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Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

Harry Potter y el Misterio del Príncipe (2 page)

BOOK: Harry Potter y el Misterio del Príncipe
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—Entonces, ¿usted no es ninguna broma? —Ésa era su última esperanza.

—No —respondió Fudge con delicadeza—. No, me temo que no. Mire. —Y convirtió la taza de té del primer ministro en un jerbo.

—Pero… —apuntó el otro con voz entrecortada mientras veía cómo su taza de té masticaba un trocito de su próximo discurso escrito— pero ¿por qué nadie me ha explicado…?

—El ministro de Magia sólo se muestra al primer ministro
muggle
en activo —aclaró Fudge, y se guardó la varita en la chaqueta—. Creemos que es la mejor manera de mantener el secreto.

—Pero entonces —gimoteó el primer ministro—, ¿por qué no me ha avisado mi antecesor?

Fudge había soltado una carcajada.

—Querido primer ministro, ¿piensa usted contárselo a alguien?

Riendo todavía con satisfacción, Fudge arrojó unos polvos a la chimenea, se metió entre las llamas de color esmeralda y se esfumó produciendo el ruido de una ventolera. El primer ministro se había quedado inmóvil, y se dio cuenta de que nunca, aunque viviera muchos años, se atrevería a mencionarle ese encuentro a nadie, pues ¿quién iba a dar crédito a sus palabras?

Tardó un tiempo en recuperarse del sobresalto. Al principio intentó convencerse de que Fudge había sido una alucinación provocada por la falta de sueño acumulada a lo largo de la extenuante campaña electoral, y en un vano intento de librarse de cualquier recuerdo del desagradable encuentro, le regaló el jerbo a su sobrina, que se llevó una grata sorpresa. Además, ordenó a su secretaria particular que retirara el retrato del feo hombrecillo que había anunciado la llegada del ministro de Magia. Sin embargo, resultó imposible descolgarlo, lo que le provocó gran consternación. Después de que varios carpinteros, un par de albañiles, un historiador de arte y el ministro de Hacienda intentaran sin éxito arrancarlo de la pared, el primer ministro desistió y se resignó a confiar en que «esa cosa» permaneciera quieta y callada durante el resto de su mandato. Alguna que otra vez habría jurado ver con el rabillo del ojo cómo el ocupante del cuadro bostezaba o se rascaba la nariz; y en un par de ocasiones, el tipo desapareció como si tal cosa del marco sin dejar tras de sí más que un sucio trozo de lienzo marrón. Con todo, se acostumbró a no prestarle mucha atención al dichoso cuadro y, cuando pasaban cosas como aquéllas, se decía que eran efectos ópticos.

Pero tres años atrás, una noche muy parecida a ésta, el primer ministro también se hallaba solo en su despacho cuando el retrato había anunciado una vez más la inminente llegada de Fudge, que salió de repente de la chimenea, empapado y despavorido. Antes de que el primer ministro pudiera preguntarle qué hacía chorreando agua encima de la alfombra Axminster, el ministro de Magia empezó a largarle una perorata sobre una cárcel de la que él nunca había oído hablar, un tipo llamado «Sirio» Black, un sitio que sonaba algo así como Hogwarts y un muchacho llamado Harry Potter, nada de lo cual tenía ni pizca de sentido para el primer ministro.

—Vengo de Azkaban —había explicado Fudge, jadeando, mientras inclinaba el bombín para que el agua acumulada en el ala cayera dentro de su bolsillo—. Está en medio del mar del Norte, ¿sabe? Ha sido un vuelo de lo más desagradable. Los
dementores
están muy soliviantados… —Hizo una pausa y se estremeció—. Es la primera vez que alguien se fuga de allí. En fin, tenía que hablar con usted, primer ministro. Black es un asesino de
muggles
y es posible que pretenda reunirse de nuevo con Quien-usted-sabe… Pero ¿qué digo? ¡Claro, usted ni siquiera sabe quién es Quien-usted-sabe! —Lo miró con desespero y propuso—: Está bien, siéntese, siéntese. Será mejor que lo ponga al corriente. Tómese un whisky.

No le hizo mucha gracia que lo invitaran a sentarse en su propio despacho, y menos aún que le ofrecieran su propio whisky, pero aun así se sentó. Fudge sacó su varita, hizo aparecer de la nada dos grandes vasos llenos de un líquido ámbar, le puso uno en la mano al primer ministro y acercó una silla.

Fudge habló durante más de una hora. Hubo un momento en que, al no querer pronunciar cierto nombre en voz alta, lo escribió en un trozo de pergamino que le puso al primer ministro en la mano libre. Cuando por fin se levantó con intención de marcharse, su anfitrión se levantó también.

—De modo que usted cree que… —Entornó los ojos y miró el trozo de pergamino que tenía en la mano izquierda—: Lord Vol… —leyó.

—¡El-que-no-debe-ser-nombrado! —gruñó Fudge.

—Lo siento. Entonces, ¿usted cree que El-que-no-debe-ser-nombrado sigue vivo?

