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Authors: J. H. Marks

Girl 6 (14 page)

BOOK: Girl 6
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—Gracias por la revista —le dijo.

Girl 6 entró en su portal y dejó al ladrón plantado con cara de frío.

CAPÍTULO 16

Girl 6 y Girl 42 acababan de servirse café en el saloncito. Girl 4 seguía una serie de televisión con los auriculares puestos. Girl 39 y Girl 29 acababan de entrar.

—Era un tipo condenado por asesinato. Mató a no sé quién con un hacha. Me llamó desde la cárcel —dijo Girl 39.

Girl 29 se quedó estupefacta. Era la clase de llamadas que estaban autorizadas a cortar.

—¿Y hablaste con él?

Girl 39 no sólo habló con él sino que se lo pasó en grande.

—La llamada más excitante que he tenido nunca —contestó Girl 39—. Anda, dame un poco... —añadió mirando a Girl 6.

Girl 6 le ofreció el helado que acababa de traerle Girl 42 y Girl 39 le reclamó la cásete. Pero Girl 6 aún no había terminado de estudiarla.

—La necesito otra semana.

A Girl 39 no le interesaban los diez dólares de otra semana de alquiler de la cinta. Lo que quería es que se la devolviese para no perder días de «entrenamiento».

—No, no, amiga mía —dijo Girl 39.

—A los tíos no les van esas chorraditas francesas —dijo despectivamente Girl 42.

—Pues, mira, te equivocas. No puedes hacerte una idea de lo que les gustan —dijo Girl 6.

La verdad era que... ni tanto ni tan calvo.

—Fantaseaba con la idea de... evadirse —dijo Girl 39, empeñada en acabar de contarle a Girl 29 su conversación con el presidiario—. Yo era la esposa del funcionario. Me acercaba a la celda porque tenía ganas de estar con un hombre y al funcionario no se le levantaba. ¿Entiendes? Se me tiraba a través de los barrotes. Yo me desabrochaba la blusa, metía las tetas entre los barrotes, él me cogía por las nalgas y se me tiraba.

Girl 6 oyó, sólo de pasada, parte de la historia de Girl 39, y le pareció que Girl 39 cometió el mismo error acerca del que trataba de prevenirla a ella. Girl 39 le sonrió, como si reconociese su contradicción.

—Me excitó tanto que me habría corrido —dijo Girl 39.

A Girl 29 acabó por seducirle la idea. Le hubiese gustado que el presidiario la llamase también a ella. ¿Tendría un compañero de celda?

—¿Qué fue de él? —preguntó Girl 29.

—Le pusieron una inyección letal —contestó Girl 39 muy seria—. En el estado de Texas no se andan con bromas. Te liquidan en seguida.

Girl 6 reparó entonces en que Girl 39 les tomaba el pelo. Era una broma. Pero Girl 29 creyó que iba en serio. Incluso se quedó un poco abatida al pensar que el presidiario ya no podría llamarla a ella.

—Oh —se limitó a exclamar decepcionada.

—¡Menuda tranca debía de tener! —persistió Girl 39.

Girl 39 llevaba una temporada muy buena y estaba contenta. La noche se le presentaba bien porque ya tenía varias llamadas concertadas.

—Ahora me toca salir a mí —dijo Girl 42, que acababa de coger su chaquetón—. ¿Queréis algo?

Lo que Girl 29 quería no podía traérselo Girl 42 del quiosco del hindú.

—No, gracias —dijo Girl 29.

Girl 39 iba a doblar el turno y necesitaba algo para aguantar.

—Súbeme tres paquetes de cigarrillos.

Girl 42 no necesitó preguntarle de qué marca, así que se limitó a coger el dinero y salió.

—¿No os he contado lo del tipo que se excita si le echas el humo en la cara? —dijo Girl 39 que, por lo visto, no podía parar de hablar.

Girl 6 ni la oyó contar la nueva anécdota. Acababa de ponerse los auriculares y se dispuso a seguir el boletín informativo de la televisión.

Nita Hicks estaba sentada en una de las salas de espera del hospital Mount Sinai. La madre de Angela King tenía el rostro desencajado, de pura tristeza, y los ojos enrojecidos de tanto llorar.

La tía de Angela, sentada junto a su hermana, era la viva imagen de la indignación, de una rabia que estaba dispuesta a desahogar en directo ante las cámaras de televisión.

La madre y la tía de Angela tenían las manos entrelazadas. Luego, cuando los momentos más duros hubiesen pasado, la madre de Angela se preguntaría, probablemente, cómo se había hecho las magulladuras en la mano —de tanto como su hermana crispaba los dedos y le clavaba las uñas.

La expresión del rostro de Nita Hicks era una mezcla de solidaria tristeza y del aplomo propio de la veterana profesional de la televisión.

El productor la aleccionó en este sentido, tras sus primeras informaciones en directo, porque, según él, la angustia que reflejaba su rostro bordeaba la falta de profesionalidad.

Para no perder credibilidad, Nita Hicks tendría que dominarse delante de las cámaras.

El accidente de Angela —algo que, en principio, sólo le pareció una oportunidad para escalar en su carrera— la había afectado de un modo que nunca imaginó.

