La espada oscura (2 page)

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Authors: Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La espada oscura
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El incursor solitario siguió bajando por la abrupta pendiente. Una polvareda de arena dorada se agitó a su alrededor mientras sus piernas y sus pies se hundían en la duna. Sus harapos aleteaban detrás de él, acompañándole en su avance. El incursor tropezó, se tambaleó y agitó los brazos, y acabó hundiendo su bastón gaffa en aquella superficie traicionera, con un brazo extendido para conservar el equilibrio, y fue dejando una estela de arena removida detrás de él.

El incursor exiliado volvió a incorporarse. La arena goteó de sus capas de vendajes y trapos, pero siguió avanzando sin mirar hacia atrás. Unos cuantos banthas volvieron a lanzar el mismo grito de antes. El sonido fue engullido por la inmensidad vacía del desierto. Los harapos descoloridos del tusken expulsado de la tribu no tardaron en hacer que se confundiera con el paisaje.

El líder de los jinetes giró sobre sí mismo y subió a su bantha con un ágil salto. Los otros jinetes del Pueblo de las Arenas treparon a sus sillas de montar. Los banthas resoplaron y pisotearon las arenas.

Han volvió a instalarse en su silla de montar. Luke fue el último en subir a su montura, y cuando se equilibró sobre ella el líder de los jinetes ya había hecho volver grupas a su peluda bestia y estaba empezando a bajar por la pendiente menos empinada de la parte de atrás de la duna. El Pueblo de las Arenas le siguió, avanzando en una apretada fila para ocultar sus huellas.

Han se atrevió a echar una mirada por encima del hombro. Apenas si pudo distinguir al incursor exilado empequeñeciéndose en la lejanía, avanzando con lenta decisión mientras las ondulaciones del calor iban ocultando su diminuta silueta. El exilado no tardó en quedar totalmente engullido por las implacables fauces del Mar de las Dunas.

El calor del día parecía no terminar nunca y Han siguió cabalgando en una especie de estado de trance, apenas consciente de lo que le rodeaba y como si se hubiera hipnotizado a sí mismo mediante una letanía de pasos bamboleantes. Luke seguía erguido sobre la silla de montar de su bantha por delante de él, aunque se tambaleaba de vez en cuando. Han se preguntó a qué clase de reservas de energía estaba recurriendo el Caballero Jedi.

El grupo acampó en un laberinto de eriales rocosos puntuado por agujas de piedra medio erosionada que surgían de la arena barrida por los vientos. La oscuridad descendió rápidamente sobre ellos con el doble crepúsculo, y la temperatura cayó en picado. Las rocas siguieron palpitando durante un rato con el calor que habían almacenado, pero se enfriaron rápidamente.

El Pueblo de las Arenas montó el campamento entre una algarabía de gruñidos y bufidos de su incomprensible lenguaje. Cada jinete conocía sus obligaciones sin importar cuál fuera su sexo. Han no sabía cuáles eran machos y cuáles hembras, y Luke le dijo que sólo los compañeros de una pareja establecida podían verse el uno al otro con los rostros al descubierto.

Dos de los incursores más jóvenes rodearon una parte plana del suelo con rocas y fueron amontonando ladrillos de lo que Han comprendió debía de ser excremento de bantha seco, la única fuente de combustible de la que se podía disponer en aquel erial.

Han y Luke deambularon de un lado a otro, intentando parecer muy ocupados. Los banthas, que no serían encerrados en un aprisco ni atados, fueron llevados a un cañón lateral en el que podrían descansar durante la noche. Otros incursores abrieron paquetes de correosa carne seca. Han y Luke tomaron su ración y se acuclillaron sobre unos peñascos.

Han levantó cautelosamente su mascarilla respiratoria de metal y se metió un trozo de carne en la boca. Lo masticó y desperdició varios tragos de agua mientras intentaba conseguir que el tasajo se volviera lo suficientemente tragable.

—¿Qué es esta cosa? —murmuró por el micrófono vocal. Luke respondió sin mirarle.

—Creo que es flanco de antílope del desierto secado y salado. —Sabe a cuero —masculló Han.

——Es más nutritivo que el cuero..., creo —dijo Luke.

Volvió sus tubos oculares hacia Han, que no pudo detectar ninguna expresión en el rostro envuelto por los vendajes. Si volvía la cabeza demasiado deprisa mientras estaba mirando por los pequeños agujeros de los tubos oculares, Han se mareaba un poco.