—Dumbledore asegura que sí —respondió Fudge mientras se abrochaba la capa hasta la barbilla—, pero nunca lo hemos encontrado. En mi opinión, él no supone ningún peligro a menos que cuente con apoyo, de modo que quien debería preocuparnos es Black. Así pues, dará a conocer usted la noticia, ¿verdad? Excelente. ¡Espero que no volvamos a vernos, primer ministro! Buenas noches.

Pero volvieron a verse. Al cabo de un año escaso, Fudge, muy abrumado, apareció de nuevo en el despacho para comunicarle que había surgido un problemita en la Copa del Mundo de «cuidich» (o así sonó lo que dijo) y que había varios
muggles
«implicados», pero que no debía preocuparse, porque el hecho de que hubiera vuelto a verse la Marca de Quien-usted-sabe no significaba nada; estaba seguro de que se trataba de un incidente aislado, y la Oficina de Coordinación de los
Muggles
ya se estaba ocupando de todas las modificaciones de memoria necesarias.

—¡Ah, casi se me olvida! —añadió—. Vamos a importar del extranjero tres dragones y una esfinge para el Torneo de los Tres Magos; es pura rutina, pero el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas insiste en que, según el reglamento, tenemos que notificarle a usted que vamos a introducir criaturas peligrosísimas en el país.

—¿Ha dicho… dragones? —farfulló el primer ministro.

—Sí, tres —puntualizó Fudge—. Y una esfinge. Bueno, que tenga un buen día.

El primer ministro se aferró como pudo a la ilusión de que los dragones y las esfinges serían lo peor de todo, pero no sirvió de nada. Casi dos años más tarde, Fudge volvió a salir del fuego de la chimenea para comunicarle que se había producido una fuga masiva de Azkaban.

—¿Una fuga masiva? —repitió el primer ministro con voz quebrada.

—¡No debe preocuparse, no debe preocuparse! —exclamó Fudge, que ya tenía un pie en las llamas para irse—. ¡Los atraparemos enseguida, pero me pareció conveniente que lo supiera usted!

Y antes de que el otro pudiera gritarle «¡Espere un momento!», Fudge desapareció en medio de una lluvia de chispas verdes.

Aunque la prensa y la oposición opinaran otra cosa, el primer ministro no era ningún idiota, y a pesar de lo que Fudge le había garantizado en su primera reunión, desde entonces se habían visto en varias ocasiones y en cada nueva visita Fudge parecía más nervioso que en la anterior.

Aunque no le gustaba nada pensar en el ministro de Magia (o, como él lo llamaba para sus adentros, «el otro ministro»), vivía con el temor de que en su siguiente aparición portase noticias aún más graves. Por ese motivo, verlo salir otra vez del fuego, despeinado, inquieto y muy sorprendido de que el primer ministro no supiera exactamente qué hacía él allí fue, sin duda, lo peor que le había ocurrido en el curso de esa calamitosa semana.

—¿Cómo voy a saber yo lo que pasa en la… la… comunidad mágica? —le espetó a Fudge por fin—. Debo dirigir un país, y actualmente ya tengo suficientes preocupaciones para que encima…

—Nuestras preocupaciones son las mismas —lo interrumpió el visitante—: el puente de Brockdale no se derrumbó porque estuviera desgastado; lo del West Country no fue ningún huracán; esos asesinatos no los perpetraron
muggles
; y no le quepa duda de que el mundo estará más seguro sin Herbert Chorley. De hecho, estamos haciendo trámites para que lo ingresen en el Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas. El traslado debería realizarse esta misma noche.

—¿Cómo dice? Me parece que… ¿Qué acaba de decir? —bramó el primer ministro.

Fudge exhaló un hondo suspiro y replicó:

—Primer ministro, lamento mucho tener que comunicarle que ha vuelto. El-que-no-debe-ser-nombrado ha vuelto.

—¿Que ha vuelto? ¿Qué quiere decir con que «ha vuelto»? ¿Que está vivo? Porque…

El primer ministro rebuscó en su memoria los detalles de la espeluznante conversación mantenida con Fudge hacía tres años, cuando éste le habló por primera vez de ese mago, más temido que ningún otro, el mago que había cometido miles de crímenes terribles antes de su misteriosa desaparición, quince años atrás.

—Sí, está vivo —confirmó Fudge—. Es decir… no sé… ¿Está viva una persona a la que no se puede matar? Yo no acabo de entenderlo y Dumbledore se niega a darme muchas explicaciones; pero, sea como fuere, lo que sabemos es que ahora tiene un cuerpo con el que camina, habla y mata. Así pues, y a los efectos de esta discusión, supongo que puede decirse que está vivo.

El primer ministro no supo qué responder a esa afirmación, pero la habitual costumbre de fingir que estaba muy bien informado de cualquier tema que se planteara lo impulsó a tratar de recordar sus anteriores conversaciones con Fudge.

—¿Está Sirio Black con… con… El-que-no-debe-ser-nombrado?

