—De acuerdo –dije sombríamente antes de marcharme.
Papá nos llevó a casa en coche. Me preguntaba qué haría él si le hablaba de la araña, de míster Crepsley y todo lo demás. Me habría castigado, de eso estoy seguro, pero no fue ésa la razón por la que no se lo conté: seguí callando porque sabía que se sentiría avergonzado por mis mentiras y de que hubiera antepuesto mi propio bienestar al de Steve. Tenía miedo de que me odiara.
Para cuando llegamos a casa Annie ya estaba dormida. Papá la cogió en brazos y la llevó a la cama. Yo subí lentamente a mi habitación y empecé a desnudarme. No dejaba de maldecirme a mí mismo interiormente.
Papá se asomó mientras me quitaba la ropa.
—¿Estarás bien? –preguntó.
Yo asentí.
—Steve se recuperará –dijo—. Estoy seguro. Los médicos saben lo que hacen. Le dejarán como nuevo.
Asentí una vez más, incapaz de responder con palabras. Papá se quedó en el umbral unos instantes, luego suspiró, dio media vuelta y bajó haciendo resonar los pies en la escalera hasta su estudio.
Estaba colgando los pantalones en el armario cuando me fijé en la jaula de Madam Octa. La saqué lentamente. Ella estaba inmóvil en el centro, respirando con regularidad, más impasible que nunca.
Examiné a la multicolor araña, y no me sentí impresionado por lo que veía. Era un colorido brillante, es cierto, pero aquel bicho era feo, peludo y repugnante. Empecé a sentir que la odiaba. Ella era el auténtico malo de la historia, ella era quien había picado a Steve sin una buena razón para hacerlo. La había alimentado y cuidado, y había jugado con ella. Y así era como me lo pagaba.
—¡Monstruo sangriento! –gruñí, zarandeando la jaula— ¡Engendro ingrato!
Di otra sacudida a la jaula. Ella se agarró con fuerza a los barrotes. Esto me enfureció, y empecé a agitar violentamente la jaula de un lado a otro, intentando que la soltara, deseando hacerle daño.
Empecé a correr en círculo, haciendo dar vueltas a la jaula que llevaba agarrada por el asa. Maldecía, le gritaba todos los insultos que se me ocurrían, deseando que estuviera muerta, deseando no haberla visto nunca, deseando tener los suficientes redaños para sacarla de la jaula y aplastarla.
Finalmente, cuando mi rabia alcanzó su punto culminante, arrojé la jaula lo más lejos de mí que pude. No me paré a pensar hacia dónde la lanzaba, y me sobresalté al verla salir volando por la ventana a la oscuridad de la noche.
Me quedé mirando cómo desaparecía por los aires y corrí tras ella. Me daba miedo que se abriera al chocar contra el suelo, pues sabía que si los médicos no eran capaces de salvar a Steve por sus propios medios, quizá lo consiguieran con la ayuda de Madam Octa: si tenían la posibilidad de estudiarla, quizá descubrieran cómo curarle. Pero si se me escapaba...
Corrí a la ventana. Era demasiado tarde como para intentar atrapar la jaula, pero al menos vería dónde caía. Observé cómo daba vueltas por los aires, rogando por que no se rompiera. Me pareció que tardaba una eternidad en llegar al suelo.
Justo antes de que tocara el suelo, una mano salió disparada de entre las sombras de la noche y la atrapó al vuelo.
¿Una mano?
Me asomé hasta sacar medio cuerpo fuera de la ventana para ver mejor. Era una noche oscura y al principio no pude ver quién estaba allá abajo. Pero entonces el dueño de la mano dio un paso adelante y se mostró.
Lo primero que vi fueron sus arrugadas manos sosteniendo la jaula. Luego sus largos ropajes de color rojo. Después su pelo crespo y anaranjado. Y luego su larga y fea cicatriz. Por fin, aquella sonrisa que mostraba sus afilados dientes.
