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Authors: Darren Shan

Tags: #Terror, Infantil y Juvenil

El circo de los extraños (19 page)

BOOK: El circo de los extraños
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Esperé a que cayera la noche y luego salí. Esta vez no quería marcharme por ahí hasta que mis padres estuvieran dormidos. No me atrevía, porque sabía que uno de ellos vendría a mi habitación antes de acostarse. Ya me lo estaba imaginando, mamá inclinándose sobre mí para darme un beso de buenas noches y llevándose un susto de muerte cuando la mordiera en el cuello.

No dejé ninguna nota ni me llevé nada. No me sentía capaz de pensar en esas cosas. Lo único que sabía era que tenía que marcharme, y cuanto antes mejor. Cualquier cosa que retrasara mi huida empeoraría la situación.

Caminé a buen paso y pronto alcancé la entrada del teatro. Ya no me parecía tenebroso. Me había acostumbrado a verlo. Además, los vampiros no tienen nada que temer de los edificios sombríos y malditos.

Míster Crepsley me estaba esperando tras la puerta principal.

—Te he oído llegar –dijo—. Te has entretenido más de lo que yo pensaba en el mundo de los humanos.

—Le he chupado la sangre a uno de mis mejores amigos –le dije—. Y he estado a punto de morder a mi hermana pequeña.

—Pues tú has salido bien parado –dijo—. Muchos vampiros matan a alguien cercano antes incluso de darse cuenta de que están condenados.

—No hay vuelta atrás, ¿no? –pregunté con tristeza— ¿No existe ninguna pócima capaz de devolver la naturaleza humana o de evitar que ataque a la gente?

—Lo único que puede detenerte ahora –dijo él— es la consabida estaca atravesándote el corazón.

—Pues qué bien –suspiré—. No me entusiasma, pero supongo que no tengo elección. Soy suyo. No volveré a escaparme. Haga conmigo lo que quiera.

Crepsley asintió lentamente.

—Es probable que no creas lo que voy a decirte –dijo—, pero sé por lo que estás pasando y lo siento por ti –meneó la cabeza apesadumbrado—. Pero no hay nada que hacer. Tenemos mucho trabajo por delante y no nos podemos permitir el lujo de perder el tiempo. Vamos, Darren Shan –me dijo, cogiéndome de la mano—. Tienes que trabajar muy duro hasta que asumas tu cometido y consigas demostrar que me sirves como aprendiz.

—¿Y qué tengo que hacer? –pregunté, desconcertado.

—Lo primero que hay que hacer –dijo, con una sonrisa taimada—, es... ¡matarte!

CAPÍTULO 29

Pasé mi último fin de semana despidiéndome en silencio. Visité todos y cada uno de mis lugares favoritos: la biblioteca, la piscina, el cine, los parques, el estadio de fútbol. A algunos sitios fui con mamá o con papá, a otros con Alan Morris o Tommy Jones. Me hubiera gustado pasar un rato con Steve, pero no podía soportar la idea de enfrentarme a él.

Tuve la sensación, con bastante frecuencia, de que alguien me seguía; notaba que se me erizaban los pelos de la nuca. Pero ninguna de las veces que me giré para comprobarlo conseguí ver a nadie. Finalmente, lo atribuí al nerviosismo y acabé por no hacer caso.

Cada minuto pasado con mi familia o mis amigos me parecía especial. Prestaba mucha atención a sus rostros y sus voces, para no olvidarlos. Sabía que nunca volvería a ver a aquellas personas, y eso me desgarraba las entrañas, pero no había otro remedio. Ya no había vuelta atrás.

Nada de lo que hicieran podía parecerme mal aquel fin de semana. Los besos de mamá no me abochornaban, las órdenes de papá no me molestaban, los estúpidos chistes de Alan ya no me incordiaban.

Pasé más tiempo con Annie que con nadie. Era la persona a quien más iba a echar en falta. La llevé a caballito y la cogí en brazos para columpiarla, y la llevé al estadio de fútbol conmigo y con Tommy. ¡Hasta jugué con sus muñecas!

