Esmeralda (16 page)

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Authors: Kerstin Gier

BOOK: Esmeralda
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—¿Y qué clase de enfermedad repentina e inesperada es esa? —Mister Whitman me miraba fijamente con aire burlón—. Antes en la escuela estabas fresca como una rosa. —Se cruzó de brazos con aire severo, pero luego debió de pensárselo mejor y cambió de táctica para adoptar su tono suave e indulgente de profesor sensible. Y yo sabía por experiencia que aquel tono raramente anunciaba algo bueno—. Si lo que pasa es que te asusta el baile. Gwendolyn, podemos entenderlo. Tal vez el doctor White pueda darte algo contra el miedo escénico.

Falk asintió con la cabeza. —Realmente no podemos aplazar la cita de hoy —dijo, y mister George también se volvió contra mí:

—Mister White tiene razón, tu miedo es totalmente normal. Cualquiera en tu lugar estaría nervioso. No es nada de lo que haya que avergonzarse.

—Y, además, tampoco estarás sola —completó Falk—. Gideon te acompañará todo el rato.

Aunque no quería hacerlo, volví la mirada hacia Gideon, e ins-tantáneamente volví a apartar la vista al ver que tenía los ojos clavados en mí, como si quisiera atraparme con la mirada. Falk continuó:

—En un abrir y cerrar de ojos estarás aquí de nuevo y todo habrá pasado.

—Y piensa en tu bonito vestido… —añadió el supuesto ministro de Sanidad tratando de engatusarme.

(Pero ¿qué se había creído? ¿Me tomaba por una niña de diez años que aún jugaba con Barbies?)

Hubo un murmullo general de asentimiento y todos me sonrieron animadamente con excepción del doctor White, que como siempre había fruncido el entrecejo y tenía una expresión tan seria que casi daba miedo. El pequeño Robert ladeó la cabeza en un gesto de disculpa.

—Me pica la garganta, tengo dolor de cabeza y me duele todo el cuerpo —dije con toda la firmeza de que fui capaz—. Creo que lo del miedo escénico es algo distinto. Mi prima se ha quedado hoy en casa con gripe y me la ha contagiado. ¡ Es así de sencillo!

—¡Se le debería explicar una vez más que se trata de un acontecimiento de importancia histórica…! —chilló mister Marley desde atrás, pero mister Whitman le interrumpió.

—Gwendolyn, ¿recuerdas nuestra conversación de esta mañana? —preguntó en un tono que era incluso un poco más meloso aún que el de antes.

¿De qué conversación hablaba? ¿No estaría insinuando en serio que su sermón sobre mi falta de compromiso escolar era una conversación? Pero sí, por lo visto se refería a eso.

—Posiblemente deba atribuirse a la formación que recibió de nosotros, pero estoy seguro de que Charlotte, en tu lugar, habría sido consciente de sus deberes y nunca habría antepuesto su estado de salud a sus tareas en la misión que todos compartimos.

Bueno, tampoco era culpa mía que hubieran formado a la persona equivocada. Me aferré con más fuerza al respaldo de la silla.

—Créame —dije—, si Charlotte estuviera tan enferma como yo, tampoco podría ir a ese baile.

Mister Whitman parecía a punto de perder la paciencia definitivamente.

—Creo que no comprendes la importancia que tiene esto para mí.

—¡Esta conversación no nos lleva a ninguna parte! —Fue el doctor White quien habló, como siempre en un tono extremadamente brusco—. Estamos perdiendo un tiempo precioso. Si la muchacha está realmente enferma, difícilmente vamos a encontrar argumentos razonables para convencerla. Y si solo está simulando… —Corrió su silla hacia atrás, se levantó y dio la vuelta a la mesa tan rápido que el pequeño Robert tuvo dificultades para seguirlo—. ¡Abre la boca!

