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Authors: Darren Shan

Tags: #Terror, Infantil y Juvenil

El circo de los extraños (13 page)

BOOK: El circo de los extraños
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—...tú hablarás de mí y míster Crepsley –dijo Steve, sonriendo—. Me tienes cogido. No importa lo que me digas, sabes que no podría delatarte aunque quisiera. ¿Cuál es el gran secreto?

—Espera un minuto –dije. Salté de la cama y abrí la puerta de la habitación—. ¿Mamá? –grité.

—¿Sí? –me llegó su voz apagada desde abajo.

—Le estoy enseñando a Steve mi flauta –chillé—. Quiere aprender a tocarla, pero no nos molestéis, ¿vale?

—Vale –respondió.

Cerré la puerta y sonreí a Steve. Él estaba perplejo.

—¿Tu flauta? –preguntó—. ¿Tu gran secreto es una flauta?

—En parte –dije—. Escúchame, ¿te acuerdas de Madam Octa, la araña de míster Crepsley?

—Pues claro –dijo—. No presté demasiada atención, pero supongo que nadie podría olvidar a una criatura así. Con aquellas patas peludas, ¡brrr!

Mientras él hablaba, abrí la puerta del armario y saqué la jaula. Los ojos le hicieron chiribitas al verla, luego los abrió como platos.

—No será lo que estoy pensando, ¿verdad? –preguntó.

—Eso depende –dije destapando la jaula—. Si lo que estás pensando es que se trata de una araña mortífera con mucho talento... ¡entonces aciertas!

—¡Por todos los demonios! –gritó sofocadamente,y casi se cayó de la cama del susto—. Es una... una... ¿de dónde la has...? ¡Caray!

Yo estaba encantado ante su reacción. Me coloqué junto a la jaula como un padre orgulloso. Madam Octa reposaba al fondo, inmóvil como siempre, sin hacernos el menor caso ni a mí ni a Steve.

—¡Es imponente! –dijo Steve, acercándose a rastras para verla mejor—. Es idéntica a la del circo. Es increíble que hayas encontrado una araña tan parecida. ¿De dónde la has sacado? ¿De una tienda de animales? ¿De un zoo?

Mi sonrisa se desvaneció.

—Me la llevé del Cirque du Freak, naturalmente –dije, inquieto.

—¿Del espectáculo freak? –preguntó, con el rostro desencajado—. ¿También vendían arañas vivas? Yo no las vi. ¿Cuánto costaban?

Meneé la cabeza y dije:

—No la compré, Steve. En realidad la... ¿no lo adivinas? ¿Todavía no lo entiendes?

—¿Entender qué? –preguntó.

—Que no es una araña “parecida” –dije—. Que es “la misma” araña. Es Madam Octa.

Se me quedó mirando como si no hubiera oído lo que acababa de decirle. Estaba a punto de repetírselo, pero él se me adelantó.

—¿La... la misma? –preguntó con voz temblorosa.

—Sí –dije.

—¿Quieres decir que es... Madam Octa? ¿La auténtica Madam Octa?

—Sí –repetí, riéndome de su asombro.

—¿Es... la araña de míster Crepsley?

—Steve, ¿qué te pasa? ¿Cuántas veces tengo que decírtelo para que lo...?

—Espera un momento –cortó, meneando la cabeza—. Si realmente es Madam Octa, ¿cómo conseguiste hacerte con ella? ¿La encontraste fuera? ¿Te la quisieron vender?

—Nadie vendería una araña tan fantástica como ésta –dije.

—Eso pensaba yo –convino Steve—. Pero entonces, ¿cómo...?

Dejó la pregunta en suspenso.

—La robé –dije, hinchándome de orgullo—. Volví al teatro el martes por la mañana, me colé, conseguí encontrarla y escapé con ella. Le dejé una nota a míster Crepsley diciéndole que si intentaba recuperarla le explicaría a la policía que era un vampiro.

—Tú... tú... –balbucía Steve.

Se había puesto pálido y parecía a punto de desmayarse.

