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Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

Harry Potter y el Misterio del Príncipe (3 page)

BOOK: Harry Potter y el Misterio del Príncipe
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—Y por si todo eso fuera poco —prosiguió Fudge sin hacerle mucho caso—, hay
dementores
pululando por todas partes y atacando a la gente a diestro y siniestro.

En otros tiempos más felices, esa frase habría sido ininteligible para el primer ministro, pero ahora estaba mejor informado.

—Tenía entendido que los
dementores
vigilaban a los prisioneros de Azkaban —aventuró.

—Sí, eso hacían —repuso Fudge con voz cansina—. Pero ya no es así. Han abandonado la prisión y se han unido a El-que-no-debe-ser-nombrado. Admito que eso supuso un duro golpe para nosotros.

—Pero… —arguyó el primer ministro, alarmándose por momentos— ¿no me dijo que esas criaturas eran las que les absorbían la esperanza y la felicidad a las personas?

—Exacto. Y se están reproduciendo. Eso es lo que provoca esta neblina.

El primer ministro, medio desmayado, se dejó caer en una silla. La perspectiva de que hubiera criaturas invisibles acechando campos y ciudades para abatirse sobre sus presas y propagar la desesperanza y el pesimismo entre sus votantes le producía mareo.

—¡Mire, Fudge, tiene que hacer algo! ¡Es su obligación como ministro de Magia!

—Mi querido primer ministro, no pensará que todavía soy ministro de Magia después de lo ocurrido, ¿verdad? ¡Me despidieron hace tres días! Hacía dos semanas que la comunidad mágica en pleno pedía a gritos mi dimisión. ¡Nunca los había visto tan unidos desde que ocupé el cargo! —exclamó Fudge tratando de sonreír.

El primer ministro no supo qué decir. Pese a su indignación y a la comprometida posición en que se encontraba, todavía compadecía al hombre de aspecto consumido que estaba sentado frente a él.

—Lo siento mucho —dijo por fin—. ¿Puedo ayudarlo de alguna forma?

—Es usted muy amable, pero no puede hacer nada. Me han enviado aquí esta noche para ponerlo al día de los últimos acontecimientos y para presentarle a mi sucesor. Ya debería haber llegado, aunque con tantos problemas andará muy ocupado.

Fudge se dio la vuelta y miró el retrato del feo hombrecillo de la larga y rizada peluca plateada, que estaba hurgándose una oreja con la punta de una pluma.

Al ver que el mago lo observaba, anunció:

—Enseguida viene. Está terminando una carta a Dumbledore.

—Pues le deseo suerte —replicó Fudge con un tono que, por primera vez, sonaba cortante—. Yo llevo dos semanas escribiendo a Dumbledore dos veces al día, pero no va a ceder un ápice. Si él estuviera dispuesto a persuadir al muchacho, quizá yo todavía… En fin, tal vez Scrimgeour tenga más éxito que yo.

Fudge se sumió en un silencio ofendido, pero casi de inmediato fue interrumpido por el personaje del cuadro, que habló con su voz clara y ceremoniosa.

—Para el primer ministro de los
muggles
. Solicito reunión. Urgente. Le ruego que responda cuanto antes. Rufus Scrimgeour, nuevo ministro de Magia.

—Que pase, que pase —dijo el primer ministro sin prestar mucha atención, y apenas se estremeció cuando las llamas de la chimenea se tornaron verde esmeralda, aumentaron de tamaño y revelaron a un segundo mago que giraba sobre sí mismo en medio de ellas, y a quien poco después arrojaron sobre la lujosa alfombra antigua. Fudge se puso en pie y, tras un momento de vacilación, el primer ministro lo imitó; el recién llegado se incorporó, se sacudió la larga y negra túnica y miró alrededor.

