Los Destructores Estelares de la clase Victoria siguieron disparando hasta que el Onda de Choque quedó reducido a una nube resplandeciente de restos y un recuerdo insoportable para la almirante Daala.
—Oh, Kratas —murmuró—. Lo siento.
Una vez aniquilado su objetivo, los navíos de la clase Victoria supervivientes —sesenta y dos, según el recuento que mostraban las pantallas de datos— invirtieron el curso y se lanzaron al hiperespacio en el mismo instante en que el resto de la flota de Destructores Estelares de la clase Imperial de Harrsk descargaba inútiles andanadas sobre su estela lumínica.
Daala permaneció totalmente inmóvil y sintió cómo una furia helada se iba adueñando de ella. El comandante Kratas ni siquiera había formado parte de la fuerza de combate de Harrsk. Había sido un mero espectador que se había visto atrapado por casualidad en una disputa infantil entre dos señores de la guerra enfrentados. Los labios de Daala se tensaron mientras la rabia se iba acumulando dentro de ella, como vapor a alta presión que circulara por sus venas.
—No vamos a quedarnos de brazos cruzados —gruñó Harrsk—. Esta vez nos vengaremos, y dispongo de los medios necesarios para ello..., mediante usted, almirante Daala —dijo, alzando la mirada hacia ella con su dorado ojo androide echando chispas.
Sus palabras arrancaron a Daala de sus sombrías meditaciones. —¿Qué?
Harrsk siguió hablando con voz entrecortada.
—¡Debemos aplastar a ese cobarde obeso con todo lo que tenemos! He estado reuniendo y reforzando mi poderío militar para lanzar precisamente ese tipo de ataque.
Daala le fulminó con la mirada.
—No tengo ninguna intención de ayudarle en esa ridícula disputa infantil, Harrsk. Acaba de hacerme perder al mejor comandante que he tenido jamás. No voy a perpetuar esta...
—¡Soldados! —gritó Harrsk, volviéndose hacia la puerta—. Vengan aquí inmediatamente con las armas preparadas para hacer fuego.
El contingente de soldados de las tropas de asalto entró en la gran sala de observación. Sus botas blancas retumbaron sobre las relucientes losas del suelo cuando se pusieron firmes. Los impenetrables visores negros y los cascos de plastiacero carentes de rasgos borraban todas las expresiones.
—Lleven a la almirante Daala a uno de mis Destructores Estelares——ordenó Harrsk—. Estará al mando de nuestro ataque de represalia contra el Gran Almirante Teradoc. —Harrsk la contempló con el ceño fruncido—. Si se niega, la ejecutarán inmediatamente por traición.
Daala estaba cada vez más furiosa.
—No permitiré que me maneje de esa manera.
—¡Mi rango es superior al suyo, y ya ha oído mis órdenes! —gritó Harrsk—. ¿Sirve al Imperio, o acaso tiene sus propios objetivos ocultos?
Los soldados de las tropas de asalto alzaron sus rifles y la apuntaron. Parecían un poco nerviosos, pero obedecieron las órdenes de su señor de la guerra. Daala pudo sentir cómo los mecanismos de puntería se centraban en los puntos más vulnerables de su cuerpo.
—Muy bien, Harrsk —murmuró. Todavía estaba aturdida por la pérdida de Kratas y bajo los efectos de la anestesia emocional producida por aquella ira para la que no había logrado encontrar un blanco. Daala le negó intencionadamente el título de Supremo Señor de la Guerra. Sus verdes ojos se entrecerraron hasta convertirse en rendijas y brillaron con una luz calculadora— Concédame el mando de uno de sus Destructores Estelares v dirigiré su flota.
Mientras las fuerzas del Supremo Señor de la Guerra Harrsk intentaban recuperarse del ataque, la almirante Daala se encontró en el puente de mando del Destructor Estelar de la clase Imperial
Tormenta de Fuego
.
Examinó la carnicería que habían causado las fuerzas del Gran Almirante Teradoc: los restos humeantes del navío insignia, los cadáveres congelados de todos los soldados perdidos en la explosión... Tres de los Destructores Estelares de Harrsk habían quedado lo suficientemente dañados como para necesitar complejas reparaciones que tardarían un tiempo considerable en ser llevadas a cabo. Daala no podría utilizarlos en su ataque de represalia.
Eso le dejaba ocho Destructores Estelares, el doble de las naves que le había dado el Gran Moff Tarkin para defender la Instalación de las Fauces. Bastarían.
Daala permaneció rígidamente inmóvil en el puente y clavó los ojos en el gigante rojo. Unos gruesos filtros habían sido colocados sobre los visores para que pudiera contemplar el océano de gases calientes sin parpadear. La conmoción de los preparativos de batalla siguió desarrollándose a su alrededor sin que Daala le prestara ninguna atención.
