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Authors: Darren Shan

Tags: #Terror, Infantil y Juvenil

El circo de los extraños (11 page)

BOOK: El circo de los extraños
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Quizá debiera volver atrás y traer conmigo un rollo de cuerda con el que marcar el recorrido que hacía y...

¡No! Era demasiado tarde para eso. Si me marchaba ahora, jamás conseguiría tener el arrojo suficiente para volver. Tendría que confiar en mi memoria para recordar los pasos que daba y decir una oración a la hora de volver sobre mis huellas.

No había señales de ningún freak, y empecé a pensar en que había tomado el camino equivocado, que quizá estaban todos en las caravanas o en hoteles cercanos. Llevaba veinte minutos buscando y, tras tanto caminar, me pesaban las piernas. Quizá lo mejor fuera abandonar mi delirante plan.

Estaba a punto de marcharme cuando encontré un tramo de escaleras que bajaban hacia el sótano. Me quedé allí quieto durante lo que me pareció una eternidad, mordiéndome los labios, preguntándome si debía o no bajar. Había visto suficientes películas de terror como para saber que el sótano es el lugar más probable para encontrar a un vampiro, pero también había visto muchas en las que el protagonista bajaba a un sótano parecido y ¡lo único que conseguía era que le atacaran, le mataran y le descuartizaran! Por fin, respiré hondo y empecé a bajar. Mis zapatos hacían mucho ruido, así que me los quité y recorrí el camino en calcetines. Topé con montones de astillas, pero estaba tan nervioso que ni siquiera noté el dolor.

Cerca del pie de la escalera había una enorme jaula. Me acerqué a ella y miré a través de los barrotes. Allí estaba el hombre lobo, tumbado boca arriba, dormido y roncando. Mientras le observaba, se revolvió y gimió. Me aparté de un brinco de la jaula. ¡Si se despertaba, sus aullidos atraerían la atención de todos los freaks que estuvieran en el segundo piso!

Al tambalearme hacia atrás, pisé algo blando y viscoso. Volví la cabeza lentamente y vi que debajo de mis pies estaba el niño serpiente. Estaba tendido sobre el suelo, y su serpiente con la cola enroscada a mi alrededor y los ojos completamente abiertos.

No sé cómo me las arreglé para no gritar ni desmayarme, pero de alguna manera me mantuve en pie con bastante serenidad, y eso me salvó. Porque, a pesar de tener los ojos abiertos, la serpiente estaba profundamente dormida. Lo supe por la forma en que respiraba: lenta, pesadamente, aspirando y espirando con regularidad.

Intenté no pensar en lo que habría pasado si hubiera caído encima de él y la serpiente, despertándolos.

Todo tiene un límite. Eché una última ojeada al oscuro sótano, prometiéndome a mi mismo que me marcharía si no conseguía ver al vampiro. Pasaron unos segundos sin que viera nada y me disponía a largarme cuando noté la presencia de lo que podía haber sido una gran caja junto a una de las paredes.

Podía haber sido una gran caja, pero no lo era. Sabía de sobra lo que realmente era. ¡Era un ataúd!

Tragué saliva y me acerqué cautelosamente. Medía unos dos metros de largo y ochenta centímetros de ancho. La húmeda madera estaba oscura y sucia. Tenía grandes manchas de moho donde se movían montones de cucarachas.

Me gustaría poder decir que tuve suficiente valor para levantar la tapa y atisbar, pero naturalmente, no tuve tanta presencia de ánimo. ¡La sola idea de tocar aquel ataúd me producía escalofríos!

Busqué la jaula de Madam Octa. Estaba seguro de que no podía encontrarse muy lejos de su amo, y en efecto, allí estaba, en el suelo, junto a la cabecera del ataúd, cubierta con un gran paño rojo.

Levanté el paño, miré para asegurarme y sí, era ella, con el vientre palpitando, sus ocho patas crispadas. Vista tan de cerca, tenía un aspecto horrible y terrorífico, y por un instante consideré la posibilidad de dejarla. De repente, todo aquello me pareció una estupidez, y la idea de tocar sus patas peludas o de dejar que se paseara por encima de mi cara me llenó de espanto.

Pero sólo un auténtico cobarde hubiera dado marcha atrás. Así que cogí la jaula y la coloqué en el centro del sótano. La llave colgaba de la cerradura y una de las flautas estaba atada a los barrotes.

Saqué la nota que había escrito en casa la noche anterior. Era muy sencilla, pero escribirla me había costado una eternidad. La leí mientras la pegaba a la tapa del ataúd con un poco de pegamento.

Míster Crepsley:

Sé quién es usted y lo que es. Me he llevado a Madam

Octa y pienso conservarla. No se moleste en buscarla. No

vuelva nunca a esta ciudad. Si lo hace, le diré a todo el

mundo que es un vampiro, le darán caza y le matarán. No

soy Steve. Steve no sabe nada de esto. Cuidaré bien de la

araña.

Naturalmente, no la firmé.

Probablemente, mencionar a Steve no fuera una buena idea, pero estaba seguro de que el vampiro pensaría inevitablemente en él, así que lo hice simplemente para no involucrarle.