—¿Te encuentras bien? –pregunté.

—¡Eres... eres... eres un imbécil! –rugió—. ¡Estás loco! ¡Idiota!

—¡Eh! –le grité, molesto.

—¡Estúpido! ¡Subnormal! ¡Cretino! –chilló—. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? ¿Tienes la menor idea de lo serio que es el lío en que te has metido? ¿Sabes que tienes un problema verdaderamente grave?

—¿Cómo? –pregunté, aturdido.

—¡Le has robado su araña a un vampiro! –gritó Steve—. ¡Le has robado a un muerto viviente! ¿Qué crees que hará cuando te atrape, Darren? ¿Crees que te dará unos azotes en el culo y te dirá que copies cincuenta veces “no robaré”? ¿O que se lo dirá a tus padres para que te castiguen sin salir? ¡Estamos hablando de un vampiro! ¡Te cortará el cuello y alimentará con tu cadáver a la araña! ¡Te despedazará y...!

—No, no lo hará –dije tranquilamente.

—Claro que sí –replicó Steve.

—No –dije—, te aseguro que no lo hará. Porque no podrá encontrarme. Robé la araña hace dos martes, así que ya ha tenido casi dos semanas para seguirme la pista, y sin embargo no ha dado señales de vida. Se marchó con el circo y nunca volverá; si sabe lo que le conviene, no volverá.

—No sé –dijo Steve—. Los vampiros tienen muy buena memoria, y paciencia. Puede que vuelva cuando tú ya seas adulto y tengas hijos.

—Si eso llegara a suceder, ya me preocuparé en su momento de solucionarlo –dije—. Por ahora sigo impune. No estaba seguro de conseguirlo –creía que me daría caza hasta matarme—, pero no ha pasado nada. Así que deja ya de insultarme, ¿vale?

—Pues aún eres otra cosa que no te he dicho –rió, moviendo la cabeza—. Creía que yo era el más lanzado, ¡pero robarle a un vampiro su araña! Jamás lo hubiera pensado de ti. ¿Qué te empujó a hacerlo?

—Tenía que ser mía –le dije—. Cuando la vi en el escenario supe que sería capaz de cualquier cosa con tal de conseguirla. Luego descubrí que míster Crepsley era un vampiro y pensé que podía hacerle chantaje. Está mal, ya lo sé, pero al fin y al cabo él es un vampiro, así que lo que he hecho ya no es tan malo, ¿verdad? Robar a una mala persona en cierto modo es una buena acción, ¿no te parece?

Steve se echó a reír.

—No sé si será bueno o malo –dijo—. Lo único que sé es que si alguna vez vuelve a buscarla, no me gustaría estar en tu pellejo.

Examinó una vez más a la araña. Acercó mucho la cara a la jaula (aunque no tanto como para estar al alcance de su picadura), y observó su vientre palpitante.

—¿Ya la has sacado de la jaula? –preguntó.

—Cada día –dije.

Cogí la flauta y toqué una nota. Madam Octa saltó hacia delante un par de centímetros. Steve soltó un chillido y se cayó de culo. Yo me moría de la risa.

—¿Puedes dominarla? –balbució.

—Puedo hacer con ella todo lo que viste con míster Crepsley –dije, intentando no parecer fanfarrón—. Es bastante fácil. No hay ningún peligro siempre que seas capaz de concentrarte. Pero si dejas divagar tus pensamientos aunque sólo sea un segundo...

Me pasé un dedo por la garganta y solté un largo gruñido, como si me estuvieran degollando.

—¿Has dejado que tejiera una telaraña entre tus labios? –preguntó Steve.

Le brillaban los ojos.

—Todavía no –dije—. No me gusta la idea de dejar que se me meta en la boca: el solo hecho de imaginármela deslizándose garganta abajo me horroriza. Además, necesito un ayudante que la controle mientras teje la telaraña, y hasta ahora he estado solo.

