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Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

Harry Potter y el Misterio del Príncipe (6 page)

BOOK: Harry Potter y el Misterio del Príncipe
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Harry gruñó en sueños y la cara le resbaló un par de centímetros por el cristal de la ventana, con lo que las gafas le quedaron aún más torcidas, pero no se despertó. Un reloj que él había reparado años atrás hacía tictac en el alféizar de la ventana y marcaba las once menos un minuto. A su lado, sujeto por la relajada mano del muchacho, se encontraba un trozo de pergamino cubierto con una caligrafía pulcra y estilizada. Había leído esa carta tantas veces desde que la recibiera —hacía tres días— que, aunque había llegado enrollada formando un apretado canuto, estaba completamente aplanada.

Querido Harry
:

Si te parece bien, iré al número 4 de Privet Drive el próximo viernes a las once en punto de la noche para acompañarte a La Madriguera, donde te han invitado a pasar el resto de las vacaciones escolares.

Si estás de acuerdo, agradecería tu ayuda para un asunto que espero poder resolver de camino hacia allí. Te lo explicaré con más detalle cuando te vea.

Por favor, envíame tu respuesta con esta misma lechuza. Hasta el próximo viernes.

Atentamente
,

Albus Dumbledore

Harry se había apostado junto a la ventana de su dormitorio (por donde se veían bastante bien los dos extremos de Privet Drive) y desde las siete de la tarde le lanzaba miradas a la misiva cada pocos minutos, a pesar de que se la sabía de memoria. Era consciente de que no tenía sentido seguir releyendo las palabras de Dumbledore, a quien había enviado una respuesta afirmativa con la misma lechuza, como requería su remitente, y lo único que podía hacer era esperar: Dumbledore llegaría o no llegaría.

Sin embargo, no había preparado el equipaje. Parecía imposible que fueran a rescatarlo de los Dursley cuando sólo llevaba dos semanas con ellos. No conseguía librarse del presentimiento de que algo iba a salir mal: su respuesta quizá se había perdido, o Dumbledore no podría ir a recogerlo, o tal vez éste ni siquiera había escrito la carta y se trataba de un truco, una broma o una trampa. Por eso no había querido hacer el equipaje para luego llevarse un chasco y tener que vaciar el baúl. La única concesión que había hecho a la posibilidad de emprender un viaje era encerrar a su blanca lechuza,
Hedwig
, en la jaula.

El minutero del reloj llegó al número doce y la farola que había enfrente de la ventana se apagó.

Harry despertó como si la repentina oscuridad fuera una señal de alarma. Se enderezó las gafas, despegó la mejilla del cristal y apretó la nariz contra la ventana para escudriñar la acera. Una alta figura ataviada con una capa larga y ondeante se acercaba por el sendero del jardín.

El muchacho se puso en pie de un brinco, como impulsado por una descarga eléctrica; derribó la silla y empezó a recoger del suelo todo lo que tenía a su alcance y a arrojarlo hacia el baúl. Acababa de lanzar una túnica, dos libros de hechizos y una bolsa de patatas fritas cuando sonó el timbre de la puerta.

Abajo, en el salón, tío Vernon gritó:

—¿Quién diantre será a estas horas de la noche?

Harry se quedó inmóvil con un telescopio de latón en una mano y un par de zapatillas de deporte en la otra. Se le había olvidado avisar a los Dursley de que quizá Dumbledore se presentaría. Muy nervioso, y por eso mismo aguantándose la risa, saltó y abrió de un tirón la puerta de su dormitorio. Entonces oyó una voz grave que decía: «Buenas noches. Usted debe de ser el señor Dursley. Supongo que Harry le habrá dicho que vendría a recogerlo.»

