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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (2 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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El día que su madre la llamó para decirle que su abuelo había muerto, no le lloró. Hacía años que se había despedido de él. Y, sin embargo, después, no era extraño que pensara en él en presente, como si todavía estuviera sentado en el salón de la residencia. El abuelo Julio querrá ver esta corrida de toros en la tele, al abuelo Julio le encantará este bastón, cómo se parece este hombre al abuelo Julio. Quería decírselo a su padre, yo le recuerdo, yo le mantengo vivo, yo pienso en él, pero le daba miedo que se pusiera a llorar otra vez. Mejor dicho, le daba vergüenza.

¿Cómo será estar muerto? Cuando se hacía la pregunta se mostraba indiferente para espantar su temor. Se encogía de hombros. Pues ¿cómo va a ser? Como dormir, como emborracharse hasta perder el sentido, como antes de nacer: nada. Después, alejaba ese pensamiento. Bastante duro era mantenerse vivo.

A la mujer que pasa las tardes de tres a nueve sentada frente a la que va a morir y no lo sabe, o quizá sí, se le hace muy duro no sólo vivir, sino fingir que sigue viviendo como si no pasara nada. Por eso, para disimular, intentó usar el mismo tono de las enfermeras al hablar con la enfermera. Cuando la llevaron a ese hospital, le dijeron que tenía que hablarle continuamente, y tocarla, y hacerle caricias para que ella sintiera que no estaba sola. No está demostrado, pero ustedes háblenle por si acaso. A Paco le sale mejor, seguramente porque está acostumbrado a hablar sin que nadie le haga caso, pero a ella le cuesta trabajo dirigirse a ese cuerpo mudo, quieto, ciego y quién sabe si sordo, como si le fuera a contestar. Y eso que se lo cree. Semanas antes de que María José tuviera el accidente, leyó en un periódico que un italiano que había pasado dos años en coma profundo despertó diciendo mamá y asegurando que lo había oído todo en ese tiempo, y alguien le ha contado en el hospital el caso de un estudiante que recuperó la conciencia cuando le pusieron un vídeo que habían grabado todos sus compañeros de clase gritando su nombre (Caaaaaaaarloooooos, despieeeeeerta). Háblenle, les dice todo el mundo.

Y ella lo intenta, pero como no es capaz de hacerlo con naturalidad ha alquilado varias veces en el videoclub de debajo de casa
Hable con ella
. Piensa tanto en la película desde que está allí que a menudo tiene la sensación de que al mirar a la cama se va a encontrar a Rosario Flores, pero no. No tiene nada que ver. La protagonista es torera y está en coma por una cogida y, aunque es difícil, no es imposible que algún día se despierte. María José, no. María José trabaja en una gestoría y es un tráfico, que es como llaman en el hospital a las víctimas de los accidentes de coche. Eso es lo que tuvo su hija, pero no lo que la matará. El golpe le dejó lesiones cerebrales, pero lo que se la llevará será una infección, o un encharcamiento de los pulmones, o todo a la vez, dentro de un mes o dentro de un año, o dentro de diez. Quién sabe. Le da lo mismo. No tiene prisa.

María José se morirá despacito, sin darse cuenta. No es tan mala manera. Es como vivir hacia atrás, como descumplir años, como volver al útero de su madre. A su útero. Ustedes háblenle, por si acaso. Y ella, que no se siente capacitada para contradecir a los médicos porque para eso se han pasado la vida estudiando, le habla. Por si acaso.

Y, al principio, quiso copiar la alegría de las enfermeras. ¿Cómo ha pasado la mañana mi niña?, o ¿ha venido alguien a verte, corazón?, o ¿qué tal se ha portado Cleopatra?, ¿te has entretenido con ella, María José?, o bueno, si pareces una abuela con ese camisón, voy a ponerte otro para que estés bien guapa, o mmmm, pero qué hambre tengo, ahora mismo me comía un arrocito al horno, ¿te acuerdas de que era tu plato favorito cuando eras pequeña, cariño mío? El día que le dijo eso, le miró la sonda que le cruzaba el cuerpo desde la nariz hasta el estómago. Por ahí le metían la comida y la medicación.