Bueno, eso ya superaba todos los límites. Le miré indignada, pero antes de que pudiera reaccionar, ya me había sujetado la cabeza con las dos manos. Empezó a palparme el cuello con los dedos desde las orejas hacia abajo y a continuación me puso una mano sobre la frente. Estaba perdida.

—Hummm… —dijo finalmente, y su expresión se volvió aún más sombría si cabe—. Nódulos linfáticos hinchados, temperatura alta; realmente no tiene buen aspecto. Por favor, abre la boca, Gwendolyn.

Estupefacta, hice lo que me decía. ¿Nódulos linfáticos hincha dos? ¿Temperatura alta? ¿Realmente me había puesto enferma de puro pánico?

—Justo lo que pensaba. —El doctor White se sacó un bastón-cito de madera del bolsillo del pecho y presionó mi lengua hacia abajo—. Garganta enrojecida, amígdalas inflamadas… no es raro que te duela la garganta. Te debe hacer un daño de mil demonios al tragar.

—Oh, pobre —dijo Robert compasivamente, y añadió haciendo una mueca—: Ahora seguro que tendrás que tomar uno de esos asquerosos jarabes para la tos.

—¿Sientes frío? —preguntó su padre.

Asentí vacilando. ¿Por qué demonios hacía eso? Precisamente el doctor White, que siempre se comportaba como si yo fuera a aprovechar la menor oportunidad para largarme con el cronógrafo.

—Lo que pensaba. La fiebre subirá aún más. —El doctor White te volvió hacia los demás—. En fin, tiene todo el aspecto de una infección vírica.

Los Vigilantes presentes en la sala parecían un poco avergonzados. Me esforcé en no mirar a Gideon, aunque me hubiera encantado ver la cara que ponía.

—¿Puedes darle algo contra eso, Jake? —preguntó Falk de Villiers.

—Como mucho algo para bajar la fiebre, pero nada que le permita hacer vida normal en las próximas horas. Tendrá que guardar cama. —El doctor White me observó con aire irritado—. Si tiene suerte, será una de esas fiebres de un día que están apareciendo últimamente. Aunque también puede ser muy bien que dure varios días…

—Pero, a pesar de todo, podríamos… —empezó mister Whitman.

—No, no podemos —le interrumpió el doctor White bruscamente, y tuve que hacer grandes esfuerzos para no mirarle como si fuera la octava maravilla del mundo—. Aparte de que difícilmente Gideon va a poder llevarla al baile en una silla de ruedas, sería irresponsable y un atentado contra las reglas de oro enviarla al siglo XVIII con una infección vírica aguda.

—En eso tengo que darle la razón —dijo el desconocido al que yo tomaba por el ministro de Sanidad—. No se sabe cómo podría reaccionar el sistema inmunitario de una persona de esa época a un virus moderno. Podría tener efectos devastadores.

—Como en otro tiempo con los mayas —murmuró mister George.

Falk lanzó un profundo suspiro.

—Bueno, supongo que la decisión está tomada. Gideon y Gwendolyn no irán al baile hoy.

Tal vez, en lugar de eso, podríamos adelantar la operación Ópalo. Marley, ¿querría, por favor, informar a los otros sobre nuestro cambio de planes?

—Desde luego, sir.

Mister Marley se dirigió visiblemente abatido hacia la puerta. La cara con que me miró era la viva encarnación del reproche, pero a mí tanto me daba. Lo importante era que había conseguido una prórroga. Aún no podía hacerme a la idea de que todo hubiera salido tan bien.

Me arriesgué a lanzar una mirada a Gideon. Al contrario que los otros, él no parecía sentirse molesto por el aplazamiento de nuestra excursión, porque me sonrió. ¿Habría intuido que mi enfermedad era simulada? ¿O sencillamente se alegraba de haber podido ahorrarse por un día la lata de tener que disfrazarse? Fuera como fuese, resistí a la tentación de devolverle la sonrisa y volví la mirada hacia el doctor White Cómo me hubiera gustado poder hablar a solas con él. Pero el médico estaba enfrascado en una conversación con el ministro v parecía haberse olvidado por completo de mí.

