Intentaba ocultar mis nuevas facultades, pero era difícil. Justifiqué el hecho de que alcanzara mayor velocidad y jugara mejor al fútbol explicando que entrenaba el doble, pero había otras cosas más difíciles de esconder.
Como ocurrió el jueves, cuando sonó el timbre después del recreo. El portero al que le acababa de meter dieciséis goles acababa de sacar de puerta. La pelota venía hacia mí, así que levanté la mano derecha para atraparla. La cogí, pero al apretar, ¡hundí sin darme cuenta las uñas y la reventé!
Y una noche, mientras estaba cenando en mi casa, era incapaz de concentrarme en lo que hacía. Oía discutir a los vecinos y tenía toda mi atención puesta en sus argumentaciones. Estaba comiendo patatas fritas y salchichas, y de golpe noté que la comida estaba más dura de lo normal. Bajé la mirada y me di cuenta de que... ¡estaba triturando el tenedor hasta convertirlo en añicos! Por fortuna nadie lo vio, y me las arreglé para tirarlo disimuladamente a la basura mientras lavaba los platos.
Steve llamó el jueves por la noche. Le habían dado de alta en el hospital. Le habían ordenado reposo por unos días y no tenía por qué volver al colegio hasta pasado el fin de semana, pero me explicó que había convencido a su madre de que tenía que dejarle ir al día siguiente mismo si no quería que se volviera loco de aburrimiento.
—¿Me estás diciendo que tienes ganas de venir al colegio? –le pregunté, perplejo.
—Suena raro, ¿verdad? –rió— Siempre estoy buscando excusas para quedarme en casa. ¡Y ahora que tengo una auténtica, quiero ir! Pero no sabes lo tétrico que resulta estar solo y encerrado todo el día. Ha sido divertido para un par de días, pero una semana entera... ¡brrr!
Pensé en decirle a Steve la verdad, pero no estaba seguro de cómo iba a tomárselo. Él había deseado convertirse en vampiro. No me parecía que fuera a gustarle la idea de que míster Crepsley me hubiera elegido a mí en lugar de a él.
Y contárselo a Annie era impensable. Ella no había vuelto a mencionar a Madam Octa desde la recuperación de Steve, pero a menudo la sorprendía mirándome. No sé qué le pasaba por la cabeza, pero imagino que debía ser algo así: “Steve está mejor, pero no gracias a ti. Tuviste la oportunidad de salvarle la vida y no lo hiciste. Has mentido y puesto en peligro su vida sólo por no meterte en líos. ¿Habrías hecho lo mismo si se hubiera tratado de mí?”.
Steve fue el centro de atención aquel viernes. Toda la clase se apiñó a su alrededor suplicándole que explicase lo que le había pasado. Querían saber qué le había envenenado, cómo había conseguido sobrevivir, qué tal le había ido en el hospital, si tenía alguna cicatriz y todo ese tipo de cosas.
—No sé qué era lo que me picó o mordió –decía él—. Fue en casa de Darren. Yo estaba sentado junto a la ventana. Oí un ruido, pero no tuve tiempo de ver qué era antes de sentir la mordedura y desmayarme.
Nos habíamos puesto de acuerdo en explicar los dos lo mismo cuando lo visité en el hospital.
Nunca me había sentido tan extraño como aquel viernes. Pasé toda la mañana con la mirada errática, sintiéndome fuera de lugar. Me parecía un sin sentido. “Yo no tendría que estar aquí –me repetía para mis adentros—. Ya no soy un chico normal y corriente. Debería estar ganándome la vida como aprendiz de vampiro. ¿De qué van a servirme ahora el inglés, la historia y la geografía? Éste ya no es mi medio natural”.
Tommy y Alan le hablaron de mis maravillas en el campo de fútbol.
—Últimamente corre como el viento –dijo Alan.
—Y juega como Pelé –añadió Tommy.
—¿De veras? –preguntó Steve, mirándome de una forma extraña— ¿Y a qué se debe ese cambio tan espectacular, Darren?
