Era una larga caminata, más larga de lo que habíamos imaginado, y casi llegamos tarde. Tuvimos que hacer el último medio kilómetro corriendo. Jadeábamos como perros cuando llegamos allí.
El local era un viejo teatro en el que antiguamente se pasaban películas. Había pasado por delante una o dos veces antes. Steve me contó una vez que estaba cerrado porque se había caído un niño del anfiteatro y se había matado. Dijo que aquel lugar estaba embrujado. Le pregunté a mi padre, y él me dijo que todo aquello no era más que una sarta de mentiras. A veces es difícil decidir si tienes que creerte las cosas que te explica tu padre o bien las que te explica tu mejor amigo.
Fuera no había ningún nombre ni cartel anunciador, y tampoco había coches aparcados por las cercanías, ni cola para entrar. Nos detuvimos justo enfrente, doblados hacia delante hasta que recuperamos el aliento. Luego nos erguimos y miramos el edificio. Era alto y sombrío, y estaba construido con piedras grises. Tenía un montón de ventanas rotas, y la puerta parecía la boca abierta de un gigante.
—¿Estás seguro de que es aquí? –pregunté, intentando disimular el miedo.
—Eso decía en las entradas –dijo Steve, y lo comprobó una vez más para asegurarse—. Sí, aquí es.
—Quizá la policía lo descubriera y los freaks hayan tenido que irse a otro sitio –dije—. Quizá no haya ningún espectáculo esta noche.
—Quizás –dijo Steve.
Le miré y me pasé la lengua por los labios nerviosamente.
—¿Qué crees que debemos hacer? –pregunté.
Me devolvió la mirada y dudó un instante antes de responder.
—Creo que deberíamos entrar –dijo al fin—. Hemos venido desde muy lejos. Ahora sería absurdo volver atrás sin asegurarnos antes.
—Estoy de acuerdo –dije, asintiendo.
Luego levanté la vista para observar aquel espeluznante edificio y tragué saliva. Tenía el mismo aspecto que uno de esos lugares que se suelen ver en las películas de terror, lugares en los que entra mucha gente pero de los que nunca sale nadie.
—¿Estás asustado? –le pregunté a Steve.
—No –dijo.
Pero yo oía cómo le castañeteaban los dientes y supe que estaba mintiendo.
—¿Y tú? –preguntó él a su vez.
—Claro que no –dije.
Nos miramos uno al otro y sonreímos. Ambos sabíamos que los dos estábamos aterrorizados, pero por lo menos estábamos juntos. Tener miedo es menos malo cuando no estás solo.
—¿Entramos? –preguntó Steve, intentando adoptar un tono alegre.
—Más vale que sí –dije.
Respiramos hondo, cruzamos los dedos, empezamos a subir las escaleras (había nueve escalones de piedra que llevaban hasta la puerta, todos ellos agrietados y cubiertos de moho) y entramos.
Nos encontramos en un largo, oscuro y frío pasillo. Yo llevaba la chaqueta puesta, pero tiritaba igualmente. ¡Aquello estaba helado!
—¿Por qué hace tanto frío? –le pregunté a Steve—. Fuera la temperatura era agradable.
—En las casa viejas pasa eso –me dijo.
Echamos a andar. Se veía una luz baja en el otro extremo, de forma que a medida que avanzábamos se iba haciendo más brillante. Eso me reconfortó. De lo contrario creo que no hubiera podido soportarlo: ¡habría sido demasiado aterrador!
Las paredes estaban rayadas y garabateadas, y algunos trozos del techo estaban desconchados. Era un lugar escalofriante. Ya debía ser bastante pavoroso a la luz del día, pero ahora eran las diez, ¡faltaban sólo dos horas para la medianoche!
—Aquí hay una puerta –dijo Steve, deteniéndose.
La empujó hasta que quedó entornada, con un rechinante crujido. Estuve a punto de dar media vuelta y echar a correr. ¡Sonó como si hubiéramos abierto la tapa de un ataúd!
Steve no dejó ver su miedo y asomó la cabeza. No dijo nada durante unos instantes, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad; luego volvió a cerrarla.
—Son las escaleras que llevan al anfiteatro –dijo.
—¿Desde donde se cayó aquel crío? –pregunté.
—Sí.
—¿Te parece que deberíamos subir? –pregunté.
Negó con la cabeza.
—Creo que no. Ahí arriba está muy oscuro, ni rastro de luz de ningún tipo. Lo intentaremos si no conseguimos encontrar otra entrada, pero creo que...
—¿Puedo ayudaros, niños? –dijo alguien detrás de nosotros, ¡y casi dimos un brinco del susto!
Nos giramos rápidamente y allí estaba el hombre más alto del mundo, mirándonos desde toda su altura como si fuéramos un par de ratas. Era tan alto que la cabeza casi le tocaba al techo. Tenía unas manos enormes y huesudas, y los ojos tan negros que parecían dos pedazos de carbón incrustados en medio de la cara.
—¿No es un poco tarde para que dos jovencitos como vosotros anden rondando por ahí? –preguntó.