Era míster Crepsley. El vampiro.
¡Y estaba mirando hacia arriba, sonriéndome!
Me quedé petrificado en la ventana, esperando que de un momento a otro se convirtiera en murciélago y subiera volando, pero lo único que hizo fue agitar la jaula suavemente para asegurarse de que Madam Octa estaba bien.
Luego, sin dejar de sonreír, dio media vuelta y desapareció. La noche pareció engullirle en cuestión de segundos.
Cerré la ventana y corrí a refugiarme en la cama, donde empecé a hacerme confusas preguntas mentalmente. ¿Cuánto tiempo había estado allá abajo esperando? Si sabía dónde estaba Madam Octa, ¿por qué no había venido a buscarla antes? Yo había imaginado que estaría furioso, y sin embargo parecía divertido. ¿Por qué no me había degollado como pronosticó Steve?
Era imposible dormir. Estaba más aterrorizado ahora que la noche después de haber robado la araña. Por lo menos entonces había podido aferrarme a la idea de que no sabía quién era el ladrón y no podría encontrarme.
Pensé en la posibilidad de contárselo todo a papá. Después de todo, había por ahí un vampiro que sabía dónde vivíamos y que tenía buenas razones para tenernos inquina. Papá tenía que saberlo. Tenía que ponerle sobre aviso para darle la oportunidad de preparar algún tipo de defensa. Pero...
No me creería. Sobre todo ahora que ya no tenía a Madam Octa. Me imaginé a mí mismo intentando convencerle de que los vampiros existían realmente, de que uno de ellos había estado en nuestra casa y de que podía volver. Pensaría que estaba chiflado.
Conseguí echar una cabezada cuando amaneció del todo, pues sabía que el vampiro no podría atacar hasta la puesta del sol. No dormí mucho, pero me hizo bien poder descansar un poco, y al despertar tenía las ideas más claras. Tras darle muchas vueltas a la cabeza caí en la cuenta de que no tenía por qué estar asustado. Si el vampiro hubiera querido matarme, lo habría hecho la noche anterior, cuando me pilló desprevenido. Por alguna razón, no quería verme muerto, o por lo menos, todavía no.
Liberado de esa preocupación, pude concentrarme en Steve y en mi auténtico problema: decidir si decía la verdad o no. Mamá se había quedado en el hospital toda la noche, cuidando de la señora Leonard y telefoneando a vecinos y amigos para ponerles al corriente de lo que le había sucedido a Steve. Si ella hubiera estado en casa, quizá se lo habría contado todo, pero la sola idea de decírselo a mi padre me infundía pavor.
Nuestra casa estaba muy silenciosa aquel domingo. Papá hizo huevos revueltos con salchichas para desayunar, y se le quemaron como le pasa siempre que cocina él, pero aquel día no se puso a maldecir. Yo a duras penas pude saborear la comida mientras la engullía. No tenía apetito. La única razón por la que comí fue intentar fingir que aquél era un domingo como cualquier otro.
Mamá telefoneó cuando estábamos acabando. Habló bastante rato con papá. Él, por su parte, no dijo mucho; se limitó a emitir escuetos gruñidos de asentimiento. Annie y yo permanecimos sentados en silencio, intentando oír lo que le decía mamá. Cuando terminó de hablar volvió a la mesa y se sentó.
—¿Cómo está? –pregunté.
—No muy bien –dijo papá—. Los médicos no saben qué hacer. Al parecer, Annie tenía razón: se trata de veneno. Pero no es ningún veneno conocido. Han enviado muestras a expertos de otros hospitales, con la esperanza de que alguien pueda arrojar alguna luz. Pero...
Meneó la cabeza.
—¿Se morirá? –preguntó en voz baja Annie.
—Es posible –dijo papá.
Me alegró que fuera sincero. Ocurre demasiado a menudo que los adultos mientan a los niños cuando se trata de asuntos importantes. Personalmente prefiero saber la verdad sobre la muerte a que me mientan.