—Ven, Gwendolyn —dijo vina voz compasiva. Ira mister George—.Tel levaremos rápidamente a elapsar y luego podrás irte a casa.

Asentí con la cabeza.

Aquello era justo lo que estaba esperando oír.

Un viaje en el tiempo realizado con la ayuda del cronógrafo puede durar de 120 segundos a 240 minutos: en el caso de Ópalo, Aguamarina, Citrina, Jade, Zafiro y Rubí el ajuste mínimo es de 121 segundos, y el máximo de 239 minutos Para evitar saltos incontrolados en el tiempo, los portadores del gen deben elapsar 180 minutos diariamente. Si el tiempo le sitúa por debajo de este límite, pueden producirse saltos incontrolados dentro de un plazo de veinticuatro horas (véanse las actas del 6 de enero de Enero de 1902 y el 17 de febrero de 1902, Timothy de Villiers).

Según investigaciones empíricas realizadas por el conde de Saint Germain en los años 1720 a 1730, un portador del gen puede elapsar diariamente con el cronógrafo un total de hasta cinco horas y media, es decir, 330 minutos. Si se supera dicho límite, aparecen dolores de cabeza y sensaciones de vértigo y debilidad, así como una importante merma de las capacidades perceptivas y coordinativas, liste dato pudo ser confirmado por los hermanos De Villiers en tres ensayos personales de características semejantes.

De las
Crónicas de los Vigilantes
, volumen 3, capítulo 1, «Los misterios del cronógrafo»

Capítulo VI

Nunca había elapsado tan confortablemente como esa tarde. Me habían dado una cesta con mantas, un termo con té caliente, galletas (cómo no) y fruta cortada a trocitos en una fiambrera. Casi me entraron remordimientos cuando me acomodé en el sofá verde. Por un instante pensé en coger la llave del escondite secreto e ir arriba, pero ¿qué iba a conseguir con eso aparte de complicarme la existencia y arriesgarme a ser descubierta? Me encontraba en algún momento del año 1953, pero no había preguntado la fecha exacta porque había tenido que representar mi papel de griposa apática.

Después de la decisión de Falk de cambiar de planes, se había desencadenado una actividad frenética entre los Vigilantes, y finalmente me enviaron a la Sala del Cronógrafo acompañada de un ofendido mister Marley. Se le notaba a la legua que habría preferido mil veces estar presente en las deliberaciones que preocuparse por mí, y por eso tampoco me atreví a preguntarle por la operación Ópalo, sino que me limité a mirar al frente con la misma cara de fastidio que él. Nuestra relación se había deteriorado claramente en los dos últimos días, pero mister Marley era la última persona que me preocupaba en ese momento.

En el año 1953 me comí primero la fruta, luego las galletas y finalmente me tendí en el sofá y me arrebujé bajo las mantas. A pesar de la desagradable luz que emitía la bombilla del techo, a los cinco minutos ya estaba durmiendo como un tronco. Ni siquiera el recuerdo del fantasma sin cabeza que supuestamente rondaba por allí pudo evitarlo. Me desperté reanimada de mi sueño justo a tiempo para el salto de vuelta, y ya estuvo bien que fuera así, porque si no habría aterrizado ruidosamente en posición horizontal a los pies de mister Marley.

Mientras mister Marley, que se limitó a saludarme con una seca inclinación de cabeza, escribía su informe en el diario (seguramente algo así como «La aguafiestas de Rubí, en lugar de cumplir con su deber, ha estado holgazaneando y zampando fruta en el año 1953)», le pregunté si el doctor White aún estaba en el edificio. Me moría por saber por qué no me había desenmascarado y había revelado que mi enfermedad era fingida.

—Ahora no tiene tiempo de ocuparse de sus tonte… de su enfermedad —respondió mister Marley—. En estos momentos todos se están preparando para salir hacia el Ministerio de Defensa para la operación Ópalo.

