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Authors: Darren Shan

Tags: #Terror, Infantil y Juvenil

El circo de los extraños (14 page)

BOOK: El circo de los extraños
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Le agarré del pecho por detrás y conseguí ponerle en pie. Era corpulento, pero ni siquiera noté su peso. Le arrastré por la habitación, sacudiéndole brazos y piernas, sin dejar de hablarle, diciéndole que todo iría bien, que no había suficiente veneno en una sola picadura como para matarle, que se recuperaría.

Pasaron diez minutos sin que mostrara ningún cambio, y empezaba a estar demasiado cansado como para seguir arrastrándole. Le dejé caer sobre la cama y luego coloqué su cuerpo en la posición que me pareció más cómoda para él. Tenía los párpados abiertos. Sus ojos tenían algo raro que me asustaba, así que se los cerré, pero entonces parecía un cadáver, así que se los volví a abrir.

—¿Se pondrá bien? –preguntó Annie.

—Desde luego –dije intentando adoptar un tono positivo—. Los efectos del veneno desaparecerán dentro de un rato, y entonces se sentirá como nuevo. Sólo es cuestión de tiempo.

No creo que ella creyera una sola palabra, pero no dijo nada; se limitó a sentarse al borde de la cama y a observar el rostro de Steve sin quitarle ojo, como un halcón. Empecé a preguntarme por qué mamá no había subido a ver qué pasaba. Fui hasta la puerta abierta y me paré a escuchar desde las escaleras. Oía el motor de la lavadora funcionando en la cocina bajo mis pies. Eso lo explicaba todo: nuestra lavadora es vieja y ruidosa. Cuando está en funcionamiento, uno no oye absolutamente nada desde la cocina.

Cuando volví, Annie ya no estaba en la cama. Estaba tirada en el suelo, observando a Madam Octa.

—Es la araña del espectáculo freak, ¿verdad? –preguntó.

—Sí –admití.

—¿La venenosa?

—Sí.

—¿Cómo la conseguiste? –preguntó ella.

—Eso no importa –dije, ruborizándome.

—¿Cómo es que estaba fuera de su jaula? –preguntó Annie.

—La he dejado salir yo –dije.

—¿Que tú qué?

—No era la primera vez –le expliqué—. Hace ceca de dos semanas que la tengo. He jugado con ella montones de veces. Es completamente seguro siempre y cuando no haya ruido. Si tú no hubieras irrumpido tan de repente, la araña estaría...

—No, no hagas eso –protestó—. No me eches a mí la culpa. ¿Por qué no me habías hablado de ella? Si lo hubiera sabido, no habría entrado sin llamar.

—Iba a hacerlo –dije—. Esperaba sólo a estar seguro de que no había peligro. Pero vino Steve y...

No fui capaz de seguir hablando.

Volví a meter la jaula en el armario para apartar de mi vista a Madam Octa. Me senté en la cama junto a Annie y me quedé mirando la figura inmóvil de Steve. Estuvimos los dos allí sentados durante casi una hora, sin decir nada, simplemente observando.

—No creo que se recupere –dijo ella, finalmente.

—Dale un poco más de tiempo –supliqué.

—No creo que el tiempo le sea de gran ayuda –insistió—. Si fuera a recuperarse, ahora ya tendría que moverse aunque sólo fuera un poco.

—¿Y tú qué sabes? –pregunté con acritud— No eres más que una cría. ¡No sabes nada de nada!

—Tienes razón –convino sin inmutarse— Pero tú tampoco sabes mucho más que yo, ¿no es cierto?

Asentí con un movimiento de cabeza.

—Pues entonces deja de fingir que lo sabes todo –dijo ella.

Apoyó una mano en mi brazo y sonrió valientemente para demostrarme que no pretendía hacerme sentir mal.

—Tenemos que decírselo a mamá –dijo—. Tenemos que pedirle que suba a ver esto. Quizás ella sepa qué hacer.

—¿Y si no es así? –pregunté.