Corrió escaleras abajo, saltando los peldaños de dos en dos, pero a un par de metros del final se paró en seco, pues la experiencia le había enseñado a mantenerse fuera del alcance de la mano de su tío siempre que pudiese. En el umbral había un hombre alto y delgado, de barba y cabello plateados hasta la cintura; llevaba unas gafas de media luna apoyadas en la torcida nariz e iba ataviado con una larga capa de viaje negra y un sombrero puntiagudo. Vernon Dursley, vestido con un batín morado y cuyo bigote era casi tan poblado como el de Dumbledore —aunque todavía negro—, miraba de hito en hito a su visitante, como si no diera crédito a sus diminutos ojos.

—A juzgar por su expresión de asombro e incredulidad, diría que Harry no le advirtió de mi llegada —rectificó Dumbledore con simpatía—. Aun así, supongamos que usted me ha invitado amablemente a entrar en su casa. No es aconsejable entretenerse en los umbrales en estos tiempos difíciles. —Entró con elegancia y cerró la puerta detrás de sí—. Ha pasado mucho tiempo desde mi anterior visita —comentó escrutando a tío Vernon—. Permítame decirle que sus agapantos están creciendo muy bien. Son plantas magníficas.

Vernon Dursley permanecía mudo. Harry sabía que su tío recobraría el habla, y muy pronto (la palpitante vena de su sien estaba alcanzando el punto de peligro), pero, al parecer, Dumbledore tenía algo que lo había dejado temporalmente sin respiración. Quizá se debía a su notorio aspecto de mago, o porque hasta tío Vernon se daba cuenta de que se hallaba ante un hombre a quien difícilmente podría intimidar.

—¡Ah, Harry, buenas noches! —dijo Dumbledore mirándolo a través de sus gafas con expresión radiante—. Excelente, excelente.

Al parecer, esas palabras provocaron a tío Vernon. Era evidente que, en su opinión, cualquiera que mirara a Harry y dijera «excelente» tenía que ser por fuerza una persona con la que él nunca estaría de acuerdo.

—No quisiera parecer maleducado… —empezó con un tono que cargaba de grosería cada sílaba.

—Y sin embargo, lamentablemente, los casos de mala educación involuntaria se producen con una frecuencia alarmante —lo cortó Dumbledore con gravedad—. A veces resulta mejor no decir nada, amigo mío. ¡Ah, y ésta debe de ser Petunia!

La puerta de la cocina se había abierto y allí estaba plantada la tía de Harry, con sus guantes de goma y su bata de estar por casa encima del camisón; era evidente que estaba en plena limpieza de las superficies de la cocina, una tarea que realizaba todos los días antes de acostarse. Su cara de caballo no revelaba otra cosa que conmoción.

—Albus Dumbledore —se presentó Dumbledore al ver que tío Vernon no reaccionaba—. Nos hemos escrito, ¿no es así? —Harry lo consideró una extraña manera de recordarle a tía Petunia que en una ocasión le había enviado una carta explosiva, pero ella no se dio por aludida—. Y ése debe de ser su hijo Dudley, ¿verdad?

Este acababa de asomarse a la puerta del salón. Su enorme y rubia cabeza emergiendo del cuello del pijama a rayas parecía incorpórea, y tenía la boca abierta en un asustado gesto de asombro. Dumbledore esperó unos instantes, tal vez para ver si alguno de los Dursley pensaba decir algo, pero como el silencio se prolongaba, sonrió y preguntó:

—¿Qué les parece si suponemos que me han invitado a entrar en el salón?

Dudley se apartó como pudo cuando el anciano mago pasó por su lado. Harry, que todavía sostenía el telescopio y las zapatillas, salvó de un salto los pocos peldaños que quedaban hasta el suelo y lo siguió. Dumbledore se sentó en la butaca más cercana al fuego y contempló el salón con gesto de benévolo interés. Parecía completamente fuera de lugar.

—¿No… no nos vamos, señor? —preguntó Harry con ansiedad.

—Sí, claro que sí, pero antes tenemos que hablar de varias cosas. Y prefiero no hacerlo al aire libre. Sólo abusaremos un poco más de la hospitalidad de tus tíos.

—¿En serio? —preguntó Vernon Dursley, entrando en el salón; Petunia iba a su lado y Dudley detrás de ambos, intentando pasar inadvertido.