Lo primero que le vino a la mente al primer ministro fue la absurda idea de que Rufus Scrimgeour parecía un león viejo. Tenía mechones de canas en la melena castaño rojiza y en las pobladas cejas; detrás de sus gafas de montura metálica brillaban unos ojos amarillentos; era larguirucho y, pese a que cojeaba un poco al andar, se movía con elegancia y desenvoltura. A primera vista aparentaba ser una persona rigurosa y astuta; el primer ministro creyó entender por qué la comunidad mágica prefería a Scrimgeour en lugar de Fudge como líder en esos peligrosos momentos.

—¿Cómo está usted? —lo saludó el gobernante con educación, tendiéndole la mano.

Scrimgeour se la estrechó con rapidez mientras recorría el despacho con la mirada; a continuación sacó una varita mágica de su túnica.

—¿Fudge se lo ha contado todo? —preguntó al mismo tiempo que iba hacia la puerta con aire resuelto. Dio unos golpecitos en la cerradura con la varita y el primer ministro oyó el chasquido del pestillo.

—Pues… sí —contestó—. Y si no le importa, prefiero que no cierre esa puerta con pestillo.

—Pero yo prefiero que no nos interrumpan —replicó Scrimgeour con autoridad—. Ni nos miren —añadió, y, apuntando con su varita a las ventanas, corrió las cortinas—. Bueno, tengo mucho trabajo, así que vayamos al grano. Para empezar, hemos de hablar de su seguridad.

El primer ministro se enderezó cuanto pudo y repuso:

—Estoy muy satisfecho con las medidas de seguridad de que disponemos, muchas gracias por…

—Pues nosotros no —lo cortó Scrimgeour—. Menudo panorama iban a tener los
muggles
si su primer ministro fuese objeto de una maldición
imperius
. El nuevo secretario de su despacho adjunto…

—¡No pienso deshacerme de Kingsley Shacklebolt, si es lo que está proponiéndome! —repuso con vehemencia—. Es muy competente, hace el doble de trabajo que el resto de los…

—Eso es porque es mago —aclaró Scrimgeour sin esbozar siquiera una sonrisa—. Un
auror
con una excelente preparación que le hemos asignado para que lo proteja.

—¡Oiga, un momento! ¿Quién es usted para meter a nadie en mi gabinete? Yo decido quién trabaja para mí…

—Creía que estaba contento con Shacklebolt —lo interrumpió Scrimgeour con frialdad.

—Sí, estoy contento. Bueno, lo estaba…

—Entonces no hay ningún problema, ¿no? —insistió Scrimgeour.

—Yo… De acuerdo, pero siempre que el rendimiento de Shacklebolt siga siendo óptimo.

—Muy bien. Respecto a Herbert Chorley, su subsecretario —continuó el ministro de Magia—, ese que se dedica a entretener al público imitando a un pato…

—¿Qué le pasa?

—No cabe duda de que su comportamiento viene provocado por una maldición
imperius
mal ejecutada —explicó Scrimgeour—. Lo ha vuelto chiflado, pero aun así podría resultar peligroso.

—¡Pero si lo único que hace es graznar! —alegó el primer ministro con voz débil—. Seguro que con un poco de reposo y si no bebiera tanto…

—Un equipo de sanadores del Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas está examinándolo ahora mismo. De momento ha intentado estrangular a tres de ellos —dijo Scrimgeour—. Creo que lo más conveniente es apartarlo de la sociedad
muggle
durante un tiempo.

—Yo… bueno… Se recuperará, ¿verdad? —repuso el primer ministro, angustiado. Scrimgeour se limitó a encogerse de hombros antes de dirigirse de nuevo hacia la chimenea.

—Ya le he dicho cuanto tenía que decirle. Lo mantendré informado de cualquier novedad. Si estoy demasiado ocupado para acudir personalmente, lo cual es muy probable, enviaré a Fudge, que ha aceptado quedarse con nosotros en calidad de asesor.