Le pareció de tan mal gusto mencionar el arroz al horno que por poco se hizo sangre en el labio al mordérselo, arrepentida de sus palabras, y la expresión, cariño mío, se le cayó de la boca. Casi se echó a llorar. Perdóname, hija, perdóname, te lo pido por favor. Ésa fue la última vez que trató de ser como las enfermeras.

Nunca la ha llamado así, cariño mío, en toda su vida. O sí, sí lo ha hecho, pero hace ya tanto tiempo que le parece que quien lo decía entonces era otra persona. Pero se lo decía. Cuando era un bebé, eso seguro. Ahora también es como un bebé. La enternece pensarlo, pero no puede decírselo. Cariño mío. Eso no. A veces abre los ojos cuando se enciende una luz en la oscuridad, o estira las manos si oye un ruido fuerte. Son los reflejos, como en los recién nacidos, les explicaron los médicos. Habíamos pensado que estaba mejor. No. Háganse a la idea de que cualquier cambio será a peor. Son duros, pero ella lo agradece. No soportaría hacerse ilusiones para nada.

María José siempre fue perezosa, se le pegaban las sábanas todas las mañanas para ir al colegio. Ojalá pudiera pasarme la vida dormida, protestaba. Y ahora que tiene lo que deseaba, ahora que no se va a despertar, ella no se atreve a llamarla como la llamaba entonces (cariño mío). Nació tan chiquita que daba miedo tocarla. Paco tardó casi un mes en abrazar a su hija, pero ella se la comía a besos, cariño mío, ¿quién te quiere a ti?, ¿quién te quiere? La niña la miraba, pero no la veía a no ser que le pusiera la cara bien cerca, así que se la arrimaba, piel con piel, le hablaba al oído, tu mamá, tu mamá te quiere, tu mamá te quiere tanto que daría la vida por ti, tu mamá te quiere tanto que mataría al que te hiciera daño, cariño mío, hija de mi alma, tu mamá te va a querer igual cuando te salgan los dientes, cuando camines, cuando crezcas, cuando seas una mujer, cuando tengas hijos, ahí estará tu mamá, queriéndote como ahora que eres como un cacahuete, toda cabeza y culo, que no puedes sostener el cuello, así como te quiero ahora, igual que ahora, te prometo que te voy a querer toda la vida. Y no había faltado a su promesa, nunca. Bueno, sí había faltado, porque la había querido cada día un poco más, un poco más, hasta que tanto amor se había vuelto insoportable y echó el freno, pero ni aun así había dejado de quererla, ni tampoco cuando, hacia los doce años, una niña protestona y enfadada con la vida que se comía todo lo que caía en sus manos se zampó también a la María José de antes, la niña risueña y flaquita.

A veces le daban ganas de zarandearla, eh, tú, so gorda, devuélveme a mi hija y deja de quejarte por todo de una vez, pero luego se avergonzaba de esos pensamientos. Se preguntaba si sería natural tenerlos, si no era propio de una mala madre, si no se habría convertido en un monstruo que odiaba a su hija, si las otras también pensarían cosas de ese estilo y, para tranquilizar su conciencia, se decía que seguramente sí, que ella era como todas, que no era una mala madre ni su hija una mala hija.