Un caldero de frustración hervía dentro de Daala. No quería luchar con Teradoc. No quería luchar con Harrsk. Quería que los dos —y todos los otros señores de la guerra que siempre estaban enfrentándose entre ellos se unieran para luchar contra los malditos rebeldes. El comandante Kratas había muerto a causa de sus disputas. Los señores de la guerra eran una ofensa para la memoria del Imperio, y si aquello era todo lo que la idea imperial podía ofrecer... Bien, entonces quizá sería mejor que fracasaran.
Pero Daala no podía aceptar eso. Tarkin le había enseñado a no rendirse jamás. Juntó las manos detrás de la espalda, tensando sus guantes negros con tanta fuerza que le dolieron los huesos. Tenía que haber una manera mejor, incluso si tenía que obligar a entenderla a quienes gritaban y se peleaban.
La imagen ampliada de Harrsk llegó hasta ella a través del sistema de comunicaciones. El señor de la guerra mantenía su rostro medio repleto de cicatrices vuelto hacia la zona de transmisión, con lo que mostraba tanto la mitad horrenda como el lado que no había sufrido daños.
—Almirante Daala, estoy a bordo del Destructor Estelar
Torbellino
, en su flanco. Usted ocupará la punta en la formación de nuestro ataque, y confío en que ya habrá desarrollado una estrategia.
—Señor de la Guerra Harrsk —dijo Daala, contemplando la algo borrosa imagen de su rostro—, acabo de empezar a estudiar los datos concernientes a la fortaleza de Teradoc que han ido acumulando sus espías. Déme unos momentos para evaluar las posibilidades de ataque.
—No —insistió Harrsk—. El Gran Almirante nunca esperará que ataquemos con tanta rapidez. Cada segundo de retraso hace que vayamos perdiendo un poco más de nuestro elemento de sorpresa. Lanzaremos un ataque frontal con todo el armamento escupiendo fuego. ¡Le asestaremos un golpe tan terrible que le hará tambalearse!
Daala frunció el ceño, e hizo varias inspiraciones lo más rápidas y controladas posible a través de sus dilatadas fosas nasales.
—He estudiado mis fracasos, y he comprendido que la causa de muchos de ellos tiene su origen directo en acciones imprudentes emprendidas bajo los efectos de la ira.
—Aun así seguirá mis órdenes y lanzará un ataque inmediato —replicó Harrsk—. No dispongo del tiempo o de la paciencia necesarios para tratar con su cobardía y su insubordinación. Si continúa discutiendo, la degradaré y la encerraré en el calabozo.
Daala se envaró. Quería librarse de aquel mando que en realidad sólo era una mascarada, desde luego, pero no quería ser encarcelada y juzgada por traición. Kratas había muerto. Su antigua tripulación había sido dispersada. Todas sus conexiones se habían ido encogiendo hasta la insignificancia, y Daala tenía que empezar a reconstruir sus capacidades por algún sitio. Aquello era un comienzo, y Daala decidió utilizar su imaginación para descubrir alguna manera de sacar el máximo provecho posible de la situación e impedir que terminara en una catástrofe.
—Muy bien, Supremo Señor de la Guerra —dijo, saludándole marcialmente—. Teniendo el mando supremo sobre este Destructor Estelar, haré cuanto pueda para asestar un golpe en nombre del Imperio.
—Bien. —Harrsk se frotó las manos—. Mi Destructor Estelar personal permanecerá en el flanco que ocupa actualmente para no atraer el fuego directo del enemigo. Les confundiremos haciendo que usted dirija la carga. No me falle.
—El Imperio está por encima de todo. Supremo Señor de la Guerra, v_ nunca le fallaré —dijo Daala.
Dio órdenes al navegante y el
Tormenta de Fuego
se colocó en primera línea de la formación de naves de guerra. Los tres Destructores Estelares dañados permanecieron dentro de la zona de eclipse planetario, escondidos entre las sombras del tórrido mundo de Harrsk. Las ocho naves restantes siguieron las coordenadas hiperespaciales de Daala cuando ordenó el lanzamiento hacia la fortaleza del Gran Almirante Teradoc.
Un cortejo de planetoides orbitaba un gigante gaseoso amarillo y blanco, formando un disco de rocas en el espacio. El sistema anular de peñascos medio desmoronados y cargados de hielo reflejaba la dorada claridad solar y era muy hermoso visto desde lejos, pero Daala lo veía como un mero desafío táctico. Los cascotes espaciales creaban decenas de millares de posibles objetivos, y cada uno de ellos era un sitio que el Gran Almirante podía haber elegido para esconder su fortaleza.
—Vamos a ver si sus espías le han proporcionado una buena información —dijo Daala por el sistema de comunicaciones sintonizado con Harrsk a bordo del
Torbellino
.
—Más vale que así sea, porque pagamos mucho dinero por ella —replicó Harrsk—. Una parte bastante significativa de mi presupuesto fue dedicada a sobornar a otros imperiales para conseguir esa información.