Una vez colocada la nota, había llegado el momento de irse. Cogí la jaula y subí las escaleras todo lo deprisa que pude (y lo más silenciosamente posible). Volví a ponerme los zapatos y encontré la salida. Era más fácil de lo que había imaginado: los pasillos y vestíbulos parecían más luminosos tras la oscuridad del sótano. Una vez fuera, caminé lentamente, rodeando el edificio, hasta la puerta principal del teatro, y luego eché a correr hacia mi casa, sin detenerme, dejando atrás el teatro, el vampiro y el miedo. ¡Dejándolo todo atrás, excepto a Madam Octa!

CAPÍTULO 18

Llegué a casa unos veinte minutos antes de que se levantasen mis padres, oculté la jaula de la araña en el fondo de mi armario bajo un montón de ropa, dejando suficientes resquicios como para que Madam Octa pudiera respirar. Allí estaría segura: mamá dejaba en mis manos la limpieza de la habitación, y casi nunca entraba en ella.

Me metí en la cama y fingí dormir. Papá vino a despertarme a las ocho menos cuarto. Me puse la ropa de colegio y bajé, bostezando y estirándome como si realmente me acabara de despertar. Desayuné rápidamente y volví a subir a toda prisa para comprobar que Madam Octa estaba bien. No se había movido desde que la robara. Sacudí ligeramente la jaula pero ella ni se inmutó.

Me habría gustado poder quedarme en casa para no perderla de vista, pero eso era imposible. Mamá siempre se da cuenta cuando finjo estar enfermo. Es demasiado lista como para dejarse engañar.

Aquel día me pareció más largo que una semana entera. Los segundos duraban como horas, ¡y hasta el recreo se me hizo pesadísimo! Intenté jugar al fútbol, pero sin ganas. En clase no pude concentrarme y respondí con estupideces a todas las preguntas, incluso a las más sencillas.

Por fin acabó y pude correr a casa, donde lo primero que hice fue subir a la habitación.

Madam Octa no se había movido del sitio. Empecé a tener miedo de que estuviera muerta, pero la veía respirar. Entonces se me ocurrió: ¡estaba esperando su comida! Ya había visto antes a otras arañas en ese estado. Podían permanecer inmóviles durante horas, esperando el momento de su próxima comida.

No estaba seguro de cómo alimentarla, pero imaginaba que no sería muy distinto de lo que comían las arañas comunes. Bajé apresuradamente al jardín, deteniéndome sólo para coger un tarro de mermelada vacío de la cocina.

No me costó mucho hacerme con un par de moscas muertas, unos cuantos bichos y un largo y sinuoso gusano. Entré corriendo con el tarro de mermelada oculto bajo la camiseta para que mamá no lo viera y empezara a hacer preguntas.

Cerré la puerta de mi habitación y encajé una silla contra ella para que nadie pudiera entrar, luego coloqué la jaula de Madam Octa sobre mi cama y retiré el paño.

Noté que a la araña le molestaba la luz. Estaba a punto de abrir la jaula y echarle la comida cuando recordé que me las veía con una araña venenosa que podía matarme sólo con una ligera picadura.

Levanté el tarro por encima de la jaula, elegí uno de los bichos vivos y lo dejé caer entre los barrotes. Aterrizó sobre el lomo de la araña, agitó sus patas en el aire y consiguió darse la vuelta. Intentó escapar, pero no llegó demasiado lejos.

En cuanto se movió, Madam Octa se abalanzó sobre su víctima. En cuestión de segundos, pasó de la inmovilidad absoluta, como la de una larva, a estar encima del insecto con los quelíceros en ataque.

Engulló al bicho en un santiamén. Habría bastado para alimentar a una araña común durante un par de días, pero para Madam Octa no era más que un aperitivo ligero. Volvió a su lugar en medio de la jaula y me miró como diciendo: “Muy bien, no ha estado mal. Pero ¿y la comida?”

Le eché todo el contenido del tarro. El gusano le plantó cara, retorciéndose y elevándose desesperadamente, pero los quelíceros cayeron sobre él, lo partieron en dos, y luego fue descuartizado. Me pareció que el gusano era lo que más le había gustado.

Se me ocurrió una idea y fui a buscar mi diario, que estaba debajo del colchón. Era mi más preciada posesión y gracias a que lo escribo todo en él, ahora puedo contar esta historia. De todas formas la recuerdo casi de memoria, pero siempre que me bloqueo, no tengo más que abrir el diario y comprobar los hechos.

Abrí el diario por la última página y escribí todo lo que sabía sobre Madam Octa: lo que míster Crepsley había dicho de ella durante el espectáculo, los trucos que sabía hacer, la comida que le gustaba. Señalé con una cruz sus alimentos preferidos y con dos los que la apasionaban (por el momento, sólo el gusano). Así iría aprendiendo la mejor forma de alimentarla, y qué darle como premio cuando quisiera que me demostrara sus habilidades.

A continuación, le subí un poco de comida de la nevera: queso, jamón, lechuga y lomo ahumado. Se lo comió todo. ¡Al parecer iba a estar muy ocupado intentando alimentar a aquella repugnante señorita!