—No ha cambiado nada –mentí—. Es sólo que tengo una buena racha. La suerte me sonríe.
—¡Vaya con el Señor Modestia! –rió Tommy— El señor Dalton ha dicho que quizá le promocione para que le fichen en el equipo de los sub—diecisiete. ¡Imagínate! ¡Uno de nosotros jugando con los sub—diecisiete! Nadie de nuestra edad ha jugado nunca en ese equipo.
—No –musitó Steve—, es verdad.
—¡Bah! Lo ha dicho por decir –intervine, intentando cambiar de tema.
—Es posible –dijo Steve—. Quizá.
Aquel día, durante el recreo, jugué mal ex profeso. Me daba perfecta cuenta de que Steve estaba muy suspicaz. No creo que supiera lo que estaba pasando, pero me notaba distinto. No corrí exageradamente y dejé pasar ocasiones en las que por regla general habría metido gol sin necesidad siquiera de los poderes especiales.
Mi táctica funcionó. Para cuando acabó el partido, había dejado de estudiar cada movimiento que yo hiciera y volvía a bromear conmigo como siempre. Pero al día siguiente sucedió algo que lo echó todo a perder.
Alan y yo corríamos tras la pelota. Él no tenía por qué ir a buscarla, puesto que yo estaba más cerca. Pero Alan era un poco más joven que el resto de nosotros y a veces actuaba como un estúpido. Pensé en retirarme, pero estaba harto de jugar mal. El final del recreo se acercaba y quería marcar por lo menos un gol. Así que decidí que si de mí dependía, Alan Morris podía irse al infierno. Aquella pelota era mía, y si se interponía en mi camino... ¡duro con él!
Tuvimos un encontronazo justo antes de llegar a la pelota. Alan soltó un grito y salió volando por los aires. Sonreí de satisfacción, controlé la pelota con un pie y me giré hacia la portería.
La visión de la sangre me hizo parar en seco.
Alan había caído mal y se había hecho un corte en la rodilla izquierda. Era una fea herida, y no dejaba de sangrar a chorro. Él se había echado a llorar y ni siquiera intentaba taparla con un pañuelo o un pedazo de tela.
Alguien chutó la pelota por debajo de mi pie y se la llevó. No hice caso. Tenía la mirada fija en Alan. Más concretamente, en la rodilla de Alan. Más concretamente todavía: en la sangre de Alan.
Di un paso hacia él. Y otro. Ahora estaba encima de él, cubriéndole con mi sombra. Levantó la mirada y debió ver algo extraño en mi rostro, porque dejó de llorar y se me quedó mirando con inquietud.
Caí de rodillas y, sin tiempo a darme cuenta de lo que estaba haciendo, cubrí la herida de su pierna con la boca y... ¡empecé a chuparle la sangre y a tragármela!
Sólo duró unos segundos. Yo tenía los ojos cerrados y la boca anegada de sangre. Tenía un sabor delicioso. No estoy seguro de cuánto hubiera chupado ni hasta qué punto hubiera podido hacerle daño a Alan. Afortunadamente no tuve ocasión de descubrirlo.
Tuve conciencia de estar rodeado de gente y abrí los ojos. Casi todos habían dejado de jugar y me miraban horrorizados. Aparté los labios de la rodilla de Alan y miré alrededor a mis amigos, preguntándome cómo iba a explicarles aquello.
De repente se me ocurrió la solución: me puse en pie de un brinco y abrí los brazos.
—¡Soy el señor de los vampiros! –chillé— ¡El rey de los inmortales! ¡Os chuparé la sangre a todos!
Se me quedaron mirando perplejos; luego, se echaron a reír. ¡Creyeron que era un chiste! Pensaron que sólo simulaba ser un vampiro.
—Estás chiflado, Shan –dijo alguien.
—¡Qué asqueroso! –chilló una chica, al ver que la sangre me resbalaba goteando por el mentón— ¡Deberían encerrarte!