Un «Y yo no puedo estar allí por tu culpa» flotaba en el aire con tanta claridad como si lo hubiera pronunciado.

¿El Ministerio de Defensa? ¿Y eso por qué? Seguramente no valía la pena que me molestara en preguntárselo al ofendido mister Tomate, porque tal como estaban las cosas entre nosotros, seguro que no me hubiera explicado nada. De hecho, parecía haber decidido que lo mejor era dejar de hablar conmigo. Cogiendo el pañuelo con la punta de los dedos, me vendó los ojos y me condujo sin decir palabra a través del laberinto de pasadizos de los sótanos, con una mano en mi codo y la otra en torno a mi cintura. A cada paso que daba, el contacto físico se me iba haciendo cada vez más molesto, sobre todo porque tenía las manos calientes y sudadas, y apenas podía esperar ya a sacudírmelas de encima cuando por fin subimos por la escalera de caracol y llegamos a la planta baja.

Suspirando, me quité la venda y le expliqué que yo solita podía encontrar la limusina.

—Aún no le he dicho que podía quitarse el pañuelo —protestó mister Marley—. Y, además, forma parte de mis tareas acompañarla hasta la puerta de su casa.

—¡Deje eso! —Irritada, le di un manotazo cuando trató de volver a atarme la venda en torno a la cabeza—. De todos modos, ya conozco el camino, y si es imprescindible que vayamos juntos hasta la puerta de mi casa, le aseguro que no será con su mano en mi cintura.

Volví a ponerme en marcha, y mister Marley me siguió resoplando de indignación.

—¡Se comporta usted como si la hubiera tocado con intenciones deshonestas!

—Sí, exacto —dije para enojarlo.

—¡Vamos, esto ya es…! —chilló mister Marley, pero sus palabras quedaron ahogadas por un griterío en francés.

—¡Ni se atreva a pasearse por ahí sin su cuello, joven! —La puerta del taller de la modista se abrió de golpe ante nosotros, y Gideon salió seguido de cerca por madame Rossini, que agitaba frenéticamente las manos y un pedazo de tela blanca con aspecto de estar furiosa—. ¡Deténgase ahora mismo! ¿Cree que he
cosidó
este cuello solo
paga divegtigme
?

Gideon se paró al vernos. Y yo hice lo propio, solo que, no de una forma tan relajada como él, sino más bien al estilo estatua de sal. Y no porque estuviera sorprendida por esa chaqueta curiosamente acolchada que hacía que sus hombros parecieran los de un luchador cargado de anabolizantes, sino porque, por lo visto, siempre que me lo encontraba no podía hacer más que quedarme mirándolo con cara de boba y tener palpitaciones.

—¡Como si yo quisiera tocarla voluntariamente! ¡Solo lo hago porque debo hacerlo! —chilló mister Marley detrás de mí, y Gideon enarcó una ceja y me sonrió burlonamente.

Me apresuré a sonreír tan burlonamente como él y deslicé la mirada tan despacio como pude de la ridícula chaqueta, pasando por los pantalones bombachos, hasta las pantorrillas embutidas en medias y los zapatos con hebillas.

—¡Autenticidad, joven! —Madame Rossini seguía haciendo molinetes en el aire con el cuello—. ¿Cuántas veces tengo que explicárselo? Ah, ahí está mi pobre
cuellecitó
de cisne enfermo. —Una gran sonrisa iluminó su cara redonda—.
Bonsoir, ma petite
. Dile a este cabeza de chorlito que no debe hacerme rabiar. (Casi se atragantó al decir «gabiag».)

—Está bien. Traiga eso. —Gideon dejó que madame Rossini le colocara el cuello—. Claro que de todos modos no va a verme mucha gente; y aunque me vieran, la verdad es que no puedo imaginar que fuera algo normal llevar día y noche una faldita de ballet tan rígida como esta atada al cuello.

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