—Sí —confirmó Dumbledore con naturalidad—. Así es. —Sacó su varita mágica tan deprisa que Harry apenas la vio y la hizo cimbrar rápidamente. El sofá salió despedido y golpeó las corvas de los tres Dursley, que cayeron sentados en él. Con otra sacudida de la varita, el sofá retrocedió hasta su posición original—. Más vale que se pongan cómodos —añadió el mago con gentileza.

Cuando Dumbledore se guardó la varita en el bolsillo, Harry se fijó en que tenía la mano ennegrecida y apergaminada; daba la impresión de que la carne se le había consumido.

—Señor, ¿qué le ha pasado en la…?

—Luego, Harry —lo interrumpió—. Siéntate, por favor. —El muchacho ocupó la butaca que quedaba y decidió no mirar a los Dursley, que parecían víctimas de un hechizo aturdidor—. Lo lógico sería suponer que iban a ofrecerme un refrigerio —le dijo Dumbledore a tío Vernon—, pero, por lo visto hasta ahora, eso denotaría un optimismo rayano en el idealismo.

Con una tercera sacudida de la varita, materializó una polvorienta botella y cinco copas. La botella se inclinó y vertió una generosa medida de un líquido color miel en las copas, que a continuación levitaron hasta cada uno de los presentes.

—El hidromiel más delicioso de la señora Rosmerta, envejecido en roble —dijo Dumbledore alzando su copa hacia Harry, que cogió la suya y bebió un pequeño sorbo. Nunca había probado nada parecido, pero le encantó. Los Dursley, tras intercambiar fugaces y asustadas miradas, intentaron ignorar sus copas, aunque era toda una hazaña, pues éstas no cesaban de darles golpecitos en la cabeza. Harry sospechaba que Dumbledore estaba disfrutando de lo lindo—. Bueno, Harry —dijo el director de Hogwarts volviéndose hacia él—, ha surgido una dificultad que espero seas capaz de resolver para nosotros. Y cuando digo «nosotros» me refiero a la Orden del Fénix. Pero, antes que nada, debo decirte que hace una semana encontraron el testamento de Sirius y te ha dejado todas sus posesiones.

Tío Vernon giró la cabeza para mirarlo, pero Harry no lo miró y tampoco se le ocurrió nada que decir, salvo:

—¡Ah, vale!

—Esto, en general, resulta bastante sencillo —prosiguió Dumbledore—. Añades una considerable cantidad de oro a la cuenta que tienes en Gringotts y heredas todos los bienes de Sirius. La parte ligeramente problemática del legado…

—¿Ha muerto su padrino? —preguntó tío Vernon desde el sofá. Dumbledore y Harry se volvieron hacia él. La copa de hidromiel golpeaba con insistencia un lado de la cabeza de Vernon, que intentaba apartarla—. ¿Ha muerto? ¿Su padrino?

—Sí —confirmó Dumbledore, pero no le preguntó a Harry por qué no se lo había contado a los Dursley—. El problema —continuó, mirando de nuevo al muchacho como si no se hubiera producido ninguna interrupción— es que Sirius también te ha dejado el número 12 de Grimmauld Place.

—¿Que ha heredado una casa? —se extrañó tío Vernon con avaricia, entrecerrando sus pequeños ojos; pero nadie le contestó.

—Pueden seguir usándola como cuartel general —dijo Harry—. No me importa. Que se la queden; en realidad no la quiero.

Prefería no volver a poner los pies allí. Se imaginaba que el espíritu de Sirius habitaría eternamente la casa y que rondaría por sus oscuras y mohosas habitaciones, solo y atrapado para siempre en el sitio del que tanto había deseado salir en vida.

—Eres muy generoso —repuso Dumbledore—. Sin embargo, hemos desalojado temporalmente el edificio.

—¿Por qué?