La noche del martes fue terrible. Me preguntaba qué pensaría míster Crepsley cuando se despertara y encontrara mi nota en lugar de la araña. ¿Haría caso de mi advertencia, o vendría en busca de su mascota? Era posible, puesto que ellos dos se comunicaban telepáticamente; ¡podría seguirle la pista hasta mí!

Pasé horas sentado en la cama con los brazos formando una cruz sobre el pecho. No estaba seguro de que aquella cruz fuera a servir de algo. Sabía que en las películas funcionaba, pero recordaba habérselo comentado una vez a Steve, y él dijo que la cruz por sí misma no era eficaz, que sólo funcionaba si la persona que la utilizaba era en verdad buena.

Sobre las dos de la madrugada me quedé, por fin, dormido. Si míster Crepsley hubiera venido, yo habría estado completamente indefenso, pero afortunadamente, cuando me desperté por la mañana, no había indicios de que él hubiera estado allí, y Madam Octa seguía en el armario.

Me sentí mucho mejor el miércoles, sobre todo cuando me asomé por el viejo teatro y vi que el Cirque du Freak ya no estaba. Los coches y las caravanas habían desaparecido. No quedaba ni rastro del espectáculo freak.

¡Lo había conseguido! ¡Madam Octa era mía!

Para celebrarlo me compré una pizza. De jamón y pimientos. Mis padres quisieron saber qué festejaba. Les dije que simplemente tenía ganas de comer algo distinto, les ofrecí compartirla –también a Annie— y se quedaron tranquilos.

Le di los restos a Madam Octa, que se mostró encantada. Corrió arriba y abajo por la jaula haciendo desaparecer hasta la última miga. Escribí una nota en mi diario: “¡Premio especial, un trozo de pizza!”

Pasé los dos días siguientes intentando que se habituara a su nuevo hogar. No la dejé salir de la jaula pero la transporté por toda la habitación para que pudiera ver todos los rincones y conociera el lugar. No quería que se pusiera nerviosa cuando por fin la soltara.

Pasaba todo el tiempo hablándole, explicándole mi vida y cómo eran mi familia y mi hogar. Le dije lo mucho que la admiraba, el tipo de comida que le iba a dar y los trucos que haríamos juntos. Puede que no entendiera todo lo que le decía, pero parecía comprenderme.

El jueves y el viernes fui a la biblioteca al salir del colegio y leí todo lo que pude encontrar sobre arañas. Había montones de cosas que hasta entonces no sabía que existieran, como que pueden tener hasta ocho ojos y que los hilos de sus telarañas son fluidos pegajosos que se endurecen al contacto con el aire. Pero ningún libro mencionaba la existencia de arañas con talento artístico o poderes telepáticos. Y tampoco pude encontrar imágenes de arañas como Madam Octa. Parecía que ninguno de los autores de esos libros hubiera visto nunca una igual. ¡Era única!

Cuando llegó el sábado, decidí que había llegado el momento de dejarla salir de la jaula e intentar algunos trucos. Había practicado con la flauta y era capaz de tocar bastante bien algunas melodías sencillas. Lo difícil era transmitirle pensamientos a Madam Octa mientras tocaba. Me iba a resultar muy peliagudo, pero estaba convencido de que lo conseguiría.

Cerré puertas y ventanas. Era sábado por la tarde. Papá estaba trabajando y mamá se había ido de compras con Annie. Estaba completamente solo, así que si algo salía mal, sería sólo culpa mía, y yo sería el único en sufrir las consecuencias.

Coloqué la jaula en el centro de la habitación. No había alimentado a Madam Octa desde la noche anterior. Imaginé que no querría colaborar atiborrada de comida. Los animales también pueden ser perezosos, igual que los humanos.

Destapé la jaula, preparé la flauta y sólo entonces me atreví a girar la llave y abrir lentamente la puertecita. Di un paso atrás y me agaché hasta colocarme a su altura para que pudiera verme.

Madam Octa no se movió durante un tiempo. Al cabo de un rato empezó a avanzar hacia la puerta, se detuvo y pareció husmear el aire. La vi demasiado gorda como para pasar por la estrecha trampilla y empecé a sospechar que la había alimentado en exceso. Pero, de alguna manera, se las arregló para encogerse y salir con facilidad.

Se sentó en la alfombra frente a la jaula, su enorme cuerpo rechoncho palpitando. Creí que quizá caminaría rodeando la jaula para inspeccionar el espacio, pero no mostró la menor curiosidad por la habitación.

¡Tenía los ojos clavados en mí!

Tragué saliva e intenté que no percibiera el miedo que me atenazaba. Era difícil, pero me las arreglé para no echarme a temblar o a llorar. La flauta se había deslizado sobre mi barbilla mientras miraba a la araña anonadado, pero la seguía sujetando. Había llegado el momento de empezar a jugar, así que la coloqué adecuadamente entre los labios para empezar a soplar.

El sonido de la flauta la hizo reaccionar. Dio un gigantesco salto. Volaba por el aire con las mandíbulas abiertas, los quelíceros en posición de ataque, agitando las peludas patas... ¡directamente hacia mi cara desprotegida!

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