Me puse el pijama y fui a lavarme los dientes. Me tomé mi tiempo, cepillándomelos lentamente, y ya eran casi las once para cuando me metí en la cama. Me tumbé boca arriba, sonriendo. Estaba muy cansado y sabía que me quedaría dormido en cuestión de segundos. Lo último en lo que pensé fue en el Cirque du Freak. Me preguntaba qué aspecto tendría un niño serpiente, y lo larga que sería la barba de una mujer barbuda, y lo que harían Hans el Manos y Gertha Dientes. Pero sobre todo, soñé con la araña.
A la mañana siguiente, Tommy, Alan y yo esperábamos a Steve junto a la puerta de entrada, pero aún no había dado señales de vida cuando sonó el timbre que marcaba el inicio de las clases y tuvimos que entrar.
—Apuesto a que se ha quedado durmiendo –dijo Tommy—. No pudo conseguir las entradas y ahora no quiere dar la cara.
—Steve no es así –dije.
—Espero que me devuelva el cartel –dijo Alan—. Aunque no podamos ir, me gustaría tenerlo. Lo colgaría encima de la cama y...
—¡No puedes tenerlo colgado, estúpido! –se rió Tommy.
—¿Por qué no? –preguntó Alan.
—Porque Tony lo vería –le dije.
—Ah, claro –dijo Alan sombríamente.
Lo pasé fatal en clase. Primero teníamos geografía, y cada vez que la señora Quinn me preguntaba algo, me equivocaba en la respuesta. Por regla general la geografía es el tema que mejor domino, porque aprendí mucho de eso cuando coleccionaba sellos.
—¿Te acostaste tarde, Darren? –preguntó cuando respondí mal por quinta vez.
—No, señora Quinn –mentí.
—A mí me parece que sí –sonrió—. ¡Tienes más bolsas en los ojos de las que se puedan encontrar en todo el supermercado!
Todos se echaron a reír, incluido yo mismo, a pesar de ser el blanco de la broma... La señora Quinn no solía hacer chistes.
La mañana fue pasando penosamente, como cuando uno se siente sin ilusiones o decepcionado. Para pasar el rato, me puse a pensar en el espectáculo freak. Me autosugestioné hasta estar convencido de que yo era uno de los freaks; el dueño del circo era un tipo horrible que los azotaba a todos, incluso cuando hacían bien su papel. Todos los freaks le odiaban, pero era tan corpulento y malvado que nadie decía nada. Hasta que un día empezó a azotarme a mí con demasiada frecuencia, ¡y yo me convertía en lobo y le arrancaba la cabeza de un mordisco! Todo el mundo se alegraba y quería que yo fuera el nuevo dueño.
Era una historia demasiado buena para soñar despierto.
Entonces, pocos minutos antes del descanso, se abrió la puerta y... adivina quién entró por ella: ¡Steve! Detrás de él iba su madre, que le dijo algo a la señora Quinn, quien por su parte asintió con una sonrisa. Luego la señora Leonard se marchó y Steve caminó con desgana hasta su sitio y se sentó.
—¿Dónde te habías metido? –susurré furioso.
—He ido al dentista –dijo—. Olvidé avisaros de que tenía que ir.
—¿Qué ha pasado con...?
—Ya basta, Darren –dijo la señora Quinn.
Me callé al instante.
En el recreo, Tommy, Alan y yo casi asfixiamos a Steve. Los tres le gritábamos y tirábamos de él al mismo tiempo.
—¿Has conseguido las entradas? –pregunté yo.
—¿De verdad has ido al dentista? –quiso saber Tommy.
—¿Dónde está mi cartel? –preguntaba Alan.
—Paciencia, chicos, paciencia –dijo Steve, apartándonos a empujones y riendo—. Todo lo bueno se hace esperar.
—Vamos, Steve, no nos tomes el pelo –le dije—. ¿Las tienes o no?
—Sí y no –dijo él.
—¿Y qué significa eso exactamente? –bufó Tommy.
—Significa que tengo buenas noticias, malas noticias y noticias de locos –dijo—. ¿Por dónde queréis que empiece?
—¿Noticias de locos? –inquirí, perplejo.
Steve nos arrastró a un lado del patio, comprobó que no había nadie cerca y empezó a hablar en un susurro.
—Conseguí el dinero –dijo—, y me deslicé fuera de casa a las siete, mientras mamá hablaba por teléfono. Crucé la ciudad a toda prisa hasta el garito de las entradas, pero ¿sabéis a quién me encontré al llegar allí?
—¿A quién? –preguntamos.
—¡Al señor Dalton! –dijo él—. Le acompañaba una pareja de policías. Estaban sacando a rastras a un tipo pequeñajo del garito –en realidad no era más que una barraca diminuta—, cuando de repente se oyó un fuerte estallido y una enorme nube de humo los envolvió a todos. Cuando se disipó, el pequeñajo había desaparecido.
—¿Y ué hicieron el señor Dalton y la policía? –preguntó Alan.
—Inspeccionaron la barraca, echaron un vistazo por los alrededores y se fueron.
—¿No te vieron? –preguntó Tommy.
—No –dijo Steve—. Estaba bien escondido.
—Así que no conseguiste las entradas –dije yo con tristeza.
—No he dicho eso –objetó.
—¿Las conseguiste? –pregunté sofocadamente.
—Di media vuelta para marcharme –dijo él—, y me encontré con el tipo pequeñajo detrás de mí. Era diminuto, y llevaba una capa larga que le cubría de pies a cabeza. Vio que llevaba el cartel en la mano, lo cogió y me dio las entradas. Yo le entregué el dinero y...
—¡Las tienes! –rugimos encantados.
—Sí –sonrió. Luego su rostro se ensombreció—. Pero había una pega. Ya os he dicho que tenía malas noticias, ¿os acordáis?
—¿De qué se trata? –pregunté, pensando que las habría perdido.
—Sólo me vendió dos –dijo Steve—. Tenía dinero suficiente para las cuatro, pero no quiso cogerlo. No pronunció palabra, se limitó a dar golpecitos sobre la parte del cartel en la que decía “reservado el derecho de admisión” y luego me entregó una tarjeta en la que se explicaba que el Cirque du Freak sólo vendía dos entradas por cartel. Le ofrecí más dinero del que costaban –tenía casi setenta libras en total—, pero no quiso aceptarlo.
—¿Sólo te vendió dos entradas?— preguntó Tommy, consternado.
—Pero eso significa que... –empezó a decir Alan.
—... sólo podemos ir dos –concluyó Steve. Nos miró de hito en hito con una mirada implacable—. Dos de nosotros tendrán que quedarse en casa.
Era viernes por la tarde, el final de la semana lectiva, el inicio del fin de semana, y todos reían y corrían a sus casas lo más aprisa posible, encantados de sentirse libres. Excepto por cierto grupito de cuatro desdichados que vagaban por el patio del colegio, con aspecto de estar preparando el inminente fin del mundo. ¿Sus nombres? Steve Leonard, Tommy Jones, Alan Morris y yo, Darren Shan.
—No es justo –protestó Alan—. ¿Quién ha oído hablar nunca de un circo que sólo te permite comprar dos entradas? ¡Es absurdo!