Annie se echó a llorar. Papá la cogió en brazos y la acunó en su regazo.
—Eh, eh, no hay por qué llorar –dijo—. Aún no está todo perdido. Todavía está vivo. Ni los pulmones ni el cerebro parecen estar afectados. Si consiguen descubrir alguna forma de combatir el veneno que hay en su cuerpo, se pondrá bien.
—¿Cuánto tiempo le queda? –pregunté.
Papá se encogió de hombros.
—Con su fortaleza, los médicos podrían mantenerle con vida toda una eternidad conectado a diferentes máquinas.
—¿Quieres decir como si estuviera en coma? –pregunté.
—Exactamente.
—¿Y cuánto tiempo le queda antes de que tengan que conectarle?
—Ellos creen que aún puede aguantar unos días –respondió papá—. No pueden decirlo con seguridad, puesto que en realidad no saben a qué se enfrentan, pero en su opinión pasarán aún un par de días antes de que le empiece a fallar el aparato cardiorespiratorio.
—¿El qué? –preguntó Annie entre sollozos.
—El corazón y los pulmones –le explicó papá—. Mientras eso funcione, se puede considerar que sigue vivo. Tienen que utilizar un gota a gota para alimentarle, pero por lo demás todo funciona correctamente. Los verdaderos problemas empezarán cuando deje de respirar por sí solo, si es que eso llega a suceder.
Un par de días. No era mucho tiempo. El día anterior tenía toda la vida por delante. Ahora le quedaban un par de días.
—¿Podría ir a verle? –pregunté.
—Esta tarde, si te sientes con ánimos –dijo papá.
—Me sentiré con ánimos –prometí.
* * *
Esta vez había más ajetreo en el hospital, lleno de visitantes. Nunca había visto tantas cajas de bombones y ramos de flores. Todo el mundo parecía llevar una de las dos cosas. Yo quería comprar algo para Steve en la tienda del hospital, pero no tenía dinero.
Esperaba encontrar a Steve en el pabellón infantil, pero estaba en una habitación individual, porque los médicos querían estudiar su caso, y también porque no estaban seguros de que lo que tenía no fuera contagioso. Tuvimos que ponernos mascarillas y guantes y largas batas verdes antes de entrar.
La señora Leonard estaba dormida en una silla. Mamá nos indicó por señas que no hiciéramos ruido. Tras abrazarnos, se puso a hablar con papá.
—Han llegado un par de resultados de otros hospitales –le dijo, la voz apagada por la mascarilla—. Todos negativos.
—Tiene que haber alguien que sepa de qué se trata –dijo papá—. ¿Cuántos tipos de venenos distintos puede haber?
—Miles –dijo ella—. Han enviado muestras a hospitales extranjeros. Es de esperar que alguno de ellos lo conozca, pero pasará algún tiempo antes de que respondan.
Observé a Steve mientras ellos hablaban. Estaba pulcramente tapado en la cama. Tenía un gotero en un brazo, y un montón de cables en el pecho. Había marcas de agujas en los lugares en los que los médicos le habían pinchado para extraer muestras de sangre. Su rostro estaba pálido y rígido. ¡Tenía un aspecto horrible!
Afloraron las lágrimas a mis ojos y no podía parar de llorar. Mamá me rodeó con sus brazos y me estrechó contra ella, pero sólo consiguió empeorar las cosas. Intenté hablarle de la araña, pero lloraba demasiado desconsoladamente como para que mis palabras fueran inteligibles. Mamá siguió abrazándome, besándome e intentando atajar mi llanto, y acabé por abandonar mi empeño.
Llegaron más visitas, familiares de Steve, y mamá decidió que lo mejor era dejarles solos con Steve y su madre. Nos llevó fuera, me quitó la mascarilla y me secó las lágrimas con un pañuelo de papel.
—Así –dijo—. Eso está mejor.
