Guía de la Biblia. Nuevo Testamento (66 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Histórico

BOOK: Guía de la Biblia. Nuevo Testamento
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Lo que deja el interrogante de quién pueda ser Juan. La tradición más común es que el cuarto evangelio, las tres epístolas de Juan y el Apocalipsis fueron escritos por la misma persona: Juan el apóstol; es decir, Juan el hijo de Zebedeo. En consecuencia, las versiones católicas de la Biblia lo titulan: «El apocalipsis del apóstol san Juan».

Cierto es que, aunque escrito en griego, el libro tiene muchas expresiones y sintaxis semíticas, y casi todos los versículos rebosan de alusiones al Antiguo Testamento. Lo que casi podría considerarse como prueba de que el autor era un judío de Palestina que pensaba en hebreo o en arameo y que aprendió griego en edad avanzada, como cabría esperar del apóstol Juan.

Por otro lado, es posible que el lenguaje no pruebe nada en un sentido o en otro. Tal vez fuese un imitación forzada del lenguaje apocalíptico empleado por los autores judíos de Palestina de los dos siglos anteriores. (Tenemos un ejemplo moderno de ese estilo en el Libro Mormón, escrito en una forzada imitación de la versión King James de la Biblia.)

En contra de la autoría del apóstol Juan está la enorme diferencia de estilo, vocabulario e ideas entre el cuarto evangelio y el Apocalipsis. No pueden ser del mismo autor, y si el apóstol Juan escribió el cuarto evangelio, es imposible que redactara el Apocalipsis. Además, si el autor del Apocalipsis se llama a sí mismo Juan y por tanto no intenta ocultar su identidad, ¿por qué no dice claramente que es Juan el apóstol, o Juan el discípulo amado? Al no hacerlo, parece que se trata de otro Juan.

La versión King James muestra cautela a este respecto, porque no identifica al apóstol Juan en el título del libro, que denomina: «La revelación de san Juan el Divino».
[1]
La Revised Standard Versión es aún más prudente, pues lo llama «La Revelación de Juan», mientras que la Biblia de Jerusalén dice simplemente «El libro de la Revelación».

Patmos

El libro es sin duda obra de alguien que, si no originario de la costa occidental de Asia Menor, es residente en esa zona. Empieza en forma de carta dirigida a las iglesias de aquella región:

Apocalipsis 1.4.
Juan, a las siete iglesias que hay en Asia...

Como en todo el Nuevo Testamento, Asia se refiere al tercio occidental de la península de Asia Menor, a la «provincia de Asia» romana de la que Éfeso era capital.

Juan se sitúa concretamente cerca de esa provincia;

Apocalipsis 1.9.
Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación..., hallándome en la isla llamada Patmos...

Patmos es una isla del mar Egeo, con casi la mitad del tamaño de la isla de Manhatan y a unos ciento doce kilómetros al suroeste de Éfeso. La tradición afirma que Juan estaba allí exiliado, pues corría peligro de martirio si permanecía en Éfeso. Parece haber un indicio de esto al decir Juan a los de Asia que es «hermano y compañero en la tribulación».

El tema del Apocalipsis es semejante al de toda la literatura apocalíptica. Los verdaderos creyentes están oprimidos y las fuerzas del mal parecen triunfantes. Es necesario tranquilizar a los espíritus medrosos asegurándoles que Dios no duerme, que todo obedece a un plan preestablecido, que la venganza no tardará mucho y que el día del juicio, con la consiguiente instauración del reino ideal, será resultado de ciertos acontecimientos que están a punto de iniciarse:

Apocalipsis 1.3.
Bienaventurado el que lee... las palabras de esta profecía..., pues el tiempo esta próximo.

Algunos sugieren que la persecución neroniana fue la concreta que llevó a escribir el Apocalipsis. Pero no parece probable que el Apocalipsis sea una respuesta a la persecución de Nerón, de corta duración y limitada a la ciudad de Roma. Fue la de Domiciano, mucho más general, la que amenazó de manera uniforme a los cristianos de Asia Menor.