Nita Hicks aparecía en los telediarios de mayor audiencia.

—Aguardamos, esperanzados, y rezamos. Poco más podemos hacer.

Lo dijo casi en tono de pregunta, sin preocuparse excesivamente de las instrucciones del productor que, sin embargo, ordenó que las cámaras no dejasen de enfocar a las acongojadas mujeres —una decisión insólita en él.

—Su hija había experimentado una mejoría casi milagrosa. Incluso creíamos que pronto la darían de alta.

La madre de Angela no sabía qué decir. Era todo espantosamente cierto. Angela recobró el conocimiento y llamó a su madre y a su padre. Luego volvió a sumirse en ese ambiguo estado que separa la vida de la nada.

El llanto de la madre de Angela era tan convulso que le temblaba todo el cuerpo. Sin soltar la mano de su hermana, la tía de Angela se dispuso a contestar por ella.

—Pues ahora no está nada bien. Creo que la perdemos.

La madre de Angela tenía que decir algo. No podía permanecer en silencio mientras su hijita agonizaba. Tenía que decirle a la gente cuál era su última esperanza, como si al decirlo pudiera verla hecha realidad.

—La encomendamos a Jesús. Está en manos de Dios.

El productor no pudo resistir la tentación de cambiar de plano. Una segunda cámara enfocó a Nita Hicks, que asentía con la cabeza.

Por la expresión de Hicks, era bien fácil notar que, en su fuero interno, también encomendaba a la niña al Señor.

Aunque Nita Hicks fuese una mujer moderna, una endurecida periodista de los noventa, triunfadora y popular, el productor sabía que, para ella, era vital dar la imagen de chica de origen humilde que logra triunfar por su propio esfuerzo.

A pesar de su fama, del dinero que ganaba y de su mundología, Nita Hicks tenía que mostrarse comprensiva con la fe de quienes encendían el televisor todas las noches para verla.

Compartir su fe equivalía a ganarse su confianza. Era una igual que se convertía en sus ojos y en sus oídos para contarles lo que sucedía en el mundo. Cuanto más orgullosa de ella estuviesen mayor audiencia tendría.

Pero..., todo esto no eran más que elucubraciones del productor.

Nita Hicks estaba tan afectada por lo ocurrido que ni siquiera reparó en que se había encendido la luz roja de la cámara 2.

La tía de Angela estaba furiosa, a punto de estallar. En un mundo decente, su sobrina no habría terminado en la UVI. En un mundo decente, el inmueble en el que vivían habría tenido el mantenimiento adecuado. Ya podían estar todos seguros de que si un vecino de Park Avenue se quejaba del mal funcionamiento del ascensor, no iban a tardar semanas en revisarlo.

La tía de Angela se había fijado en el sello que había pegado a la cabina de acero inoxidable del ascensor con la fecha de la última revisión: 1992. Hacía cuatro años que no lo habían revisado. A nadie le importaban los vecinos de su barrio. Pues bien, alguien saldría escarmentado.

—Vamos a querellarnos contra el propietario.

La madre de Angela no escuchaba a su hermana. Sólo acudían a su mente recuerdos de su hija.

—Quería... Me había pedido una muñeca para su cumpleaños.

La tía de Angela estaba tan soliviantada que no había manera de hacerla callar.

—Vamos a querellarnos contra el concejal de Vivienda. Contra el Ayuntamiento. Vamos a llevar a los tribunales al alcalde, y al mismísimo presidente, si hace falta.

La madre de Angela seguía ensimismada con los inocentes sueños de su pequeña. Con sólo ocho años, Angela era consciente de que había un mundo mejor que el suyo. La muñeca que anhelaba era de las que se podía cambiar de indumentaria. Era «una chica corriente» que en un instante podía transformarse en una valiente
ranger.

—Quería la
ranger
—insistió su madre—. Le hacía mucha ilusión. Y ahora... No sé...

Girl 6 recordaba cuánto había deseado tener una Barbie de pequeña. Llegó a detestar ir al colegio, cuando hacía tercero, porque Sean y Collen Coughlin la insultaban. A la salida de clase se encerraba en su habitación y contemplaba a Barbie, embobada. Quería ser como ella.

Barbie era rubia. Las estrellas de cine eran rubias. Las estrellas del ballet eran rubias. Todas las que destacaban eran rubias.

Girl 6 odiaba ser como era.

Las cosas no mejoraron cuando Girl 6 le contó a su hermano que los Coughlin la insultaban. Su hermano le pegó una paliza a Sean, pese a que su hermano era un año menor y medía cinco centímetros menos.

Girl 6 no había visto nunca a su padre tan furioso como aquel día. Pero no se enfureció con su hijo, sino al ver que pese a su corta edad, sus hijos tenían que afrontar situaciones tan lamentables.

Jamás había oído a su padre blasfemar. Cuando se calmó, su padre le dijo que en el mundo había muchos Sean Coughlin. Luego fue a ver al padre de Sean y volvió más furioso que antes.