A veces tenía ganas de llorar. Miraba a mamá o a papá, o a Annie, y me daba cuenta de hasta qué punto los quería, de lo vacía que estaría mi vida sin ellos. En esos momentos, tenía que girarme y respirar bien hondo. Hubo un par de veces en que eso no fue suficiente y tuve que marcharme a toda prisa para poder llorar en privado.

Creo que intuían que algo no iba bien. Un sábado por la noche mamá vino a mi habitación y se quedó conmigo una eternidad, arropándome en la cama, contándome cosas, escuchándome hablar. Hacía años que no pasábamos tanto tiempo juntos de esa forma. Cuando se marchó, lamenté no haber disfrutado con ella de más noches como aquella.

Por la mañana, papá me preguntó si había alguna cosa de la que quisiera hablar con él. Me dijo que era un chico en edad de crecimiento y que iba a experimentar muchos cambios en mi vida, que él sabría comprender bruscas alteraciones en mi estado de ánimo o el hecho de que quisiera independizarme si era el caso. Pero él siempre estaría allí dispuesto a escucharme.

“¡Tú sí, pero seré yo quien no estará!”. Sentí ganas de llorar, pero permanecí en silencio, asentí con la cabeza y le di las gracias.

Me comportaba lo mejor que podía. Quería que, por lo menos, al final, les quedara una buena impresión de mí, que me recordaran como a un buen hijo, un buen hermano, un buen amigo. No quería que nadie me tuviera en mal concepto una vez me hubiera ido.

Aquel domingo papá iba a llevarnos a cenar a un restaurante, pero yo les pedí que nos quedáramos en casa. Aquella iba a ser nuestra última comida juntos, y quería que fuera algo especial. Cuando mirara atrás al cabo de los años, quería poder recordarnos a todos juntos, en casa, una familia feliz.

Mamá cocinó mi plato favorito: pollo, patatas asadas, mazorca de maíz. Annie y yo tomamos zumo de naranja natural. Mamá y papá compartieron una botella de vino. De postre tomamos pastel de queso con fresas. Todo el mundo estaba de excelente humor. Entonamos juntos algunas canciones. Papá contó unos chistes horribles. Mamá tocó una melodía con un par de cucharas. Annie recitó unos poemas. Jugamos a mil cosas e hicimos payasadas entre todos.

Hubiera deseado que aquel día no acabara nunca. Pero, naturalmente, todos los días tienen que acabarse, y finalmente, como sucede siempre, se puso el sol y la oscuridad de la noche cubrió el cielo.

Al poco rato, papá levantó la vista, luego consultó su reloj.

—Hora de irse a la cama –dijo—. Mañana tenéis que ir al colegio, los dos.

“No –pensé—, yo no. Yo ya no tendré que ir al colegio nunca más”.

Esa idea hubiera debido alegrarme... pero lo único que podía pensar era: “No ir al colegio significa que ya no habrá nunca más ni señor Dalton, ni amigos, ni fútbol, ni excursiones”.

Retrasé el momento de irme a la cama todo lo que pude. Tardé siglos en quitarme la ropa y ponerme el pijama; y aún necesité más tiempo para lavarme las manos, la cara y los dientes. Luego, cuando ya no podía entretenerme más, bajé a la sala, donde mamá y papá estaban charlando. Levantaron la vista, sorprendidos de verme.

—¿Estás bien, Darren? –preguntó mamá.

—Muy bien –dije.

—¿No te encuentras mal?

—Estoy bien –le aseguré—. Sólo quería daros las buenas noches.

Abracé a papá y le besé en la mejilla. Luego hice lo mismo con mamá.

—Buenas noches –les dije a ambos.

—Esto es digno de pasar a la historia –rió papá, frotándose la mejilla en el punto en el que le había besado—. ¿Cuánto tiempo hacía que no venía a darme un beso de buenas noches, Angie?