Se supone, pues, que Juan salió de Éfeso y marchó a Patmos, ya fuese huyendo de la persecución o llevado al cautiverio en los últimos años de Domiciano, y que volvió a Éfeso tras la muerte de ese emperador, cuando el acceso al trono del benigno Nerva puso fin al momento crítico anticristiano. Como Domiciano fue asesinado en el 96, el Apocalipsis debió de escribirse en el 95.

Alfa y omega

En el preámbulo, Juan describe con entusiasmo la gloria de Dios:

Apocalipsis 1.7.
Ved que viene en las nubes del cielo, y todo ojo le verá, y cuantos le traspasaron; y se lamentarán todas las tribus de la tierra...

Apocalipsis 1.8.
Yo soy el alfa y la omega,
[2]
dice el Señor Dios; el que es, el que era el que viene ...

Desde el comienzo mismo del libro se percibe que el autor compone los símbolos en el mismo lenguaje de los pasajes apocalípticos del Antiguo Testamento. Presta especial atención a Daniel que, hasta el tiempo del Apocalipsis, fue la obra más respetada y de más éxito de la literatura apocalíptica, pues era un libro canónico.

Así, cuando Juan dice «Ved que viene en las nubes», se remonta a Daniel:

Daniel 7.13. ...
vi venir sobre las nubes del cielo a un como hijo de hombre...

Luego, cuando dice que todo el mundo lo verá, incluso sus enemigos («y cuantos le traspasaron») hay una vuelta forzada al lenguaje de Zacarías:

Zacarías 12.10. ...
aquel a quien traspasaron le llorarán ...

Y al describir la eternidad de Dios, emplea el lenguaje del Segundo Isaías:

Isaías 44.6.
Así habla Yahvé...: Yo soy el primero y el último...

Juan transforma la sentencia de Isaías en una referencia metafórica al alfabeto griego. De las veinticuatro letras de dicho alfabeto, «alfa» es la primera y «omega» la vigésimo cuarta y última. Por tanto, decir que Dios es «el alfa y la omega» equivale a decir que es el primero y el último. Refiriéndonos al alfabeto moderno, podríamos parafrasear a Juan diciendo que Dios es «todo, de la A a la Z».

El día del Señor

La prolongada visión del Apocalipsis empieza en un momento determinado:

Apocalipsis 1.10.
fui arrebatado en espíritu el día del Señor...

Hay varias interpretaciones posibles de lo que quiere decir «el día del Señor», pero suele convenirse en que se refiere al primer día de la semana, que nosotros llamamos domingo. Es del Señor porque en ese día ocurrió la resurrección. Al principio se celebraba sin prejuicios en el séptimo día de la semana, el sábado, y si Juan alude verdaderamente al domingo cuando habla del día del Señor, se trataría de la primera referencia inequívoca de la literatura cristiana al domingo como día especial.

Hasta que el cristianismo no se convirtió en religión oficial del imperio romano en las primeras décadas del siglo IV, el día del Señor no cobró el pleno significado del sábado, olvidándose por completo la observancia del séptimo día, que se dejó a los judíos.

Las siete iglesias

Juan enumera las siete iglesias a quienes dirige sus cartas apocalípticas; todas están en la provincia de Asia:

Apocalipsis 1.10. ...
oí tras de mí una voz fuerte...

Apocalipsis 1.11. Lo
que vieres, escríbelo en un libro y envíalo a las siete iglesias: a Éfeso, a Esmirna, a Pérgamo, a Tiatira, a Sardes, a Filadelfia y a Laodicea.

De las siete ciudades, Éfeso es la más conocida. Es la capital de la provincia, los Hechos la mencionan con frecuencia, es la ciudad en que tuvo lugar el motín de los plateros y en la que Pablo residió bastante tiempo (v. cap. 9).