—Hasta ahora –sonrió Steve—, pero ya no. Se puso en pie y dio una palmada—. Hagámoslo. Muéstrame cómo se usa ese precioso pito de latón y déjala a ella conmigo. A mí no me da miedo dejarla entrar en mi boca. Venga, vamos. ¡Vamos, vamos, vamos, VAMOS!

No pude sustraerme a la excitación de aquella locura. Sabía que era una imprudencia permitir el contacto directo entre Steve y la araña tan pronto –debería haberme asegurado antes de que él la conociera mejor—, pero no hice caso del sentido común y me dejé llevar por su vehemencia.

Le dije que no podía tocar la flauta todavía, no hasta que hubiera practicado, pero sí jugar con Madam Octa mientras yo la controlaba. Le expliqué en cuatro palabras las maravillas que íbamos a hacer y me aseguré de que lo hubiera entendido todo bien.

—El silencio es vital –dije—. No digas nada. No te atrevas siquiera a silbar. Porque si me distraes y pierdo el control sobre ella...

—Vale, vale –suspiró Steve—. Ya lo sé. No te preocupes. Puedo ser completamente mudo cuando me lo propongo.

Cuando estuve preparado, abrí la jaula de Madam Octa y empecé a tocar. Le di una orden y empecé con los juegos que ya se habían convertido en rutina para la araña.

Dejé que hiciera un montón de cosas por su cuenta antes de permitir que se acercara a Steve. Durante la última semana había desarrollado enormemente su capacidad de aprendizaje. La araña se había ido habituando a mi mente y a mi manera de pensar, y había aprendido a obedecer mis órdenes casi antes de que acabara de transmitírselas. Por mi parte, me había dado cuenta de que era capaz de reaccionar ante la más escueta de las instrucciones. Sólo tenía que formular unas pocas palabras para que se pusiera en acción.

Steve observaba el espectáculo en completo silencio. Estuvo a punto de aplaudir varias veces, pero se contuvo a tiempo, sin dejar que sus palmadas emitieran el menor sonido. En lugar de aplaudir, me mostraba su entusiasmo levantando los pulgares y vocalizando en silencio palabras como “fantástico”, “super”, “brillante” y otras parecidas.

Cuando llegó el momento de que Steve participara, le hice la señal que habíamos acordado antes de empezar. Él tragó saliva, respiró hondo y asintió. Se puso en pie y avanzó por un lado, de forma que yo no perdiera de vista a Madam Octa. Luego se puso de rodillas y esperó.

Cambié de melodía y transmití nuevas órdenes. Madam Octa se quedó quieta, escuchando. Cuando supo lo que le pedía, empezó a caminar hacia Steve. Vi cómo él se estremecía y se humedecía los labios. Iba a suspender el número y enviar a la araña de vuelta a su jaula, pero entonces mi amigo dejó de temblar y pareció tranquilizarse, así que decidí continuar.

No pudo reprimir un escalofrío cuando ella empezó a trepar por la pernera de sus pantalones, pero aquello era una reacción natural. Yo mismo continuaba estremeciéndome a veces al sentir sus peludas patas en contacto con mi piel.

Ordené a Madam Octa que trepara por su nuca y le hiciera cosquillas en las orejas con las patas. Soltó una risita inaudible y los últimos vestigios de miedo se disiparon. Ahora que le veía más tranquilo me sentí del todo seguro y conduje a la araña hasta su cara, donde tejió pequeñas telarañas sobre sus ojos, se deslizó por el puente de la nariz y se balanceó por las comisuras de sus labios.

Tanto Steve como yo estábamos disfrutando de lo lindo. Ahora que tenía un ayudante podía hacer muchas más cosas.

La araña estaba sobre su hombro derecho, a punto de deslizarse brazo abajo, cuando se abrió la puerta y entró Annie.

Normalmente, Annie no entra nunca en mi habitación sin llamar antes. Es muy buena, no como otras niñas de su edad, y casi siempre llama educadamente y espera mi respuesta. Pero aquella tarde, por pura mala suerte, irrumpió en la habitación sin avisar.

—Eh, Darren, ¿dónde está mi...? –empezó a decir, pero se interrumpió en el acto.