Me sonrió y me achuchó hasta que le devolví la sonrisa.
—Se pondrá bien –prometió—. Ya sé que tiene muy mal aspecto, pero los médicos están haciendo todo lo que pueden. Tenemos que confiar en ellos y esperar lo mejor, ¿de acuerdo?
—De acuerdo –suspiré.
—A mí me ha parecido que tenía bastante buen aspecto –dijo Annie, estrechándome la mano. Le sonreí agradecido.
—¿Vienes a casa con nosotros? –le preguntó papá a mamá.
—No estoy segura –dijo ella—. Creo que debería quedarme un poco más por si...
—Ángela, tú ya has hecho bastante –dijo papá con firmeza—. Seguro que no has dormido en toda la noche, ¿no?
—No mucho –admitió mamá.
—Y si ahora te quedas, hoy tampoco dormirás. Venga, Angie, vámonos –papá siempre la llama Angie cuando quiere mostrarse cariñoso para convencerla de algo—. Hay otras personas que pueden ocuparse de Steve, aparte de su madre. Nadie te pide que lo hagas tú todo.
—De acuerdo –cedió ella—. Pero volveré esta noche por si me necesitan.
—Vale –dijo él, y abrió la marcha hacia el coche.
No había sido una visita muy larga, pero no protesté. Me alegraba de poder marcharme de allí.
De camino a casa no dejé de pensar en Steve, en su mal aspecto y en lo que lo había provocado. Pensé en el veneno que corría por sus venas y me pareció casi seguro que los médicos fracasarían. Estaba convencido de que ningún doctor del mundo se había enfrentado nunca con el veneno de una araña como Madam Octa.
Por muy mal que hubiera visto a Steve, sabía que estaría mucho peor al cabo de un par de días. Le imaginé conectado a una máquina de respiración asistida, el rostro cubierto por la mascarilla, tubos introduciéndose en su cuerpo. Era horrible.
Sólo había una manera de salvar a Steve. Y yo sabía quién era la única persona que conocía aquel veneno y cómo combatir sus efectos.
Míster Crepsley.
Mientras aparcábamos a la entrada de casa y bajábamos del coche, me decidí: le seguiría la pista y le obligaría a hacer lo que pudiera por Steve. En cuanto oscureciera, me escaparía de casa y encontraría al vampiro dondequiera que se hubiera ocultado. Y si no conseguía sonsacarle información que me permitiera volver con una cura para Steve...
...en ese caso no volvería nunca.
Tuve que esperar hasta casi las once. Me hubiera marchado más temprano, mientras mamá estaba en el hospital, pero un par de amigos de papá pasaron por casa con sus hijos y tuve que ejercer de anfitrión.
Mamá volvió sobre las diez. Estaba cansada, así que papá se las arregló para deshacerse de las visitas lo antes posible. Tomaron una taza de té y charlaron un rato en la cocina; luego se acostaron. Esperé a que se durmieran y luego me escabullí escaleras abajo y salí por la puerta trasera.
Atravesé veloz la oscuridad como un cometa. Me movía tan rápido que nadie me vio ni oyó. En un bolsillo, llevaba un crucifijo que había encontrado en el joyero de mamá y, en el otro, una botella de agua bendita que uno de los amigos del colegio de papá nos había enviado hacía años. No era capaz de hallar una estaca. Pensé en llevar un cuchillo afilado en su lugar, pero probablemente sólo hubiera conseguido cortarme. Soy un poco torpe con los cuchillos.
El viejo teatro estaba desierto y oscuro como boca de lobo. Esta vez entré por la puerta principal.
No tenía la menor idea de lo que iba a hacer si no encontraba al vampiro, pero de alguna manera presentía que ahí estaría. Tenía una sensación parecida a la de aquel día en que Steve lanzó por los aires los pedacitos de papel con la entrada ganadora mezclada entre ellos, yo cerré los ojos y la atrapé a ciegas. Era cosa del destino.