Sonó el timbre con el que había que volver a clase. Me sentí satisfecho de mí mismo. Creí que había conseguido engañar a todo el mundo. Pero entonces vi a alguien al fondo del corrillo y me puse pálido. Era Steve, y la expresión sombría de su rostro me hizo comprender exactamente lo que acababa de suceder. No se había dejado engañar en absoluto.
Él lo sabía.
Aquella tarde evité a Steve y corrí directamente a casa. Estaba confuso. ¿Por qué había atacado a Alan? Yo no quería beberme la sangre de nadie. No había estado buscando ninguna víctima. ¿Cómo había podido abalanzarme sobre él como un animal salvaje? ¿Y qué pasaría si eso volvía a sucederme? ¿Y si la próxima vez no había nadie cerca que pudiera detenerme y yo empezaba a chupar hasta...?
No, aquella idea era una locura. La visión de la sangre me había cogido por sorpresa, eso era todo. No me lo esperaba. Esa experiencia me serviría de aprendizaje y la siguiente vez sería capaz de contenerme.
Todavía tenía sabor a sangre en la boca, así que fui al cuarto de baño y me la enjuagué con varios vasos de agua, y luego me lavé los dientes.
Me estudié a mí mismo en el espejo. Tenía la misma cara de siempre. No tenía ni los dientes más largos ni más afilados. Los ojos y las orejas eran los de siempre. Tenía el mismo cuerpo de siempre. Nada de músculos adicionales, nada de peso añadido, ningún nuevo mechón de pelo. La única diferencia visible eran las uñas, que se habían endurecido y estaban más oscuras.
Pero entonces, ¿por qué actuaba de aquella forma tan rara?
Deslicé una uña sobre el cristal del espejo e hice una larga y profunda rayada.
“Voy a tener que ir con cuidado con estas uñas”, pensé para mis adentros.
Aparte de haber atacado a Alan no creía estar gravemente desquiciado. De hecho, cuanto más pensaba en ello, menos espantoso me parecía. De acuerdo, me costaría mucho tiempo madurar, y tendría que estar alerta ante la sangre fresca. Esa idea me intranquilizaba.
Pero aparte de eso, la vida podía ser agradable. Era más fuerte que nadie de mi edad, más rápido y más ágil. Podía ser atleta, boxeador o futbolista. Puede que mi edad fuera un factor en contra, pero si tenía suficiente talento, eso no tendría importancia.
¡Imagínate: un vampiro futbolista! Ganaría millones. Aparecería en shows televisivos, la gente escribiría libros acerca de mí, haría una película sobre mi vida, y hasta era posible que alguna banda famosa me pidiera que cantara con ellos. Quizá encontrara trabajo en el mundo del cine como especialista haciendo de doble de otros niños. O incluso...
Un golpe en la puerta interrumpió el hilo de mis pensamientos.
—¿Quién es? –pregunté.
—Annie –contestaron—. ¿Aún no estás listo? Llevo una eternidad esperando para utilizar el baño.
—Entra –le dije—. Ya estoy.
Entró.
—¿Otra vez admirando tu belleza delante del espejo? –preguntó.
—Por supuesto –sonreí—. ¿Por qué no?
—Si yo tuviera una cara como la tuya me mantendría bien alejada de los espejos –cacareó.
Iba envuelta en una toalla. Abrió los grifos de la bañera y puso la mano debajo del agua para comprobar que no estaba demasiado caliente. Luego se sentó en el borde y se me quedó mirando con detenimiento.
—Tienes un aspecto un poco raro –dijo.
—No es verdad –dije. Entonces, mirándome al espejo, pregunté: —¿En serio?
—Sí –dijo ella—. No sé qué es, pero te veo algo distinto.
—Son imaginaciones tuyas –le dije yo—. Soy el mismo de siempre.
—No –dijo, meneando la cabeza—. Estás claramente...