—Demasiado –sonrió mamá, acariciándome la cabeza.

—Os quiero –les dije—. Sé que no os lo he dicho con mucha frecuencia, pero es verdad. Os quiero a los dos, y siempre os querré.

—También nosotros te queremos –dijo mamá—. ¿No es así, Dermont?

—Claro que sí –dijo papá.

—Bueno, pues díselo –insistió ella.

Papá suspiró.

—Te quiero, Darren –dijo, poniendo los ojos en blanco de una forma que sabía que me haría reír. Luego me dio un abrazo—. De verdad –volvió a decir, esta vez muy serio.

Les dejé solos. Me detuve un momento detrás de la puerta, para escucharles hablar, me resistía a marcharme.

—¿A qué crees que ha venido eso? –preguntó mamá.

—Críos –bufó papá—. ¿Quién sabe lo que tienen en la cabeza?

—Algo le pasa –dijo mamá—. Ya hace algún tiempo que está raro; se comporta de una forma extraña.

—Puede que tenga una novia –sugirió papá.

—Quizá –dijo mamá, aunque sin mucha convicción.

Ya me había entretenido bastante. Si continuaba allí, corría el riesgo de irrumpir corriendo en la habitación y explicárselo todo. Y si lo hacía, ellos me impedirían seguir adelante con el plan de míster Crepsley. Dirían que los vampiros no existen y harían todo lo posible por mantenerme a su lado, a pesar del peligro.

Pensé en Annie y en lo cerca que había estado de morderla, y supe que no podía permitir que me detuvieran.

Subí penosamente las escaleras camino de mi habitación. La noche era cálida y la ventana estaba abierta. Eso era importante.

Míster Crepsley me esperaba en el armario. Salió de él cuando me oyó cerrar la puerta.

—Me estaba asfixiando ahí dentro –se quejó—. Siento que Madam Octa haya tenido que pasar tanto tiempo en...

—Cállese –le espeté.

—No tienes por qué ser grosero –dijo con desdén—. No era más que un comentario.

—Bueno, pues no haga comentarios –dije—. Puede que para usted no sea importante este lugar, pero para mí sí lo es. Todo esto ha sido mi hogar, mi habitación, mi armario, incluso desde antes de lo que puedo recordar. Y esta noche será la última vez que lo vea. Son mis últimos momentos aquí. Así que no me ofenda, ¿vale?

—Lo siento –dijo él.

Eché una última, prolongada mirada a la habitación. Por fin sonreí tristemente. Saqué una bolsa de debajo de la cama y se la pasé a míster Crepsley.

—¿Qué es esto? –preguntó, receloso.

—Unas cuantas cosas personales –le dije—. Mi diario, una foto de mi familia. Y un par de tonterías más. Nada que vayan a echar en falta. ¿Quiere guardármelo?

—Sí –dijo.

—Pero sólo si me promete que no husmeará –repuse yo.

—Los vampiros no tienen secretos entre ellos –dijo.

Pero cuando vio la cara que ponía, titubeó ligeramente, se encogió de hombros y prometió:

—No lo abriré.

—De acuerdo –dije, respirando hondo—. ¿Tiene la pócima?

Asintió y me entregó un pequeño frasco de color oscuro. Examiné su contenido. Era un líquido oscuro, denso y maloliente.

Míster Crepsley se colocó detrás de mí y me puso las manos en el cuello.

—¿Está seguro de que funcionará? –le pregunté, nerviosamente.

—Confía en mí –dijo.

—siempre había pensado que cuando se le rompe el cuello a alguien no puede volver a andar ni a moverse –dije.

—No –replicó—. Los huesos del cuello no importan. La parálisis sólo aparece cuando está afectada la médula espinal, un largo tronco nervioso que pasa por el centro del cuello. Tendré cuidado de no dañarla.

—¿No les parecerá raro a los médicos? –pregunté.