Eran sólo cosas de la edad. La adolescencia, que era muy puta, especialmente puta con María José, que había sido una cría de anuncio, con esos ojos negros inmensos que parecían mirarlo todo con una seriedad que no se correspondía con su edad, con ese pelo rizado, con esa sonrisa zalamera que le salía cuando quería algo, mami, mami, ¿sabes que eres preciosísima? ¿Sabes que te quiero? ¿No me comprarías una bolsa de Peta Zetas? Y ella, claro, se la compraba. Y gusanitos, y dulces, y le daba bocadillos de sobrasada y queso, y cocinaba potajes, y lentejas, y todo lo que la niña de sus ojos quisiera si se lo pedía con esos dos hoyuelos en las mejillas. Así fue como María José empezó a crecer más a lo ancho que a lo largo. Así fue como a su hija empezó a agriársele el carácter, porque en la escuela le gastaban bromas, le cantaban la Ramona es la más gorda de las mozas de mi pueeeeblo, Ramoooona, te quieeero. Así se le revienta el carácter a cualquiera. Ella quiso cumplir lo que le había prometido cuando nació (mataré a quien te haga daño) sin que la sangre llegara al río. Fue al colegio. Habló con la directora, que se llamaba doña Marina y que siempre vestía un traje de chaqueta azul.

—Mire, Marina.

—Doña Marina, si no te importa.

—Bueno, mire, doña Marina, es que los niños insultan a mi hija y la niña llega a casa llorando todos los días.

—¿Y qué le dicen?

—Gorda.

—Es que, si me lo permites, Pilar, un poquito gordita tu hija sí está.

A Pilar se le llenaron los ojos de lágrimas. Quiso decirle que también ella se merecía un doña delante del nombre, que su hija no estaba gordita, sino gorda, pero que eso no tenía que ser motivo de insulto. Quiso preguntarle si a ella le gustaría que los demás se rieran del siete que llevaba zurcido en la falda o de la calva que se le intuía por debajo del pelo cardado como si fuera un casco romano. Quiso exigirle que protegiera a su hija, que era lo que más quería en el mundo. Quiso amenazarla: o me la cuida o aquí va a pasar una desgracia, pero tuvo miedo de echarse a llorar si abría la boca, así que la mantuvo cerrada un buen rato, al cabo del cual la miró a los ojos y le preguntó:

—¿Usted tiene hijos, doña Marina?

—¿Y qué tiene eso que ver?

—Mucho, doña Marina, porque si usted tiene hijos puede imaginarse lo que sufre una madre en esta situación.

Doña Marina no le contestó. No tenía hijos. No tenía marido. No tenía nada más que ese trabajo, que, por lo demás, no le gustaba. No tenía más que tres trajes iguales que ése porque, cuando salía de allí, se pasaba el día en bata. No se lo contó, pero esa tarde quiso poner firmes a todos los compañeros de María José López Zamorano. No dio nombres. No hizo falta. Dijo: desde este momento, a quien se le ocurra meterse con los enanos, los bizcos o los gordos tendrá que enfrentarse con el castigo que corresponda. El castigo que corresponda, el que doña Marina infligía nada más que cuando era menester para mantener a raya a esos pequeños delincuentes, era sencillo: se colocaba al niño infractor en pie delante de la pizarra, a una distancia de más o menos medio metro, y se le golpeaba varias veces la cabeza contra el encerado, lo suficientemente flojo para no dejar marcas pero lo suficientemente fuerte para causar mareo en el castigado y terror entre el público.

Doña Marina pensó que con ese ultimátum el asunto quedaba zanjado. María José cerró los ojos y se cagó en su madre, porque en clase no había ni bizcos ni enanos ni más gordos que ella misma, así que estaba claro por quién lo decía. Ese día, además de cantarle la canción, empezaron a pegarle. Cuando Pilar le vio las señales de los golpes en las piernas, le preguntó ¿cómo te has hecho eso?, como si no lo supiera, y no le dijo nada de su visita al colegio. No hacía falta. María José le contestó me he caído en el patio, y tampoco le dirigió más que una mirada fulminante, te odio, mamá, te odio como no te puedes imaginar. Las dos se encerraron en su habitación, a llorar, a maldecir, una a la hija de la gran puta de doña Marina, que le amargaba la vida, la otra a la hija de la gran puta de su madre, que le amargaba la vida. Esa tarde, además, las dos empezaron a recorrer una distancia imaginaria que las separara. Han ido lejos, desde entonces. Sólo han parado por puro impedimento físico, el día en que un coche se interpuso en el camino de María José.