—¿Sirio? ¿Sirio? —repitió Fudge como un loco, haciendo girar rápidamente su bombín con una mano—. Querrá decir
Sirius
Black. ¡Por las barbas de Merlín! No, Black está muerto. Resulta que nos equivocamos respecto a él. Vaya, que era inocente. Y que no estaba confabulado con El-que-no-debe-ser-nombrado. Verá —añadió poniéndose a la defensiva, e hizo girar el bombín todavía más deprisa—, todos los indicios apuntaban a que… Teníamos más de cincuenta testigos presenciales. En fin, como le digo, Black está muerto. Bueno, de hecho lo asesinaron. En las oficinas del Ministerio de Magia. Obviamente, se va a llevar a cabo una investigación.

Aunque él mismo se sorprendió, en ese momento el primer ministro experimentó un fugaz sentimiento de lástima por Fudge. Sin embargo, su compasión quedó eclipsada por el orgullo que sintió al pensar que, por muy inepto que él fuera para aparecer en las chimeneas, nunca se había cometido un asesinato en ninguno de los departamentos gubernamentales a su cargo. Al menos de momento.

—Pero ahora no nos preocupa Black —añadió Fudge—. Lo que nos preocupa es que estamos en guerra, primer ministro, y debemos tomar medidas.

—¿En guerra? —repitió, nervioso, y toqueteó disimuladamente su escritorio—. ¿Seguro que no exagera?

—Los seguidores de El-que-no-debe-ser-nombrado que se fugaron de Azkaban en enero se le han unido —explicó Fudge, hablando cada vez más deprisa y haciendo girar el bombín a gran velocidad, hasta que éste se convirtió en una mancha verde lima—. Desde que pasaron a la acción no han cesado de hacer estragos. El puente de Brockdale fue obra suya; y amenazó con una gran matanza de
muggles
si no me apartaba para que él…

—¡Cielo santo, entonces el responsable de que muriera esa gente es usted, y es a mí a quien acribillan a preguntas sobre cables oxidados, juntas de dilatación corroídas y no sé qué más! —exclamó el primer ministro, furioso.

—¿Responsable? —protestó Fudge, enrojeciendo—. ¿Quiere decir que usted habría cedido al chantaje así como así?

—¡Quizá no —admitió el otro, y se levantó para pasearse por la habitación—, pero habría hecho todo lo posible para detener al chantajista antes de que cometiera semejante atrocidad!

—¿De verdad cree que yo no lo hice? —inquirió Fudge, acalorado—. ¡Todos los
aurores
del ministerio estaban tras su pista y la de sus partidarios! ¡Pero resulta que se trata de uno de los magos más poderosos de todos los tiempos, un mago que lleva casi tres décadas eludiendo la captura!

—Ya veo. Y supongo que ahora me dirá que también fue él quien causó el huracán del West Country, ¿no? —replicó el primer ministro, cuyo humor empeoraba con cada paso que daba. Era exasperante descubrir el motivo de los espantosos desastres sucedidos y no poder revelarlo de manera oficial; era casi peor que descubrir que verdaderamente era culpa del Gobierno.

—Eso no fue ningún huracán —dijo el mago con abatimiento.

—¿Cómo que no? —bramó el otro sin dejar de dar zancadas por la habitación—. Árboles arrancados de raíz, tejados desprendidos, farolas dobladas, heridos gravísimos…

—Fueron los
mortífagos
, los seguidores de El-que-no-debe-ser-nombrado. Y sospechamos que también participaron los gigantes.

El primer ministro se paró en seco, como si hubiera chocado contra una pared invisible.

—¿Que participó quién?

—La última vez utilizó a los gigantes para impresionar —explicó Fudge con una mueca de pesar—. La Oficina de Desinformación ha estado trabajando día y noche, hay equipos de desmemorizadores tratando de modificar los recuerdos de los
muggles
que vieron lo que pasó, y prácticamente todo el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas se halla trabajando en Somerset, pero no hemos encontrado al gigante. Ha sido un desastre.

—¡Y que lo diga! —exclamó el primer ministro, enfurecido.

—No voy a negar que en el ministerio la moral está muy baja. Con todo lo que ha pasado… Y encima hemos perdido a Amelia Bones.

—¿A quién dice que han perdido?

—A Amelia Bones. La jefa del Departamento de Seguridad Mágica. Creemos que El-que-no-debe-ser-nombrado podría haberla matado personalmente porque era una bruja de gran talento y… todo indica que opuso mucha resistencia.

Fudge carraspeó y, al parecer con gran esfuerzo, dejó de hacer girar su bombín.

—Pero ese asesinato salió en los periódicos —comentó el primer ministro, olvidándose por un momento de su rabia—. ¡En nuestros periódicos! Amelia Bones… Sólo decían que era una mujer de mediana edad que vivía sola. Fue un asesinato muy cruel, ¿verdad? Se ha hablado mucho de él. La policía está desconcertada.

—No me extraña. La mataron en una habitación cerrada con llave por dentro, ¿no? Nosotros, en cambio, sabemos muy bien quién lo hizo, aunque eso no va a ayudarnos a atrapar al culpable. Y luego está el caso de Emmeline Vance, quizá haya oído hablar también de él.

—¡Sí, ya lo creo! De hecho, ocurrió muy cerca de aquí. Los periódicos se dieron un verdadero festín: «Alteración de la ley y el orden en el patio trasero del primer ministro…»

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