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Authors: Darren Shan

Tags: #Terror, Infantil y Juvenil

El circo de los extraños (2 page)

BOOK: El circo de los extraños
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—¡No pasa nada, ha llegado Campeón Shan!— grité mientras entraba corriendo en el campo.

Muchos de los jugadores se echaron a reír o soltaron gritos de protesta, pero noté que a mis compañeros de equipo les subía la moral y cómo los contrarios empezaban a preocuparse.

Empecé a lo grande y metí dos goles en menos de un minuto. Parecía que pudiéramos volver a empatar o incluso ganar. Pero se acabó el tiempo. Si yo hubiera llegado antes nos habría ido bien, pero pitaron el final del partido justo cuando estaba empezando a cogerle el tranquillo, así que perdimos nueve a siete.

Cuando salimos del campo, apareció en el patio Alan Morris, corriendo, jadeante y acalorado. Son mis tres mejores amigos: Steve Leopard, Tommy Jones y Alan Morris. Debemos de ser los cuatro tíos más estrambóticos del mundo, porque sólo uno de nosotros –Steve—, tiene apodo.

—¡Mirad lo que he encontrado! –chilló Alan, agitando un pedazo de papel empapado delante de nuestras narices.

—¿Qué es eso? –preguntó Tommy, intentando atraparlo.

—Es... –empezó Alan, pero se detuvo cuando el señor Dalton nos soltó un grito.

—¡Vosotros cuatro! ¡Adentro! –rugió.

—¡Ya vamos, señor Dalton! –bramó Steve a su vez.

Steve es el preferido del señor Dalton y se permite con toda impunidad cosas que los demás no podríamos decir o hacer. Como cuando suelta alguna que otra palabrota al contar una de sus historias. Si yo utilizara alguna de las palabras del repertorio de Steve, hace tiempo que me habrían expulsado.

Pero el señor Dalton siente debilidad por Steve, porque es especial. A veces, en clase, es brillante y lo hace todo bien, y en cambio otras veces es incapaz de deletrear su propio nombre. El señor Dalton dice que es una especie de idiot savant, que significa que es ¡un genio estúpido!

En cualquier caso, por mucho que sea su favorito, ni siquiera Steve puede permitirse llegar tarde a clase. Así que, fuera lo que fuera lo que Alan había encontrado, tendría que esperar. Nos arrastramos de vuelta a clase, sudorosos y cansados tras el partido, y empezamos con la siguiente asignatura.

Poco imaginaba yo que el misterioso pedazo de papel de Alan cambiaría mi vida para siempre. ¡Para peor!

CAPÍTULO 2

Después del recreo volvíamos a tener al señor Dalton, en clase de historia. Estábamos estudiando la Segunda Guerra Mundial. A mí no me entusiasmaba demasiado, pero a Steve le parecía fascinante. Le encantaba todo lo que tuviera que ver con las matanzas y la guerra. A menudo decía que de mayor quería ser un mercenario, un soldado que combate por dinero. ¡Y hablaba en serio!

Después de historia teníamos matemáticas, y además –increíble—, ¡el señor Dalton por tercera vez! Nuestro profesor de mates habitual estaba enfermo, y los otros tenían que suplirle lo mejor que pudieran a lo largo del día.

Steve estaba en el séptimo cielo. ¡Tres clases seguidas con su profesor favorito! Era la primera vez que el señor Dalton nos daba mates, y Steve empezó a hacerse notar; le dijo por qué punto del libro íbamos y le explicó algunos de los problemas más capciosos como si estuviera hablando con un crío. Al señor Dalton no le importó. Conocía a Steve y sabía perfectamente cómo manejarle.

Por regla general el señor Dalton sabía cómo gobernar el barco –sus clases son divertidas pero siempre salimos habiendo aprendido algo—, pero no era muy bueno en matemáticas. Ponía todo su empeño, pero nosotros notábamos que aquello le sobrepasaba, y mientras él se esforzaba por resolver algún problema –la cabeza enterrada en el libro de matemáticas, Steve a su lado haciéndole “útiles” sugerencias—, los demás empezamos a movernos, a hablar y a pasarnos notas unos a otros.