Su voz era tan profunda y ronca como el croar de una rana, pero parecía que apenas moviera los labios. Habría podido ser un gran ventrílocuo.
—Nosotros... –empezó a decir Steve, pero tuvo que interrumpirse y pasarse la lengua por los labios antes de continuar hablando—. Hemos venido a ver el Cirque du Freak –dijo.
—¿De veras? –El hombre asintió lentamente—. ¿Tenéis las entradas?
—Sí –dijo Steve, mostrando la suya.
—Muy bien –murmuró el hombre. Luego se giró hacia mí y dijo—: ¿Y tú, Darren? ¿Tienes tu entrada?
—Sí –dije, rebuscando en el bolsillo.
Entonces me detuve en seco. ¡Sabía mi nombre! Miré de soslayo a Steve, que temblaba de pies a cabeza.
El hombre alto sonrió. Tenía los dientes negros y le faltaban unos cuantos, y su lengua era una especie de mancha sucia y amarillenta.
—Me llamo míster Alto –dijo—. Soy el dueño del Cirque du Freak.
—¿Cómo sabía el nombre de mi amigo? –preguntó haciendo alarde de valor Steve.
Míster Alto se echó a reír y se inclinó hasta que sus pupilas estuvieron a la misma altura que las de Steve.
—Yo sé muchas cosas –dijo en voz baja—. Sé cómo os llamáis. Sé dónde vivís. Sé que no os gusta vuestra mamá o vuestro papá.
Se giró hacia mí y di un paso atrás. Su aliento apestaba.
—Sé que tú no les has dicho a tus padres que venías aquí. Y sé cómo obtuviste tu entrada.
—¿Cómo? –pregunté.
Los dientes me castañeteaban tanto que ni siquiera estaba seguro de que me hubiera oído. Si me había oído, decidió no responder, porque a continuación se irguió y nos dio la espalda.
—Tenemos que darnos prisa –dijo, echando a andar. Yo creía que andaría a grandes zancadas, pero no fue así; avanzaba dando cortos pasitos—. La función está a punto de empezar. Ya está todo el mundo sentado y esperando. Llegáis tarde, chicos. Tenéis suerte de que no hayamos empezado sin vosotros.
Giró por una esquina al final del pasillo. Iba sólo dos o tres pasos por delante de nosotros, pero para cuando giramos la esquina, le encontramos sentado tras una larga mesa cubierta de una tela negra que llegaba hasta el suelo. Ahora llevaba un sombrero de copa rojo y un par de guantes.
—Las entradas, por favor –pidió.
Se inclinó hacia delante, cogió las entradas, abrió la boca y se las puso dentro; ¡luego las masticó hasta convertirlas en pequeños fragmentos y se las tragó!
—Muy bien –dijo—. Ahora ya podéis entrar. Normalmente los críos no son bienvenidos, pero ya veo que vosotros sois dos jóvenes estupendos y valientes. Haremos una excepción.
Teníamos dos cortinas azules ante nosotros, corridas al final del pasillo. Steve y yo nos miramos y tragamos saliva.
—¿Tenemos que ir recto hacia delante? –preguntó Steve.
—Naturalmente –dijo míster Alto.
—¿No hay ninguna acomodadora? –pregunté.
Se echó a reír.
—Si querías que alguien te cogiera de la manita –dijo—, ¡deberías haberte traído una canguro!
Aquello me enfureció, y por un momento olvidé lo asustado que estaba.
—Muy bien –le espeté, dando un paso hacia delante, para sorpresa de Steve—. Si así tiene que ser...
Me adelanté con rapidez y decisión y pasé al otro lado de las cortinas.
No sé de qué estarían hechos aquellos cortinajes, pero parecían telas de araña. Me detuve una vez estuve del otro lado. Me encontraba en un corto pasillo, y otro par de cortinas estaban corridas de pared a pared unos metros más allá frente a mí. Oí un ruido y me encontré con Steve al lado. Oíamos sonidos apagados del otro lado de las cortinas.
—¿Tú crees que no es peligroso? –pregunté.
—Creo que es más seguro seguir adelante que volver atrás –respondió—. No creo que a míster Alto le gustara que nos echáramos atrás.
—¿Cómo crees tú que se ha enterado de todas esas cosas acerca de nosotros? –pregunté.
—Debe de poder leer el pensamiento –replicó Steve.
—Ah –dije, y me quedé pensando en eso unos instantes—. Me ha dado un susto mortal –admití.
—A mí también –dijo Steve.
Y seguimos adelante.
Era una sala enorme. Se habían llevado las butacas del teatro hacía mucho tiempo, pero en su lugar había sillas de playa. Buscamos con la mirada asientos desocupados. El teatro estaba a rebosar, pero nosotros éramos los únicos niños. Noté que la gente nos miraba y cuchicheaba.
Los únicos sitios libres estaban en la cuarta fila. Tuvimos que sortear un montón de piernas para llegar a ellos, y la gente refunfuñaba a nuestro paso. Al sentarnos nos dimos cuenta de que se trataba de dos buenas localidades, pues se encontraban justo en el centro y no teníamos a nadie delante. Gozábamos de una visión perfecta del escenario y no nos perderíamos detalle.