Tiatira, famosa por sus manufacturas de tintes, era la ciudad natal de Lidia, la vendedora de tintes que Pablo conoció en Filipos (v. cap. 9). Laodicea está cerca de Colosas, y a ella se alude en Colosenses (v. cap. 16).

Las cuatro ciudades restantes no se mencionan en lugar alguno de la Biblia, aparte del Apocalipsis.

Esmirna está en la costa de Asia Menor, a unos sesenta y cuatro kilómetros al norte de Éfeso. Era una ciudad antigua que los griegos tomaron y colonizaron en fecha tan temprana como el 1000 aC, cuando David reinaba en Israel. Hacia el 650 aC era una capital próspera y culta. Pero los lidios, que habían instaurado un poderoso reino en el interior, tomaron entonces la costa grecoparlante del Egeo. Como Esmirna ofreció resistencia, Aliates, rey de Lidia, ordenó su destrucción.

Según una leyenda posterior, cuando Alejandro Magno pasó por la costa tres siglos después, concibió el proyecto de reconstruirla. A su muerte, sus generales Antígono y Lisímaco, que dominaron temporalmente el Asia Menor, realizaron su sueño; hacia el 301 aC, Esmirna volvía a la vida. En época romana había crecido casi hasta el punto de rivalizar con Éfeso en tamaño y riqueza.

En realidad, cuando todas las antiguas y famosas ciudades de la costa de Asia Menor se sumieron en la decadencia y la ruina, sólo Esmirna continuó floreciente. Incluso cuando los turcos se apoderaron de Asia Menor, Esmirna (a la que los turcos dieron el nombre de Izmir) siguió siendo un centro griego hasta la era moderna. Tras la I Guerra Mundial, Grecia, agrupada en el bando de los vencedores, reclamó Esmirna y lanzó un ejército contra ella, derrotando a Turquía en 1919. En la guerra consiguiente la vencedora fue Turquía, que arrojó al mar al ejército griego. Izmir fue saqueada y prácticamente destruida; su larga historia griega llegó a su fin. Pero los turcos volvieron a reconstruirla, y ahora tiene cerca de cuatrocientos mil habitantes, siendo la tercera ciudad de la nación.

Sardes está a setenta y dos kilómetros al oriente de Esmirna; era la capital del reino lidio que, durante una parte del siglo VI aC, incluía la mitad occidental de Asia Menor. En el 546 aC, Lidia concluyó definitivamente su existencia cuando fue ocupada por Ciro, el conquistador persa. Sardes no volvió a ser capital de un reino independiente, pero sobrevivió durante siglos como ciudad importante. Una expedición ateniense la incendió en el 499 aC, y ése fue el motivo que originó la gran guerra persa contra Grecia en las décadas siguientes. No declinó hasta la llegada de los turcos; en 1402 la destruyó definitivamente Timut (Tamerlán), el conquistador mongol.

Tras la destrucción del imperio persa por Alejandro Magno, en el occidente de Asia Menor se creó una nación nueva, independiente y grecoparlante. Su aparición como tal puede fecharse en el 283 aC, y su capital fue la ciudad de Pérgamo, a unos noventa y seis kilómetros al norte de Esmirna y a unos veinticuatro de la costa.

Al principio, sus dirigentes dominaban únicamente un pequeño distrito en torno a la ciudad, pero bajo su esclarecido gobierno el territorio fue creciendo y, en el 230 aC, se convirtió en el reino de Pérgamo (tomó el nombre de la capital) con el rey Átalo I.

El gran enemigo de Pérgamo fue el imperio seléucida, que con Antíoco III, el rey conquistador (v. cap. 3), se mostró particularmente amenazador. Por tanto, Pérgamo se alió con Roma, y cuando ésta logró sus primeras victorias en Asia Menor, fue recompensado con grandes zonas del territorio seléucida.