Le envié una nota a Alan pidiéndole que me dejara ver el misterioso papel que había traído consigo. Al principio se negó a hacerlo circular, pero yo no dejé de mandarle notas hasta que se dio por vencido. Tommy se sentaba sólo dos sitios más allá, así que le llegó a él primero. Lo desdobló y empezó a estudiarlo. Mientras leía se le iluminó la cara y se quedó literalmente con la boca abierta. Cuando me lo pasó a mí –tras haberlo leído tres veces— en seguida supe por qué.

Era un cartel, un folleto publicitario de una especie de circo ambulante. En la parte superior se veía la imagen de una cabeza de lobo. El lobo tenía la boca abierta y le goteaba saliva de entre los dientes. Al pie del papel podían verse las imágenes de una araña y una serpiente, también de aspecto maligno.

Justo debajo del lobo, en grandes letras capitales, se leían las palabras:

CIRQUE DU FREAK

Y más abajo, en letras más pequeñas:

¡Sólo durante una semana! — ¡CIRQUE DU FREAK!

VEA:

¡SIVE Y SEERSA, LOS GEMELOS DE GOMA!

¡EL NIÑO SERPIENTE! — ¡EL HOMBRE LOBO! — ¡GERTHA DIENTES!

¡LARTEN CREPSLEY Y SU ARAÑA ADIESTRADA, MADAM OCTA! –

¡ALEXANDER CALAVERA! — ¡LA MUJER BARBUDA! –

¡HANS EL MANOS!

¡RHAMUS DOSTRIPAS, EL HOMBRE MÁS GORDO DEL MUNDO!

Debajo había una dirección en la que se podían comprar entradas y obtener información sobre el lugar en que se ofrecía el espectáculo. Y al pie, justo sobre las imágenes de la serpiente y la araña:

¡NO APTO PARA COBARDES!

¡RESERVADO EL DERECHO DE ADMISIÓN!

“¿Cirque du Freak?” –murmuré para mis adentros.

Cirque significa circo en francés... ¡Circo de Freaks! ¿¡Era un espectáculo de freaks!? Eso parecía.

Empecé a leer el cartel de nuevo, absorto en los dibujos y las descripciones de los artistas. De hecho, estaba tan ensimismado que me olvidé del señor Dalton. No me acordé de él hasta que me di cuenta de que el aula estaba en silencio. Levanté la vista y vi a Steve en pie, solo, al fondo de la clase. Me sacó la lengua y sonrió. Sentí que se me erizaban los pelos de la nuca, miré por encima del hombro y... allí estaba el señor Dalton, detrás de mí, leyendo el cartel con los labios apretados.

—¿Qué es eso? –me espetó, arrancándome el papel de las manos.

—Propaganda, señor –respondí.

—¿De dónde lo has sacado? –preguntó. Parecía enfadado de verdad. Nunca le había visto tan alterado—. ¿De dónde lo has sacado? –volvió a preguntar.

Me pasé la lengua por los labios nerviosamente. No sabía qué contestar. No estaba dispuesto a implicar a Alan –y sabía que él no iba a confesar por iniciativa propia: hasta los mejores amigos de Alan saben que no es el tío más valiente del mundo—, pero tenía la mente bloqueada, y era incapaz de pensar en alguna mentira razonable. Por fortuna, intervino Steve.

—Es mío, señor –dijo.

—¿Tuyo? –parpadeó lentamente el señor Dalton.

—Lo encontré cerca de la parada del autobús, señor –dijo Steve—. Un hombre mayor lo tiró al suelo. Pensé que parecía interesante, así que lo recogí. Tenía la intención de preguntarle a usted más tarde, al acabar la clase.

—Ah. –El señor Dalton intentó no mostrarse halagado, pero yo noté que así era como se sentía—. Eso es otra cosa. No hay nada de malo en tener una mente inquieta. Siéntate, Steve.