¿Cómo te encuentras? ¿Cómo has dormido? Te he traído un cedé de Luis Miguel, a mí me parece un poco hortera, ¿qué quieres que te diga?, pero a ti sé que te gusta. Lo voy a poner ahora que la de al lado se ha ido a rehabilitación. Si le dice eso no se siente mal, pero sabe que si añade en voz alta lo otro (cariño mío) sería como si la insultase. Y, sin embargo, quiere decírselo. Quiere decirle eres mi hija, María José, mi hija querida. No te mueras hoy. Déjame que te mire, y que te toque, y que te hable aunque no sepa bien qué decirte. Cariño mío. Cariño mío. Pero no se lo dice. Lo piensa nada más.

También piensa en la muerte. Mucho. De hecho, lleva días sin otra cosa en la cabeza. ¿Cómo será? De cuando en cuando, mira hacia la cama y la ve inmóvil, ajena al drama. Parece tranquila. No lo está. La mira y a veces no siente nada, pero otras le duele el corazón. Tiene la expresión relajada, más que cuando no se iba a morir, porque cuando no se iba a morir siempre estaba tensa, enfadada, como ella misma. Pilar no se había dado cuenta de esa semejanza, pero un día, en medio de una pelea en la que madre e hija se gritaban sin parar quién sabe por qué motivo, María José detuvo su griterío y dijo por nada del mundo quiero parecerme a ti y dio la discusión por zanjada.

Le dan ganas de acariciarla, pero no lo hace porque la paraliza un pudor absurdo, casi infantil. El flequillo negro le tapa la frente. Los médicos le han pedido que se lo corte, por comodidad. Ella prefiere la coleta y las horquillas porque el pelo corto siempre le sentó como una patada en la boca del estómago. Es por si se despierta, se justifica, para que no se vea fea. No se va a despertar, señora, acéptelo. Pero no es capaz. Lo más que puede hacer es pensar en la muerte, ir familiarizándose con la idea de que algún día ese cuerpo dejará de sufrir. Morir es como descansar, se dice. Sin saberlo, madre e hija han pronunciado las mismas palabras. Morir no tiene tanta importancia. Todos nacemos, todos morimos, llegamos, nos vamos, nadie se queda, y cuando nos marchamos nos llevamos con nosotros nuestra huella. ¿De verdad? ¿Será así cuando muera María José?

Desde que llegaron a ese hospital ha visto morir a varias personas. No es nada raro: allí la mayoría va a eso, y unos pocos, a hacer rehabilitación después de haber tenido un accidente de circulación en el sentido más amplio de la palabra (de circulación sanguínea y de circulación vial), o a tratarse una tuberculosis o un sida después de haber estado en un hospital de agudos, que es al que vamos todos cuando nos pasa algo puntual. Pilar antes no sabía la diferencia. Ahora ya la sabe. Éste de crónicos, el Sánchez Díaz-Canel. Está en la sierra, cerca de un monasterio de cartujos que sólo abre las puertas una vez al año y cada vez que un visitante se equivoca de camino, lo que suele ocurrir prácticamente a diario. ¿Es esto el hospital? No, esto es el monasterio; el hospital está en la otra dirección, verá la indicación en el cruce. Circule con cuidado, no vaya a atropellar a un conejo. Gracias. Ella se confundió la primera vez que fue a visitar a María José, y también estuvo a punto de llevarse a un conejo por delante. Perdóneme, padre. No soy padre, soy hermano. Es que en el pueblo me han dicho que era aquí, hermano. Pues ya ve que no. Lo siento mucho. Vaya con Dios, y cuidado con los conejos. La desorientación es normal. Antes, el hospital y la cartuja se llamaban igual, como la sierra en la que se encuentran, la de las Águilas, pero cuando lo reformaron le dieron el nombre del médico que lo fundó a finales del siglo XIX para tratar a una docena de enfermos de tuberculosis, la mitad de los cuales se habían contagiado en la guerra contra Cuba.

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