Vio a Steve y a la monstruosa araña en su hombro, con los quelíceros centelleantes, como si estuviera a punto de picarle, e hizo lo natural.

Gritó.

El chillido me sobresaltó. Giré instintivamente la cabeza, la flauta se me cayó de los labios y toda la concentración se desvaneció. Mi vínculo con Madam Octa se rompió. Ella agitó la cabeza, dio un par de rapidísimos pasos hacia la garganta de Steve, sacó los quelíceros y pareció sonreír.

Steve soltó un grito de espanto y se puso en pie de un salto. Intentó desembarazarse de la araña de un manotazo, pero trastabilló y erró el golpe. Sin darme tiempo a intentar recuperar el control sobre ella, Madam Octa agachó la cabeza, veloz como una serpiente, y ¡hundió profundamente sus envenenadas armas en el cuello de mi amigo!

CAPÍTULO 21

Steve se puso rígido de inmediato cuando la araña le picó. Los alaridos quedaron ahogados en su garganta, tenía los labios amoratados y los ojos tan abiertos que parecían a punto de salírsele de las órbitas. Durante lo que pareció una eternidad (aunque en realidad no pudieron haber pasado más de tres o cuatro segundos), se tambaleó. Luego se desplomó contra el suelo como un fardo.

Aquella caída le salvó. Igual que con la cabra del espectáculo del Cirque du Freak, la primera picadura dejó a Steve sin sentido, pero no le mato. Justo antes de que mi amigo se derrumbara, vi a la araña recorriendo su cuello en busca del lugar precioso, preparándose para asestar la segunda y mortal picadura.

Pero la caída la desorientó. Se desprendió del cuello de Steve y necesitó uno segundos para volver a saltar sobre él.

Aquellos segundos eran todo lo que a mí me hacía falta.

Estaba conmocionado, pero la visión de aquel horrible arácnido surgiendo por encima del hombro de Steve como un extraño sol emergiendo tras el horizonte al amanecer me devolvió instantáneamente a la realidad. Me agaché a recoger la flauta, me la metí en la boca casi hasta la garganta y emití la nota más potente de toda mi vida.

“¡DETENTE!”, grité mentalmente, y Madam Octa dio un brinco de más de medio metro.

“¡Vuelve a entrar en la jaula!”, ordené. Ella bajó de un salto del cuerpo de Steve y corrió por el suelo de la habitación. En cuanto cruzó los barrotes de la puerta, me abalancé sobre la jaula y la cerré de golpe.

Una vez tuve a Madam Octa a buen recaudo, concentré toda mi atención en Steve. Annie seguía chillando, pero no podía ocuparme de ella antes de examinar a mi envenenado amigo.

—¿Steve? –pregunté, agachado muy cerca de su oreja, suplicando en mi interior que respondiera de alguna manera—. ¿Estás bien, Steve?

No hubo respuesta. Todavía respiraba, así que estaba seguro de que seguía con vida, pero eso era todo. Lo único que hacía era eso, respirar. No podía hablar ni mover los brazos. Ni siquiera era capaz de guiñar un ojo.

Noté la presencia de Annie detrás de mí. Había dejado de gritar, pero seguía temblando como una hoja.

—¿Está... está... muerto? –preguntó con un hilo de voz.

—¡Claro que no! –rezongué—. ¿No ves que todavía respira? Mírale el vientre y el pecho.

—Pero... ¿por qué no se mueve? –preguntó.

—Está paralizado –le dije—. La araña le ha inoculado un veneno que paraliza las extremidades. Es como si se hubiera quedado dormido, con la diferencia de que su cerebro sigue activo, así que puede verlo y oírlo todo.

Yo no sabía si todo eso era cierto. Esperaba que sí. Si el veneno había respetado los pulmones y el corazón, era posible que tampoco hubiera afectado al cerebro. Pero si había llegado a entrar en la cabeza...

Era una idea demasiado horrible para pensar siquiera en ella.

—Steve, voy a ayudarte –dije—. Creo que si te movemos el efecto del veneno se irá disipando.

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