Los jinetes del Pueblo de las Arenas terminaron su cena _v se fueron congregando alrededor de la hoguera mientras un incursor muy alto se acurrucaba allí donde las llamas daban más luz. La lentitud con la que se movía y la cautela con que desplazaba sus miembros —por no mencionar la silenciosa reverencia que le otorgaban los otros incursores— hicieron que Han tuviese la impresión de que se encontraba ante un tusken muy anciano.

—Es el narrador —dijo la voz de Luke en su oído.

Otros incursores trajeron largos palos y desplegaron estandartes de clan multicolores surcados por curvas y trazos rectos que parecían alguna especie de violento lenguaje escrito. Debían de ser tótems, símbolos que el mundo exterior no veía jamás.

Un incursor joven, delgado y nervudo se sentó junto al narrador. Otros volvieron de las sillas de montar de sus banthas trayendo consigo trofeos, ayudas visuales para la historia, y sostuvieron en sus manos tiras de áspera tela y una bandera ensangrentada. Han vio cascos de soldados de las tropas de asalto agrietados y llenos de abolladuras exhibidos como si fueran los cráneos de enemigos caídos; y una gema de un luminoso blanco lechoso del tamaño de su puño, que reconoció con un respingo de sorpresa como una perla de dragón krayt, uno de los tesoros más raros procedentes de Tatooine.

El viejo narrador alzó una mano envuelta en vendajes y empezó a hablar. Los otros incursores permanecieron totalmente inmóviles, paralizados por la fascinación mientras las historias iban siendo narradas con gruñidos ahogados y sonidos apenas reconocibles que podrían haber sido palabras.

Luke fue traduciendo para Han.

—Está contando sus hazañas, cómo acabaron con todo un regimiento de las tropas de asalto hace muchos años... Cómo mataron a un dragón krayt y sacaron las perlas de sus entrañas. Cómo derrotaron a otro clan del Pueblo de las Arenas, mataron a todos sus adultos y adoptaron a sus hijos e hijas en su clan, con lo que consiguieron ser más numerosos.

El narrador terminó su recitado y se encogió un poco más sobre sí mismo, llamando al aprendiz con un gesto de la mano. El chico se volvió hacia él. Dos incursores lo flanquearon, sosteniendo sus bastones gaffa con las hojas en forma de hacha inclinada hacia abajo y dirigida hacia el aprendiz. El narrador alzó una mano temblorosa y la mantuvo inmóvil en el aire como si fuese un cuchillo. El aprendiz titubeó durante un momento, y después empezó a hablar lentamente.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Han.

—Ese chico está siendo adiestrado para convertirse en el próximo narrador del clan —dijo Luke—. El Pueblo de las Arenas tiene una gran fe en la inflexibilidad de la tradición. Cuando una historia ha quedado fijada como sendero oral, debe permanecer inalterada por siempre jamás. Ese chico ha aprendido la historia: ahora está contando una incursión contra un granjero de humedad que intentó que hubiera paz entre los humanos, los jawas y el Pueblo de las Arenas.

—Pero ¿por qué las armas? —preguntó Han—. Parece como si estuvieran a punto de cargarse al pobre chico.

—Y lo harán si comete aunque sólo sea un error. Si el chico altera una sola palabra, el narrador bajará la mano y los incursores matarán inmediatamente al aprendiz. Creen que recitar las historias de cualquier manera distinta a como fueron contadas originalmente supone una gran blasfemia.

—Los errores no están permitidos, ¿verdad? —preguntó Han.

Luke meneó la cabeza. Los otros incursores tenían toda la atención concentrada en el discurso del chico.

—El desierto es un sitio muy duro, Han. No te permite equivocarte. El Pueblo de las Arenas es un producto de ese entorno. Sus costumbres son duras y salvajes, pero esa dureza y ese salvajismo les han sido impuestos por el lugar en el que viven.

El chico terminó su recitado y el viejo narrador alzó la otra mano en un gesto de felicitación. El joven aprendiz se encogió sobre sí mismo temblando de alivio, y los jinetes del Pueblo de las Arenas expresaron su apreciación con murmullos.

Pasado un rato la hoguera fue cubierta con piedras para que ardiera en forma de rescoldos durante la noche. Los incursores se fueron acostando.

—Voy a ver si descanso un poco —dijo Han—. Llevas dos días sin dormir, Luke. ¿No puedes esperar hasta que todos se hayan quedado dormidos y dormir un rato entonces?

Luke meneó la cabeza.