Fudge trató de sonreír, pero sin éxito; daba la impresión de que tenía dolor de muelas. Scrimgeour empezó a hurgar en su bolsillo buscando el misterioso polvo que hacía que el fuego se volviera verde. El primer ministro los miró con gesto de impotencia y entonces, por fin, se le escaparon las palabras que llevaba toda la noche intentando contener:

—¡Pero si ustedes son magos, qué caramba! ¡Ustedes saben hacer magia! ¡Seguro que pueden solucionar cualquier situación!

Scrimgeour volvió despacio la cabeza e intercambió una mirada de incredulidad con Fudge, que esta vez sí logró sonreír y dijo con tono amable:

—El problema, primer ministro, es que los del otro bando también saben hacer magia.

Y dicho eso, ambos magos se metieron en el brillante fuego verde de la chimenea y desaparecieron.

2
La calle de la Hilandera

A muchos kilómetros de distancia, la misma fría neblina que se pegaba a las ventanas del despacho del primer ministro flotaba sobre un sucio río que discurría entre riberas llenas de maleza y basura esparcida. Una enorme chimenea, reliquia de una fábrica abandonada, se alzaba negra y amenazadora. No se oía ningún ruido excepto el susurro de las oscuras aguas, y no se veía otra señal de vida que la de un escuálido zorro que había bajado sigilosamente hasta el borde del agua para olfatear, esperanzado, unos pringosos envoltorios de comida para llevar, tirados entre la crecida hierba.

De pronto, con un débil «¡crac!», una delgada y encapuchada figura apareció en la orilla del río. El zorro se quedó inmóvil y, cauteloso, clavó la mirada en el extraño fenómeno.

La figura miró en derredor un momento, como si tratara de orientarse, y luego echó a andar con pasos rápidos y ligeros mientras su larga capa hacía susurrar la hierba al rozarla.

Con un segundo «¡crac!» más fuerte, apareció otra figura también encapuchada.

—¡Espera!

El grito asustó al zorro, que se encogió hasta aplastarse casi por completo contra la maleza. Entonces salió de un brinco de su escondite y trepó por la orilla. Hubo un destello de luz verde y un aullido, y el zorro cayó hacia atrás y quedó muerto en el suelo.

La segunda figura le dio la vuelta con la punta del pie.

—Sólo era un zorro —dijo una desdeñosa voz de mujer—. Temí que fuera un
auror
. ¡Espérame, Cissy!

Pero la mujer que iba delante, que se había detenido y vuelto la cabeza para mirar hacia el lugar donde se había producido el destello, subía ya por la ribera en la que el zorro acababa de caer.

—Cissy… Narcisa… Escúchame.

La mujer que iba detrás la alcanzó y la agarró por el brazo, pero ella se soltó de un tirón.

—¡Márchate, Bella!

—¡Tienes que escucharme!

—Ya te he escuchado. He tomado una decisión. ¡Déjame en paz!

Narcisa llegó a lo alto de la ribera, donde una deteriorada verja separaba el río de una estrecha calle adoquinada. La otra mujer, Bella, no se entretuvo y la siguió. Ambas, una al lado de la otra, se quedaron contemplando las hileras de ruinosas casas de ladrillo con las ventanas a oscuras que había al otro lado de la calle.

—¿Aquí vive? —preguntó Bella con desprecio en la voz—. ¿Aquí? ¿En este estercolero de
muggles
? Debemos de ser las primeras de los nuestros que pisamos…

Pero Narcisa no la escuchaba; se había colado por un hueco de la oxidada verja y estaba cruzando la calle a toda prisa.

—¡Espérame, Cissy!

Bella la siguió con la capa ondeando y vio a Narcisa entrar como una flecha en un callejón que discurría entre las casas y desembocaba en otra calle idéntica. Había algunas farolas rotas, de modo que las dos mujeres corrían entre tramos de luz y zonas de absoluta oscuridad. Bella alcanzó a su presa cuando ésta doblaba otra esquina; y esta vez consiguió sujetarla por el brazo y obligarla a darse la vuelta para mirarla a la cara.