—No lo comprobarán –dijo—. La pócima reducirá tanto el ritmo cardíaco, que no tendrán la menor duda de que está muerto. Verán que tienes el cuello roto y la conclusión les parecerá obvia. Si fueras más viejo quizá se plantearan practicarte una autopsia. Pero a ningún médico le gusta abrir a un niño.

“Bueno, ¿tienes perfectamente claro lo que va a suceder y cómo tienes que actuar? –preguntó.

—Sí –dije.

—No puede haber errores –me advirtió—. Al menor fallo por tu parte, todos nuestros planes se irán al traste.

—¡No soy estúpido! ¡Sé lo que tengo que hacer! –le espeté.

—Entonces hazlo –dijo él.

Y lo hice.

Con un gesto de irritación, me tragué el contenido del frasco. Hice una mueca de disgusto al sentir su sabor, luego me estremecí mientras el cuerpo se me empezaba a poner rígido. No me dolió mucho, pero una gélida sensación recorrió mis huesos y venas. Me empezaron a castañetear los dientes.

Pasaron diez minutos hasta que el veneno dejó de sentir sus mortíferos hechizos. Pasado ese tiempo, no podía mover ninguna de mis extremidades, los pulmones habían dejado de funcionar (bueno, sí funcionaban, pero muy, muy lentamente) y se me había parado el corazón (no del todo, pero sí lo bastante como para que su latido fuera indetectable).

—Ahora voy a romperte el cuello –dijo míster Crepsley.

Con una rápida sacudida me giró la cabeza hacia un lado y oí un seco chasquido. No notaba ninguna sensación, mis sentidos estaban muertos.

—Eso es –dijo—. Con esto será suficiente. Ahora te tiraré por la ventana.

Me arrastró hasta la ventana y se detuvo un instante, respirando el aire de la noche.

—Tengo que tirarte lo bastante fuerte para que parezca auténtico –dijo—. Puede que te rompas algún hueso en la caída. Empezará a dolerte cuando los efectos de la pócima desaparezcan, dentro de unos días, pero luego ya te curaré. ¡Vamos allá!

Me cogió en volandas, se quedó quieto un momento y me arrojó al exterior.

Caí rápidamente, vi la fachada de la casa pasar borrosa ante mí con un zumbido y aterricé pesadamente sobre la espalda. Tenía los ojos abiertos y me quedé mirando un desagüe a los pies de la casa.

Pasó un rato antes de que descubrieran mi cuerpo, así que permanecí allí tendido, escuchando los sonidos de la noche. Al fin, un vecino me vio y se acercó a ver qué pasaba. No pude verle la cara, pero oí su grito sofocado cuando me dio la vuelta y vio mi cuerpo sin vida.

Corrió hasta la entrada principal de la casa y llamó a la puerta. Le oí llamar a gritos a mi madre y a mi padre. Luego sus voces mientras él les conducía hasta la parte trasera. Creían que les estaba tomando el pelo o que se había equivocado. Mi padre caminaba aprisa, airado y murmurando para sus adentros.

Los pasos se detuvieron cuando giraron la esquina y me vieron. Durante un eterno, terrible minuto, se hizo un silencio absoluto. Luego papá y mamá corrieron hacia mí y me cogieron en sus brazos.

—¡Darren! –chilló mamá, apretándome contra su pecho.

—Suéltale, Angie –dijo bruscamente papá, liberándome de su abrazo y recostándome sobre la hierba.

—¿Qué le pasa, Dermont? –gimió mamá.

—No lo sé. Debe haberse caído.

Papá se puso en pie y miró hacia la ventana abierta de mi habitación. Vi cómo cerraba los puños.

—No se mueve –dijo mamá, conservando la serenidad. Luego se agarró a mí con saña—. ¡No se mueve! –gritó— No se mueve. Está...

Una vez más, papá le apartó las manos. Llamó por señas a nuestro vecino y puso a mamá en sus manos.

—Llévela dentro –dijo en voz baja—. Llame a una ambulancia. Yo me quedaré aquí y me ocuparé de Darren.

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