—Verás —respondió sin hacer caso de las quejas de tío Vernon, a quien la perseverante copa seguía aporreando la cabeza—, la tradición de la familia Black establece que la casa se transmita por línea directa al siguiente varón apellidado Black. Sirius era el último; su hermano menor, Regulus, falleció antes que él, y ninguno de los dos tuvo hijos. Aunque el testamento deja muy claro que tu padrino quería que te quedaras con la casa, cabe la posibilidad de que haya en ella algún hechizo o sortilegio para asegurar que sólo pueda poseerla un sangre limpia.

Harry evocó fugazmente una vivida imagen del alborotador retrato de la madre de Sirius, colgado en el recibidor de Grimmauld Place.

—No me extrañaría —coincidió.

—A mí tampoco —asintió Dumbledore—. Y si existe ese sortilegio, lo más probable es que la vivienda pase al pariente vivo de Sirius de más edad, que es su prima Bellatrix Lestrange.

Harry se puso en pie de un brinco, haciendo caer al suelo el telescopio y las zapatillas que descansaban sobre su regazo. ¿Que la asesina de Sirius, Bellatrix Lestrange, heredaría su casa?

—¡No! —gritó.

—Bueno, es evidente que nosotros también preferiríamos que no la tuviera —explicó Dumbledore con calma—. La situación plantea un sinfín de complicaciones. No sabemos, por ejemplo, si los sortilegios que le hemos hecho a la casa para que no se descubra su ubicación seguirán funcionando ahora que Sirius ya no es el propietario. Bellatrix podría presentarse en la vivienda en cualquier momento. Como es lógico, hemos decidido abandonar el edificio hasta que se aclaren todas las cuestiones.

—Pero ¿cómo van a averiguar si se me permite ser el nuevo propietario?

—Por fortuna, existe una sencilla manera de comprobarlo.

Dejó su copa vacía en una mesita que había junto a la butaca, pero, antes de que pudiera hacer nada más, tío Vernon exclamó:

—¿Quiere hacer el favor de quitarnos de encima estas malditas copas?

Harry vio a los tres Dursley protegiéndose la cabeza con los brazos mientras las copas les propinaban fuertes golpes en el cráneo y salpicaban su contenido por todas partes.

—¡Ay, lo siento mucho! —se disculpó Dumbledore, y volvió a levantar su varita. Las tres copas se desvanecieron—. Pero habría sido de mejor educación bebérselo.

Dio la impresión de que tío Vernon reprimía un montón de furibundas réplicas, pero se limitó a encogerse entre los cojines con tía Petunia y Dudley, sin apartar sus ojillos porcinos de la varita de Dumbledore.

—Verás —prosiguió Dumbledore, mirando de nuevo a Harry y como si Vernon no hubiera intervenido en la conversación—, si resulta que has heredado la casa, también habrás heredado…

Agitó la varita por quinta vez. Se oyó un fuerte «¡crac!» y apareció un elfo doméstico con una narizota similar a un hocico, enormes orejas de murciélago y unos grandes ojos inyectados en sangre; en cuclillas encima de la alfombra de pelo largo de los Dursley, iba ataviado con mugrientos harapos. Tía Petunia soltó un espeluznante chillido; en su casa jamás había entrado una criatura tan asquerosa como ésa. Dudley, que estaba descalzo, levantó sus grandes y rosados pies del suelo y los mantuvo en alto, como si creyera que aquella criatura podría trepar por los pantalones de su pijama. Tío Vernon bramó:

—¿Qué demonios es eso?

—…a Kreacher —terminó Dumbledore.

—¡Kreacher no quiere, Kreacher no quiere, Kreacher no quiere! —protestó el elfo doméstico con voz ronca y casi tan atronadora como la de Vernon, al mismo tiempo que daba fuertes pisotones con sus largos y deformes pies y se tiraba de las orejas—. Kreacher es de la señorita Bellatrix, sí señor, Kreacher es de los Black, Kreacher quiere a su nueva ama, Kreacher no se irá con el mocoso Potter, Kreacher no quiere, no quiere, no quiere.

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