—Entonces tendremos que llevarle al hospital –dijo Annie.

Sabía que ella tenía razón. Lo había sabido desde el primer momento. Simplemente me negaba a admitirlo.

—Esperemos un cuarto de hora más –dije—. Si para entonces no se ha movido, llamaremos a mamá.

—¿Un cuarto de hora? –preguntó, indecisa.

—Ni un minutó más –le prometí.

—De acuerdo –consintió.

Nos sentamos de nuevo en silencio a observar a nuestro amigo. Yo pensaba en Madam Octa y en cómo iba a explicárselo a mamá. Y a los médicos. ¡Y a la policía! ¿Me creerían cuando les dijera que míster Crepsley era un vampiro? Lo dudaba mucho. Pensarían que estaba mintiendo. Quizá me metieran en la cárcel. Podían decir que, puesto que la araña era mía, yo era el único culpable. ¡Era posible que me acusaran de asesinato y me encarcelaran!

Consulté el reloj. Quedaban tres minutos. Ningún cambio en Steve.

—Annie, tengo que pedirte un favor –dije.

Me miró con suspicacia.

—¿De qué se trata?

—No quiero que menciones a Madam Octa –dije.

—¿Es que te has vuelto loco? –gritó— ¿Cómo vas a explicar si no lo sucedido?

—No lo sé –admití—. Diré que en ese momento yo había salido de la habitación. Las marcas de la picadura son diminutas. Parecen insignificantes picaduras de avispa, y cada vez se ven menos. Puede que los médicos ni las vean.

—No podemos hacer eso –dijo Annie—. Puede que necesiten examinar a la araña. Quizá...

—Annie, si Steve muere me echarán la culpa a mí –dije en voz baja—. Hay ciertas cosas que no puedo explicarte, que no puedo explicarle a nadie. Lo único que puedo decir es que, si sucede lo peor, yo cargaré con toda la culpa. ¿Sabes lo que les hacen a los asesinos?

—Eres demasiado joven para ser juzgado por asesinato –dijo, pero su voz no sonó demasiado convencida.

—No, eso no es cierto –le dije—. Soy demasiado joven para que me encierren en la prisión normal, pero tienen centros especiales para menores. Me encerrarán en uno de ellos hasta que cumpla los dieciocho, y entonces... Por favor, Annie... –me eché a llorar— ¡No quiero ir a la cárcel!

Ella también empezó a llorar. Nos echamos uno en brazos del otro, sollozando como bebés.

—No quiero que te lleven –gimoteó—. No quiero perderte.

—Entonces, ¿prometes no decir nada? –pregunté—. ¿Querrás volver a tu habitación y fingir que no has visto ni oído nada de todo esto?

Asintió con tristeza.

—Pero sólo mientras no me parezca que la verdad podría salvarle –puntualizó—. Si los médicos dicen que no pueden salvarle a menos que encuentren al animal que lo ha picado, lo diré todo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo –concedí.

Se puso en pie y se dirigió a la puerta. A mitad de camino se detuvo, volvió sobre sus pasos y me besó en la frente.

—Te quiero, Darren –dijo—, pero cometiste una estupidez imperdonable trayendo esa araña a esta casa, y si Steve muere, en mi opinión tú serás el único culpable.

Salió a toda prisa de la habitación, sollozando.

Esperé unos minutos, con la mano de Steve entre las mías, rogándole que se recobrara, que mostrara alguna señal de vida. Cuando vi que mis plegarias no surtían efecto, me puse en pie, abrí la ventana (para que hubiera una explicación de cómo el misterioso atacante había entrado), respiré hondo y corrí escaleras abajo llamando a mi madre.

CAPÍTULO 22

Las enfermeras de la ambulancia le preguntaron a mi madre si Steve era diabético o epiléptico. Ella no estaba segura, pero creía que no. También preguntaron por posibles alergias, pero les explicó que ella no era su madre y no lo sabía.