—¿Tú crees que venderán palomitas? –pregunté.
—¿En un espectáculo freak? –bufó Steve—. ¡Sé realista! Puede que vendan huevos de serpiente u ojos de lagarto, ¡pero me apuesto lo que quieras a que no venden palomitas!
La gente que llenaba el teatro formaba una mezcla de lo más heterogénea. Algunos vestían elegantemente, otros llevaban chándal. Los había tan viejos como las montañas, pero también quien nos llevaba sólo unos pocos años a Steve y a mí. Algunos charlaban confiadamente con sus compañeros y se comportaban como si estuvieran en un partido de fútbol, otros estaban sentados en silencio y miraban a su alrededor nerviosamente.
Lo que todos compartíamos era una evidente excitación. Veía en los ojos de muchos espectadores la misma luz que brillaba en los de Steve y en los míos. De alguna manera todos sabíamos que estábamos a punto de presenciar algo muy especial, algo que no se iba a parecer a nada que hubiéramos visto antes.
Entonces sonaron unos trombones y todo el mundo permaneció en silencio. Los trombones estuvieron sonando una eternidad, cada vez a mayor volumen, y las luces se fueron apagando una a una hasta que la sala quedó oscura como boca de lobo. Empecé a asustarme de nuevo, pero era demasiado tarde para echarse atrás.
De repente, los trombones dejaron de sonar y se hizo un silencio absoluto. Me zumbaban los oídos y durante unos segundos me sentí mareado. Conseguí recuperarme y me senté bien derecho en mi asiento.
En algún lugar de la parte más alta del teatro, alguien conectó un foco de luz verde y el escenario quedó iluminado. ¡Era fantasmagórico! Durante al menos un minuto entero no sucedió nada más. Luego aparecieron dos hombres que arrastraban una jaula. La habían colocado sobre ruedas y estaba cubierta con lo que parecía una enorme alfombra de piel de oso. Cuando llegaron al centro del escenario se detuvieron, soltaron las cuerdas y desaparecieron a toda prisa entre bastidores.
Durante unos segundos más aún... silencio. Luego volvieron a sonar los trombones, tres notas cortas y potentes. La alfombra salió volando de encima de la jaula y el primer freak nos fue mostrado.
Entonces fue cuando empezó el griterío.
No había ninguna necesidad de gritar. El freak en cuestión era bastante impactante, pero estaba encadenado dentro de la jaula. Creo que la gente que gritaba lo hacía para divertirse, como quien grita en la montaña rusa, no porque estuvieran realmente asustados.
Se trataba del hombre lobo. Era muy desagradable, con el cuerpo cubierto de pelo. No llevaba más que un pedazo de tela alrededor de la cintura, como Tarzán, de forma que podíamos ver sus peludas piernas, vientre, espalda y brazos. Llevaba una larga y enmarañada barba que le cubría casi todo el rostro. Tenía los ojos amarillos y los dientes rojos.
Sacudió los barrotes de la jaula y rugió. Era bastante terrorífico. Mucha más gente aún se puso a gritar cuando él rugió. Yo mismo estuve a punto de gritar, pero no quería comportarme como una criatura.
El hombre lobo siguió sacudiendo los barrotes y brincando hasta que se calmó. Cuando estuvo sentado sobre el trasero como hacen los perros, apareció en escena míster Alto y declamó.
—Señoras y caballeros –dijo, y aunque su voz era ronca y hablaba bajo, todo el mundo oía lo que estaba diciendo—, bienvenidos al Cirque du Freak, el hogar de los seres humanos más notables del mundo.
“Somos un circo muy antiguo –prosiguió—. Llevamos quinientos años haciendo giras, conservando lo grotesco de generación en generación. Nuestro repertorio ha cambiado en muchas ocasiones, pero nunca nuestro objetivo, que no es otro que dejarles atónitos y aterrorizados. Les presentamos actuaciones tan espantosas como extravagantes, actuaciones que ustedes no podrían encontrar en ningún otro lugar del mundo.
“Aquellos que sean especialmente asustadizos es mejor que se vayan ahora –advirtió—. Estoy seguro de que algunas personas han venido aquí esta noche pensando que se trataba de una broma. Quizá pensaban que nuestros freaks eran sólo actores disfrazados, o inofensivos inadaptados. ¡No es así! Todo lo que verán esta noche es real. Todos y cada uno de nuestros artistas es único. Y ninguno de ellos es inofensivo.
Con estas palabras acabó su presentación y se retiró del escenario. A continuación aparecieron dos bonitas mujeres con trajes de brillantes colores y abrieron el portillo de la jaula del hombre lobo. Había unas cuantas personas que parecían asustadas, pero nadie abandonó la sala.
Cuando salió de la jaula, el hombre lobo se dedicó a ladrar y aullar, hasta que una de las señoritas le hipnotizó con los dedos. La otra hablaba a la multitud.
—Tienen que estar muy callados –dijo, con acento extranjero—. El hombre lobo no podrá hacerles daño mientras esté bajo nuestro control, pero cualquier sonido demasiado fuerte podría despertarle, ¡y entonces resultaría mortífero!