Resultó que Sean no era más que un reflejo del racismo de su padre. Sin embargo, en la zona en la que vivían no estaban bien vistas actitudes como la de los Coughlin, que al año siguiente tuvieron que mudarse a un barrio de blancos.

La tía de Angela no empezó a calmarse hasta que se hubo desahogado un poco.

—Lo que quiere decir mi hermana es que esto pudo haberse evitado. El sistema no funciona. Por eso hablamos de querellarnos.

De pronto, la madre de Angela se mostró tan furiosa como perpleja. La prensa presentaba a su familia de una manera que no respondía a la realidad.

Los medios de comunicación daban por supuesto —quizá para adornar su historia— que Angela era una niña indefensa, víctima de una precaria situación familiar.

—Yo tengo un empleo. Y mi esposo también. No sé por qué los periódicos hablan de nosotros como lo hacen. No vivimos a costa de ninguna pensión asistencial.

Había llegado el momento de que Nita Hicks devolviese la conexión a los estudios, así que hizo un breve resumen de los hechos y dio por terminada la entrevista.

—Hemos visitado varias veces a la madre y a la tía de la pequeña Angela King. Hasta ayer, la niña experimentaba una mejoría casi milagrosa, pero ahora la pequeña Angela King ha vuelto a engrosar la lista de pacientes que se encuentran en estado crítico en la unidad de cuidados intensivos del hospital Mount Sinai de Manhattan. Pedimos a nuestros telespectadores que recen por ella.

»Nita Hicks, en directo desde el hospital Mount Sinai. ¿Jim?

En unos estudios de televisión del West Side, Jim Cowden siguió atento a la pantalla del monitor unos instantes, antes de mirar a su cámara con la expresión más patética que pudo adoptar.

—Gracias, Nita —dijo—. Rezaremos por ella.

CAPÍTULO 17

Sentada en su cubículo, Girl 6 trataba de atender varias llamadas a la vez.

—¿Cómo se llama tu perro? —le preguntó a Cliente 17, que estaba muy orgulloso de su animal.


King.
Es un gran danés. Quiero que saludes a
King,
y que le enseñes tu conejito.

Girl 6 no sabía cómo reaccionar. ¿Qué quería Cliente 17 que le dijese? ¿Qué imaginaba que podía sentir al exhibirse ante un gran danés?

—Estoy nerviosa —se aventuró a decir.

Desde que trabajaba allí no habían tenido las líneas tan sobrecargadas. Se diría que todos los americanos se habían decidido a llamar aquella noche. Los días de fiesta siempre había mucho trabajo pero, a veces, se producía un aluvión de llamadas del modo más inesperado.

Girl 6 se acercó el archivador y consultó las fichas de clientes.

Mientras Cliente 17 disfrutaba del nerviosismo de Girl 6, ella buscaba la ficha de David, de Sarasota.

Cliente 17 fingió, de modo muy poco convincente, querer disipar los temores de Girl 6. Porque lo cierto era que se excitaba al notar ansiedad en la voz de la chica.

—No hay nada que temer —le dijo—.
King
es dócil. ¿Verdad que vas a ser bueno,
King
? Dice que sí. Cuando menea la cola arriba y abajo quiere decir que sí.

Girl 6 acababa de encontrar la ficha de David, de Sarasota, aficionado al béisbol y medroso con las chicas.

—Acercarse a una chica es como acercarse a la base del bateador, David.

David, conocido también como Cliente 18, estaba sentado en su apartamento, de tabiques finos como papel de fumar. Llevaba un suspensorio y guantes de bateador.

—Es natural que estés nervioso —prosiguió ella con sumo tacto—. Pero ten en cuenta que el titular eres tú. ¿Ves a tu suplente?

Cliente 18 se acarició el bate y le dijo a Girl 6 que estaba en el banquillo.

—Ya —dijo Girl 6, que lo daba por sentado.

—Estoy a punto.

Mientras Cliente 18 esgrimía el bate, ella lo dejó en línea de espera y retomó la llamada de Cliente 17.

Muchas compañeras se hacían un lío cuando tenían varias llamadas, pero Girl 6 era sumamente hábil para compaginarlas.

Cliente 17 ni siquiera se percató de que estaba en línea de espera mientras Girl 6 complacía al gran danés.

—Hummm. Ahora estoy más relajada —dijo—. Hola,
King.
Mira mi conejito, caliente y jugoso.

En el cubículo contiguo, Girl 19 trataba de terminar un solitario mientras ella y Girl 4 hacían un «trío» con Cliente 21.

—Anda, Mark, bébetenos. Así, como dos «litronas»...

Lil supervisaba las líneas desde su despacho. Todas estaban ocupadas, de manera que las chicas estarían contentas y los clientes satisfechos. Le encantaba oír el murmullo de las conversaciones que le llegaba desde la sala.

A veces, Lil se complacía en la idea de que su empresa ofrecía un servicio beneficioso para la sociedad. Bastaba pensar en tantos hombres solitarios que encontraban un cierto alivio a sus frustraciones al hablar con aquellas mujeres. Sólo Dios sabía qué podían hacer si no tuvieran la oportunidad de desahogarse con ellas por teléfono. Quién sabe qué atrocidades serían capaces de cometer.

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