La bañera empezó a desbordarse, así que dejó de hablar un instante, se giró y cerró los grifos. Cuando se inclinó sobre ellos, se me clavaron los ojos en la curva de su cuello y se me secó la boca de repente.
—Como te decía, tienes un aspecto... –empezó a decir, incorporándose.
Se interrumpió al percibir mi mirada.
—¿Darren? –preguntó inquieta— Darren, ¿pero qué...?
Alcé la mano derecha y ella permaneció en silencio. Abrió los ojos como platos y se quedó mirando fijamente y muda mis dedos, mientras yo los movía lentamente, primero de un lado a otro y luego en pequeños círculos. No estaba muy seguro de cómo lo hacía, pero ¡la estaba hipnotizando!
—Ven aquí –gruñí, con un profundo tono de voz.
Annie se puso en pie y obedeció. Se movía como una sonámbula, con los ojos en blanco, los brazos y la piernas rígidos.
Cuando se detuvo ante mí, reseguí el perfil de su cuello con los dedos. Respiraba pesadamente y la veía como entre niebla. Me pasé la lengua por los labios lentamente y oí el fragor de mis tripas. En el cuarto de baño hacía tanto calor que parecía un horno; veía gotas de sudor deslizándose por el rostro de Annie.
Di un rodeo hasta ponerme detrás de ella, sin apartar en ningún momento las manos de su carne. Notaba sus venas palpitantes mientras las acariciaba, y cuando presioné en la base del cuello, una de ellas se hinchó, hermosa y azul, como pidiendo que la sajaran hasta vaciarla.
Saqué los dientes y me incliné sobre ella, con las mandíbulas completamente abiertas.
En el último momento, cuando mis labios rozaban su cuello, vi mi propio reflejo en el espejo, y afortunadamente eso bastó para detenerme.
Mi rostro en el espejo era una máscara retorcida, un rostro irreconocible, en el que sólo se veían mis ojos enrojecidos que parecían cubrirlo por completo, lleno de profundas arrugas y con una mueca perversa. Levanté la cabeza para mirar más de cerca. Era y no era yo. Era como si dos personas distintas compartieran un solo cuerpo: un chico normal, un ser humano, y un animal salvaje de la noche, un ser sobrenatural.
Mientras observaba, aquella horrible máscara se desvaneció junto con la necesidad de beber sangre. Me quedé mirando a Annie, horrorizado. ¡Había estado a punto de morderla! ¡Me habría alimentado de mi propia hermana!
Me alejé de ella tambaleándome con un sollozo y me cubrí la cara con las manos, aterrorizado por el espejo y por lo que pudiera ver en él. Annie retrocedió trastabillando y recorrió con la mirada extraviada el techo del cuarto de baño.
—¿Qué me está pasando? –preguntó— Me siento rara. Había entrado para darme un baño, ¿no? ¿Ya está listo?
—Sí –dije en voz baja—. Ya está preparado.
Yo también estaba preparado. ¡Preparado para convertirme en vampiro!
—Te dejaré sola –dije, y salí.
En el vestíbulo me dejé caer contra la pared, y ahí pasé un par de minutos respirando hondo e intentando tranquilizarme.
No podría controlarme. La sed de sangre era algo que no sería capaz de vencer. Ahora ya ni siquiera podría permitirme la vista de la sangre derramada. El mero hecho de pensar en ella había bastado para despertar el monstruo que había en mí.
Llegué tambaleándome hasta mi habitación y me derrumbé sobre la cama, y lloré, pues sabía que mi vida como ser humano había terminado. Ya no podría seguir viviendo sin más como el Darren Shan de siempre. El vampiro que había en mí era incontrolable. Tarde o temprano me obligaría a hacer algo horrible y acabaría por asesinar a mamá, a papá o a Annie.
No podía permitir que eso sucediera. ¡No podía! Mi vida había dejado de tener importancia, pero no la de mis amigos y la de mi familia. Si quería protegerlos tendría que irme muy lejos, a algún lugar en el que no pudiera causar daño.