Steve se sentó. El señor Dalton puso un poco de masilla adhesiva Blu—Tack en el cartel y lo pegó a la pizarra.

—Hace mucho tiempo –dijo, dando golpecitos al cartel—, existían espectáculos de freaks auténticos. Había hombres codiciosos y sin escrúpulos que con engaños conseguían enjaular a personas con malformaciones y...

—Señor, ¿qué significa “con malformaciones”? –preguntó alguien.

—Personas que no tienen el mismo aspecto que los demás –dijo el señor Dalton—. Una persona con tres brazos o dos narices; otra sin piernas; otra demasiado bajita o demasiado alta. Aquellos embaucadores exhibían a esa pobre gente –que no son distintos a ninguno de nosotros excepto por su aspecto— y les llamaban freaks. Cobraban al público por contemplarlos e incitaban a los asistentes a reírse y a burlarse de ellos. Trataban a los así llamados “freaks” como si fueran animales. Les pagaban una miseria, les pegaban, los vestían con harapos, nunca les permitían lavarse.

—Eso es una crueldad, señor –dijo Delaina Price, una chica que se sentaba cerca de la primera fila.

—Sí –convino él—. Los espectáculos de freaks eran una crueldad, creaciones monstruosas. Por eso me enojo cuando veo estas cosas. –Arrancó el cartel de la pizarra—. Los prohibieron hace años, pero con demasiada frecuencia oye uno rumores de que siguen existiendo.

—¿Usted cree que el Cirque du Freak es un espectáculo de freaks auténticos? –pregunté.

El señor Dalton estudió el cartel de nuevo y meneó la cabeza.

—Lo dudo –dijo—. Lo más probable es que no sea más que un cruel engaño. Con todo –añadió—, aun en el caso de que fuera auténtico, espero que nadie de los aquí presentes sueñe siquiera con ir.

—Oh, no, señor –dijimos todos a una.

—Porque los espectáculos de freaks eran algo horrible –dijo—. Pretendían equipararse a los circos decentes, pero no eran más que pozos de maldad. Cualquiera que asistiera a uno de esos espectáculos sería tan malvado como quienes los regentan.

—Tiene que ser uno muy retorcido para querer asistir a ese tipo de espectáculos, señor –convino Steve. Y acto seguido me miró, me guiño el ojo y vocalizó sin pronunciarlo en voz alta—: ¡Iremos!

CAPÍTULO 3

Steve convenció al señor Dalton de que le permitiera conservar el cartel. Le dijo que lo quería para colgarlo en la pared de su habitación. El señor Dalton no estaba dispuesto a dárselo, pero luego cambió de opinión. Aunque arrancó la dirección escrita al pie del papel antes de entregárselo.

A la salida de clase nos reunimos los cuatro –yo, Steve, Alan Morris y Tommy Jones— en el patio y estudiamos detenidamente el cartel satinado.

—Tiene que ser una engañifa –dije.

—¿Por qué? –preguntó Alan.

—Los espectáculos de freaks ya no están permitidos –le expliqué—. Los hombres lobo y los niños serpiente fueron ilegalizados hace años. Lo ha dicho el señor Dalton.

—¡No es ninguna estafa! –insistió Alan.

—¿De dónde lo has sacado? –preguntó Tommy.

—Lo robé –dijo Alan en voz baja—. Es de mi hermano.

El hermano mayor de Alan era Tony Morris, el más camorrista de todo el colegio hasta que le echaron. Es grandullón, malo y feo.

—¿Que se lo has robado a Tony? –solté un grito sofocado—. ¿Es que quieres que te mate?

—Nunca sabrá que he sido yo –dijo Alan—. Lo tenía guardado en un par de pantalones que mamá metió en la lavadora. Al cogerlo, lo sustituí por un papel en blanco. Pensará que la tinta se ha diluido.

—Muy listo –aprobó Steve.

—¿Y de dónde lo sacó Tony? –pregunté yo.

—Un tipo con el que se cruzó en un callejón –dijo Alan—. Uno de los artistas del circo, un tal míster Crepsley.