La expresión de Daala no cambió, aunque sintió cómo una oleada de disgusto se extendía por todo su ser. Nunca tendría que haber sido posible sobornar a soldados imperiales. Esa clase de conducta tan poco profesional había provocado la caída del Imperio, que acabó sucumbiendo al peso de la corrupción, la deshonestidad y una falta de visión tan tremenda que rozaba lo criminal.
—Muy bien, Harrsk —dijo—. Seguiremos un rumbo directo hacia el sistema anular y nos dirigiremos hacia el objetivo. Todas las baterías turboláser están activadas y preparadas para hacer fuego.
Los Destructores Estelares se sumergieron en el plano anular como proyectiles lanzados por un gigantesco cañón, y avanzaron velozmente hacia su objetivo. Enormes fragmentos de hielo y rocas reflectantes se desplazaban a su alrededor. La flota llegó a toda velocidad, esperando poder caer sobre Teradoc antes de que éste tuviera ocasión de volver a agrupar sus fuerzas.
Daala suponía que el Supremo Almirante Teradoc debía de estar celebrando su victoria y que sus comandantes estarían descansando, sin esperar una represalia tan pronto. Sonrió al pensar que iban a llevarse una gran sorpresa..., igual que Harrsk.
Mientras Daala guiaba la ofensiva a máxima velocidad de los atacantes, dos planetoides del anillo estallaron. Las cargas de proximidad ajustadas para detectar el paso de naves hostiles instaladas en ellos habían actuado. Los restos llameantes de las detonaciones salieron despedidos en todas direcciones y llovieron sobre los Destructores Estelares de Harrsk, dejando seriamente averiado uno y destruyendo a dos.
«Quedan cinco —pensó Daala—. Qué desperdicio...»
Harrsk estaba gritando por el sistema de comunicaciones. Su voz sonaba frágil y quebradiza a causa de la excitación.
—¿Qué ha ocurrido, almirante Daala? ¿Por qué no previó esa eventualidad?
Daala cortó el sonido de la transmisión, y disfrutó con el espectáculo del rostro lívido del señor de la guerra mientras éste seguía lanzándole gritos inaudibles.
—Estamos llegando a la fortaleza de Teradoc, almirante —dijo el navegante.
Diagramas de alta resolución del sistema anular aparecieron en una pantalla delante de ella, y Daala contempló cómo una roca de dimensiones medianas que no tenía nada de particular empezaba a parpadear para indicar la situación de la fortaleza del Gran Almirante.
—¡Destructores Estelares de la clase Victoria aproximándose! —gritó el sargento de armamento.
Daala tensó las manos sobre la barandilla del puente y estudió todos los componentes de la situación. Vio que docenas de pequeños planetoides eran en realidad otras tantas guarniciones, rocas ahuecadas que servían como hangares para los navíos carmesíes de la clase Victoria. Las naves de guerra más pequeñas emergieron e iniciaron su persecución, algunas recién reparadas y aprovisionadas y otras todavía mostrando las cicatrices de combate sufridas durante el reciente ataque al mundo de roca fundida de Harrsk.
—No vamos a luchar con ellos —dijo.
El oficial táctico se irguió en su asiento, y un chispazo de sorpresa brilló en sus negros ojos.
—Disculpe, almirante, pero me temo que no la he entendido.
—He dicho que no vamos a luchar con ellos —replicó secamente Daala—. Esos navíos de la clase Victoria no son nuestro objetivo. Tenemos una misión mucho más importante que llevar a cabo, y no podemos permitir que esos intentos de aficionado con los que pretenden desviar nuestra atención nos aparten de ella.
Harrsk, que estaba detrás de la nave de Daala y avanzaba entre los maltrechos restos de su falange de Destructores Estelares, ignoró sus directrices y ordenó a los artilleros del
Torbellino
que empezaran a disparar contra los navíos de la clase Victoria que les perseguían. Dos naves de guerra más imitaron el ejemplo de Harrsk, pero Daala se apresuró a utilizar el sistema de comunicaciones interno de la flota.
—¡Alto el fuego! Necesitamos toda nuestra energía para emplearla contra el objetivo principal.
La imagen de Harrsk siguió aullando en silencio con el sonido desconectado. Daala la ignoró.
Se volvió y contempló a la dotación del puente que estaba bajo sus órdenes.
—Oficial táctico, quiero control personal de los sistemas de armamento. —Pero almirante... ¿Está segura de que es prudente? —preguntó el sargento de armamento.
—Control personal —repitió Daala—. Tengo intención de disparar la primera andanada. —Después fingió una afable sonrisa, confiando en su reputación—. Llevo mucho tiempo luchando para ver llegar este momento. El sargento de armamento se apresuró a asentir.
Lanzas llameantes de fuego turboláser salieron disparadas de la fortaleza de Teradoc y fueron hacia ellos. La imagen amplificada de la pantalla que estaba contemplando Daala le permitió discernir baterías camufladas, y Daala sabía que el Gran Almirante probablemente estaría escondido en las profundidades de un búnker blindado, a salvo de la batalla, mientras sus enjambres de navíos de la clase Victoria actuaban como defensas móviles del perímetro.