Con Eumenes II, que reinó del 197 al 160 aC —es decir, durante el período de la revuelta macabea—, Pérgamo alcanzó la cima de su poder y de su prosperidad. Su biblioteca sólo era inferior a la de Alejandría.

Pero el poder de Roma creció en Asia Menor, y en el 133 aC, Átalo III, rey de Pérgamo, dictó en su lecho de muerte un testamento por el que cedía su reino a Roma. Pensó que sólo así mantendría la integridad de su territorio ante una lucha entre varios aspirantes al trono. Tenía razón, y Roma tomó el poder con una resistencia mínima.

Pero la ciudad de Pérgamo ya no fue la capital de la región porque se convirtió en la provincia romana de Asia, trasladándose el centro administrativo a las ciudades griegas de Éfeso y Esmirna.

Pérgamo empezó a decaer en tiempo de Marco Antonio, una generación antes del nacimiento de Jesús. Al tratar de resarcir a Cleopatra de Egipto por la destrucción de parte de la Biblioteca de Alejandría durante la pequeña guerra con Julio César unos doce años antes, Marco Antonio trasladó la biblioteca de Pérgamo a Alejandría. Pérgamo aún existe en la actualidad con el nombre, aún reconocible, de Bergamo en la moderna Turquía.

Filadelfia es la más pequeña de las siete ciudades y está situada a unos cuarenta kilómetros al sureste de Sardis. Átalo II de Pérgamo la fundó en el 150 aC. Se le conocía como Átalo Filadelfo, y la ciudad se llamó así en su honor. Hoy es una pequeña ciudad turca llamada Alesehir, que quiere decir «ciudad roja» por el color del suelo.

Siete

Juan describe una compleja visión del Hijo del hombre para presentar las cartas que dirige a cada una de las siete iglesias, utilizando términos que toma prestados principalmente de Daniel.

Tan frecuente es el uso del número siete en el Apocalipsis, que suele pensarse que las siete iglesias se eligieron no porque estaban en la provincia de Asia, sino por la naturaleza mística del número.

La importancia del siete en la Biblia aparece por primera vez en los siete días de la semana original (los seis días de la creación más el séptimo de descanso). Pero ése no es el antecedente más remoto, pues es muy probable que el primer capítulo del Génesis fuese una adaptación de las leyendas babilónicas de la creación; la semana de siete días tendría un origen babilonio (tal vez sumerio, en último lugar).

La semana surgió del azar astronómico de que en el cielo hay siete planetas visibles que se desplazan de modo independiente contra el fondo de las estrellas: el Sol, la Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Los babilonios daban mucha importancia mística al número y a los movimientos de esos cuerpos estelares y fundaron el estudio de la astrología, pseudociencia que aún hoy conserva una importancia y una influencia sin merma en nuestra sociedad supuestamente ilustrada.

Cada uno de los siete días de la semana está presidido por un planeta del que recibe su nombre. En inglés hay restos de ello en el domingo
(Sunday:
día del Sol), lunes
(Monday,
día de la Luna) y sábado
(Satur-n-day,
día de Saturno); los demás días llevan nombres de deidades noruegas. En francés, por ejemplo, el sistema planetario aparece con claridad: el martes es «mardi» (día de Marte); el miércoles, «mercredi» (día de Mercurio); el jueves, «jeudi» (día de Júpiter); y el viernes, «vendredi» (día de Venus).

La semana de siete días era tanto más útil cuanto que encajaba perfectamente en el mes lunar, pues representaba una cuarta parte de ese período de tiempo. Por consiguiente, el paso de una semana significaba un cambio en la fase de la luna; de nueva a primer cuarto, de primer cuarto a llena, de llena a tercer cuarto y del tercer cuarto otra vez a nueva. En efecto, el propio término «semana» viene de una antigua palabra teutónica que significa «cambio».

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