—¿El de la araña?

—Sí –respondió Alan—, pero no la llevaba encima. Era de noche y Tony volvía del pub.

Tony no tiene edad suficiente como para que le sirvan en un pub, pero anda por ahí con tíos mayores que le piden las bebidas.

—Míster Crepsley le dio el papel a Tony –prosiguió Alan— y le dijo que llevan un espectáculo freak y actúan clandestinamente en pueblos y ciudades de todo el mundo. Le dijo que tienes que llevar un cartel para poder comprar entradas, y que sólo se las venden a gente en la que confíen. Se supone que no puedes hablarle a nadie del espectáculo. Yo lo descubrí porque Tony estaba alegre, como se pone cuando bebe, y no pudo mantener la boca cerrada.

—¿Cuánto cuestan las entradas? –preguntó Steve.

—Quince libras cada una.

—¡Quince libras! –gritamos todos a una.

—¡Nadie estará dispuesto a pagar quince libras sólo para ver a un puñado de freaks! –resopló Steve.

—Yo sí –dije.

—Y yo también –me apoyó Tommy.

—Y yo –añadió Alan.

—Claro –dijo Steve—, pero no podemos permitirnos tirar a la basura quince libras porque no las tenemos. Así que no hay que darle más vueltas, ¿no?

—¿Qué significa eso de darle vueltas? –preguntó Alan.

—Significa que no podemos pagarnos las entradas, así que no importa si queremos comprarlas o no –le explicó Steve—. Es fácil decir que “comprarías” algo cuando sabes perfectamente que “no puedes”.

—¿Cuánto tenemos? –preguntó Alan.

—Dos miserables peniques –reí. Era una frase que mi padre decía a menudo.

—Me gustaría ir –dijo Tommy tristemente—. Suena fantástico.

Y volvió a examinar el cartel.

—Al señor Dalton no se lo parecía tanto –dijo Alan.

—Precisamente a eso me refiero –dijo Tommy—. Si al “señor” no le gusta, entonces tiene que ser súper. Todo lo que los adultos detestan suele ser genial.

—¿Seguro q ue no tenemos bastante? –pregunté—. Quizá hagan descuento a los menores.

—No creo que dejen entrar a menores –dijo Alan, pero de todas formas me confesó cuánto tenía él—. Cinco libras con setenta.

—Yo tengo exactamente doce libras –dijo Steve.

—Yo seis libras y ochenta y cinco peniques –dijo Tommy.

—Y yo tengo ocho libras con veinticinco –añadí—. En total es más de treinta libras –dije, sumando mentalmente—. Mañana nos dan la paga. Si lo juntamos todo...

—Pero las entradas ya están casi agotadas –interrumpió Alan—. La primera función fue ayer. Acaba el martes. Si vamos, tiene que ser o mañana por la noche o el sábado; nuestros padres no nos dejan salir ninguna otra noche. El tipo que le dio a Tony el cartel le dijo que las entradas para esas dos noches casi se habían agotado ya. Tendríamos que comprarlas esta misma noche.

—Vaya, tanto rollo para nada –dije, poniendo cara de chulo.

—Puede que no –dijo Steve—. Mi madre guarda un fajo de billetes en casa, en un jarrón. Podría coger prestado un poco de dinero y devolverlo cuando nos den la paga.

—¿Estás hablando de robar? –pregunté.

—Estoy hablando de “tomar prestado” –me espetó—. Sólo es robar si no lo devuelves. ¿Qué decís?

—¿Y cómo conseguiremos las entradas? –preguntó Tommy—. Mañana hay cole, así que esta noche no nos dejarán salir de casa.

—Yo puedo escaparme –dijo Steve—. Me encargaré de comprarlas.

—Pero el señor Dalton ha roto la parte que tenía la dirección –le recordé—. ¿Cómo sabrás adónde ir?

—La he memorizado –sonrió—. Bueno, ¿vamos a pasarnos la noche aquí buscando excusas o nos decidimos de una vez?

Nos miramos unos a otros; luego fuimos asintiendo en silencio.

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