Yo pensaba que nos llevarían con ellos en la ambulancia, pero nos dijeron que no había espacio suficiente. Apuntaron el número de teléfono de Steve y el nombre de su madre, pero no la encontraron en casa. Una de las enfermeras le pidió a mi madre que siguiera a la ambulancia con el coche hasta el hospital, donde tendría que rellenar un montón de formularios para que pudieran empezar a examinarle. Se mostró de acuerdo y nos metió a Annie y a mí en el coche. Papá todavía no había llegado a casa, así que le llamó desde el móvil para decirle dónde estábamos. Él dijo que venía inmediatamente.

Fue un viaje lamentable. Yo estaba sentado en la parte de atrás, intentando evitar la mirada de Annie, sabiendo que mi obligación era decir la verdad, pero demasiado asustado como para hacerlo. Lo peor de todo era saber que, si hubiera sido yo quien estuviera en coma, Steve habría confesado de inmediato.

—¿Qué ha pasado ahí arriba?— preguntó mamá por encima del hombro. Conducía lo más rápido posible sin superar el límite de velocidad, así que no podía girarse a mirarme. Me pareció una suerte: no creo que hubiera sido capaz de mentirle mirándola a la cara.

—No estoy seguro –dije—. Estábamos charlando. En algún momento tuve que ir al lavabo. Y al volver a mi habitación...

—¿No viste nada? –preguntó.

—No –mentí, mientras notaba cómo se me ponían coloradas las orejas de vergüenza.

—No lo comprendo –murmuró—. Estaba completamente rígido, y la piel se le amorataba por momentos. Pensé que estaba muerto.

—A mí me parece que es una picadura de algún bicho –dijo Annie.

Estuve a punto de darle un codazo en las costillas, pero en el último segundo recordé que dependía de ella si quería guardar mi secreto.

—¿Una picadura? –preguntó mamá.

—Tenía un par de marcas en el cuello –dijo Annie.

—Ya las vi –dijo mamá—. Pero no creo que sea eso, cariño.

—¿Y por qué no? –insistió Annie—. Si ha entrado alguna serpiente, o una... araña y le ha mordido...

Me miró y se ruborizó un poco al recordar su promesa.

—¿Una araña? –mamá negó con la cabeza— No, cariño, las picaduras de araña no dejan a la gente en coma, al menos por estos alrededores.

—¿Entonces qué le pasa? –preguntó Annie.

—No estoy segura –replicó mamá—. Puede que le sentara mal algo que haya comido, o que haya sufrido un ataque al corazón.

—Los niños no tienen ataques al corazón –protestó Annie.

—Claro que sí –dijo mamá—. Es un poco raro, pero puede suceder. En cualquier caso, los médicos lo aclararán todo. Saben más que nosotros de estas cosas.

No estaba habituado a los hospitales, así que estuve curioseando por ahí mientras mamá rellenaba los formularios. Era el lugar más blanco que hubiera visto nunca: paredes blancas, suelos blancos, batas blancas. No había mucha gente, pero se oía un rumor constante, sonido de somieres y toses, el zumbido de las máquinas, cuchillos cortando, médicos hablando en voz baja.

Nosotros no hablamos mucho mientras estábamos allí sentados. Mamá dijo que habían admitido a Steve y que le estaban reconociendo, pero que podía pasar bastante tiempo antes de que descubrieran lo que le pasaba.

—Parecían optimistas –dijo.

Annie tenía sed, así que mamá me envió con ella a buscar bebidas a la máquina del rincón. Annie miró a su alrededor mientras yo echaba las monedas para asegurarse de que nadie pudiera oírnos.

—¿Cuánto tiempo más piensas esperar? –preguntó.

—Hasta que sepa qué opinan los médicos –le dije—. Esperaremos a que le reconozcan. Con un poco de suerte, descubrirán de qué tipo de veneno se trata y podrán curarle ellos.

—¿Y si no es así? –preguntó ella.

—Entonces se lo diré –prometí.

—¿Y qué pasará si muere antes? –preguntó en voz baja.

—No morirá –dije.

—Pero, ¿y si...?