—No debes hacerlo, Cissy, no puedes confiar en él —le dijo.

—El Señor Tenebroso confía en él, ¿no?

—Pues se equivoca, créeme —replicó Bella, jadeando, y por un instante los ojos le relucieron bajo la capucha mientras miraba alrededor para comprobar que estaban solas—. Además, nos ordenaron que no habláramos con nadie del plan. Esto es traicionar al Señor Tenebroso…

—¡Suéltame, Bella! —gruñó Narcisa, y sacando una varita mágica de su capa, la sostuvo con gesto amenazador ante la cara de su interlocutora. Esta se limitó a reír.

—¿A tu propia hermana, Cissy? No serías…

—¡Ya no hay nada de lo que no sea capaz! —musitó Narcisa con un deje de histerismo, y al bajar la varita como si fuera a dar una cuchillada hubo un destello de luz. Bella soltó el brazo de su hermana como si le hubiese quemado.

—¡Narcisa!

Pero ya había echado a correr. Bella, frotándose la mano, se puso de nuevo en marcha, manteniendo la distancia a medida que se internaban en aquel desierto laberinto de casas. Narcisa subió deprisa por una calle que, según un rótulo, se llamaba «calle de la Hilandera» y sobre la cual se cernía la imponente chimenea de la fábrica, como un gigantesco dedo admonitorio. Sus pasos resonaron en los adoquines al pasar por delante de ventanas con los cristales rotos y cegadas con tablones; por fin llegó a la última casa, donde una débil luz brillaba a través de las cortinas de una habitación de la planta baja.

Narcisa llamó a la puerta antes de que Bella llegara maldiciendo por lo bajo. Esperaron juntas, resollando mientras respiraban el hedor del sucio río diseminado por la brisa nocturna. Pasados unos segundos, algo se movió detrás de la puerta y ésta se abrió un poco. Un hombre las miró por la rendija, un hombre con dos largas cortinas de pelo negro y lacio que enmarcaban un rostro amarillento y unos ojos también negros.

Narcisa se quitó la capucha. Tenía el cutis tan pálido que el rostro parecía brillarle en la oscuridad; el largo y rubio cabello que le caía por la espalda le daba aspecto de ahogada.

—¡Narcisa! —saludó el hombre, y abrió un poco más la puerta, de modo que la luz alcanzó a las dos hermanas—. ¡Qué agradable sorpresa!

—¡Hola, Severus! —repuso ella con un forzado susurro—. ¿Podemos hablar? Es urgente.

—Por supuesto.

El hombre retrocedió para dejarla entrar en la casa. Bella, que todavía llevaba puesta la capucha, siguió a su hermana sin que la invitasen a hacerlo.

—¡Hola, Snape! —saludó con tono cortante al pasar por su lado.

—¡Hola, Bellatrix! —repuso él, y sus delgados labios esbozaron una sonrisa medio burlona mientras cerraba la puerta con un golpe seco.

Se encontraban en un pequeño y oscuro salón cuyo aspecto recordaba el de una celda de aislamiento. Las paredes estaban enteramente recubiertas de libros, la mayoría encuadernados en gastada piel negra o marrón; un sofá raído, una butaca vieja y una mesa desvencijada se apiñaban en un charco de débil luz proyectada por la lámpara de velas que colgaba del techo. Reinaba un ambiente de abandono, como si aquella habitación no se utilizara con asiduidad.

Snape hizo un ademán invitando a Narcisa a tomar asiento en el sofá. Ella se quitó la capa, la dejó a un lado y se sentó; a continuación, juntó las blancas y temblorosas manos sobre el regazo y se puso a contemplarlas. Bella se quitó la capucha con parsimonia. Era morena, a diferencia de su hermana, y tenía párpados gruesos y mandíbula cuadrada. Se colocó de pie detrás de Narcisa sin apartar la vista de Snape.

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