—¡Eso no pasará! –bufé— Y no hables así. Ni siquiera pienses en esa posibilidad. Tenemos que esperar lo mejor. Tenemos que creer que saldrá de ésta. Mamá y papá siempre nos han dicho que los pensamientos positivos ayudan realmente a los enfermos, ¿no es verdad? Necesita que creamos en él.

—Lo que necesita es la verdad –refunfuñó, pero no insistió en el tema. Llevamos los refrescos al banco y allí bebimos en silencio.

Papá no tardó en llegar, ataviado todavía con su ropa de trabajo. Besó a mamá y a Annie y a mí me dio un resuelto apretón en el hombro. Llevaba las manos sucias y me dejó marcada su señal en la camiseta, pero eso no me molestó en absoluto.

—¿Alguna novedad? –preguntó.

—Todavía no –dijo mamá—. Le están reconociendo. Puede que pasen horas antes de que sepamos algo.

—¿Qué le ha pasado, Ángela? –preguntó papá.

—Aún no lo sabemos –dijo mamá—. Tendremos que esperar.

—Odio esperar –se quejó papá, pero no tenía elección, así que tuvo que hacerlo, igual que el resto de nosotros.

Pasaron dos horas sin que sucediera nada nuevo, hasta que llegó la madre de Steve. Estaba tan pálida como Steve, y tenía los labios apretados. Vino directa a mí, me agarró por los hombros y me zarandeó con violencia.

—¿Qué le has hecho? –chilló— ¿Le has hecho daño a mi chico? ¿Has matado a mi Steve?

—¡Ya basta! ¡Basta! –intervino papá.

La madre de Steve no le hizo el menor caso.

—¿Qué le has hecho? –volvió a gritar, zarandeándome aún con más fuerza. Yo intentaba decir “nada”, pero me castañeteaban los dientes— ¿Qué le has hecho? ¿Qué le has hecho? –repetía.

De repente, dejó de zarandearme, me soltó y se desplomó contra el suelo, donde se echó a llorar como un niño.

Mamá se levantó del banco y se agachó junto a la señora Leonard. Le acarició la cabeza y le susurró palabras de consuelo, luego la ayudó a levantarse y la hizo sentar a su lado. La señora Leonard seguía llorando, y ahora murmuraba entre gemido y gemido lo mala madre que había sido y cuánto debía de odiarla Steve.

—Vosotros dos, id a jugar a otro sitio –nos dijo mamá a Annie y a mí.

Empezamos a retirarnos.

—¡Darren! –gritó mamá a mis espaldas— No hagas caso de lo que te ha dicho. No quiere echarte a ti la culpa. Sólo está asustada.

Asentí tristemente. ¿Qué diría mamá si supiera que la señora Leonard tenía razón y yo era el único culpable?

Annie y yo encontramos un par de máquinas recreativas que nos mantuvieron entretenidos. Al principio no me sentía capaz de jugar, pero a los pocos minutos me olvidé de Steve y del hospital, concentrando toda mi atención en los juegos. Era agradable sustraerse a las preocupaciones de la vida real, aunque sólo fuera por un rato, y lo cierto es que, si no me hubiera quedado sin monedas, podría haber seguido jugando toda la noche.

Cuando volvimos a nuestros asientos, la señora Leonard se había tranquilizado y estaba fuera con mamá, rellenando formularios. Annie y yo nos sentamos y el tiempo de espera se reanudó.

Annie empezó a bostezar hacia las diez de la noche, y a mí también se me estaba contagiando el sueño. Mamá nos miró y ordenó que nos fuéramos a casa. Yo empecé a protestar, pero ella me hizo callar sin contemplaciones.

—Aquí ya no podéis hacer nada –dijo—. Os telefonearé en cuanto sepamos algo, por muy tarde que sea, ¿de acuerdo?

Vacilé. Era mi última oportunidad de mencionar a la araña. Estuve a punto de irme de la lengua, pero me sentía cansado y no encontraba las palabras adecuadas.

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