—No me atrevo a hacerlo. Si dejo de vigilar sus pensamientos y aflojo el control que estoy ejerciendo sobre sus mentes, podrían darse cuenta de repente de que no hay ninguna razón por la que debamos estar con ellos. Si alguien da la alarma, estamos perdidos. Además, un Jedi puede resistir mucho tiempo sin descansar.

—Lo que tú digas, amigo —murmuró Han.

—Mañana deberíamos llegar al palacio de Jabba —dijo Luke con cansada esperanza.

—Oh, ardo en deseos de llegar —respondió Han—. Ya sabes lo bien que lo pasamos la última vez que estuvimos allí.

Capítulo 2

Los jinetes del Pueblo de las Arenas se fueron levantando en la gélida oscuridad antes de que el primero de los soles gemelos de Tatooine se deslizara sobre el horizonte. Han se estremeció, no encontrando ningún calor en los vendajes que envolvían su cuerpo. Luke se movía todavía más despacio y más cansadamente que antes.

Han estaba muy preocupado por su amigo. Además del agotamiento. Luke padecía una profunda frustración ante su incapacidad para ayudar a Calista, la Jedi a la que amaba, a recuperar sus poderes perdidos. Después de varios días sin dormir y viviendo continuamente en el filo del peligro, escondiéndose entre feroces nómadas del desierto, las reservas de energía de Luke estaban acercándose a un nivel peligrosamente bajo.

Los incursores tusken ensillaron sus banthas v las bestias peludas golpearon impacientemente el suelo con las patas, como si estuvieran deseosos de ponerse en marcha antes de que el calor del día cayera sobre ellos. El Pueblo de las Arenas empezó a avanzar silenciosamente por el desierto, con los bastones gaffa y los rifles desintegradores obtenidos en sus incursiones preparados para ser usados, mientras el cielo se iba llenando de un púrpura que se fue aclarando para volverse de un color amarillo salpicado por motas de oro fundido.

El primer sol subió por el cielo, y Han notó que la temperatura ascendía a toda velocidad en cuestión de momentos. La máscara impregnaba el aire que respiraba de un olor metálico, pero Han lo soportó en silencio.

Pensó en Leia y en sus tres hijos, que estaban en Coruscant, Y se llenó la cabeza con fantasías sobre la existencia tranquila y apacible de un pequeño comerciante que se ganaba holgadamente la vida. Pero enseguida torció el gesto detrás de los vendajes: una vida tan pacífica y previsible sería una tortura peor que cualquier salvaje castigo que el Pueblo de las Arenas pudiera llegar a concebir.

A mediados de la mañana los incursores tusken llegaron a la cima de un promontorio rocoso y sus miradas cruzaron las sombras distendidas y el desierto pintado para posarse sobre las ruinas del palacio de Jabba el Hutt. La ciudadela, silenciosa y monolítica, se alzaba entre las cañadas. Han se estremeció nada más verla.

—Te dije que nos traería hasta aquí —murmuró la voz de Luke por el receptor vocal.

—Todavía no estamos dentro, chico —respondió Han.

—Cuando me separe del grupo, sígueme —dijo Luke—. Distraeré a los jinetes del Pueblo de las Arenas para que ni siquiera se den cuenta de que nos estamos alejando de ellos. En cuanto estemos lo bastante lejos para no ser vistos podré dejar de controlarles..., y te aseguro que será un alivio.

Muy lejos de ellos, en el gigantesco océano de arena, los vientos que se mezclaban unos con otros formaban un pequeño
Torbellino
de arena parecido a los que solían aparecer en los eriales y barrerlos, pero Luke lo utilizó en su beneficio.

El jinete que abría la marcha soltó un gruñido y señaló con su bastón gaffa, y después hizo volver grupas a su bantha para observar el
Torbellino
de arena. El resto del Pueblo de las Arenas también se volvió hacia esa dirección, desusadamente fascinado por el remolino de polvo. Los jinetes empezaron a parlotear entre ellos, soltando gruñidos y bocinazos ahogados a través de sus mascarillas respiratorias.

Luke utilizó la diversión para impulsar a su bantha hacia la derecha, separándose de la hilera de incursores tusken. Han tiró del cuerno toscamente tallado de su montura. No podía creer que el truco fuese a funcionar, pero Luke y él avanzaron el uno al lado del otro y pronto se encontraron bajando al trote por la pendiente arenosa. Los banthas atravesaron el gran cuenco vacío, levantando nubecillas de polvo a cada paso, y entraron en el cañón rocoso que llevaba al palacio de Jabba.

Han lanzó una nerviosa mirada hacia atrás, pero ni un solo incursor tusken se volvió en su dirección. El Pueblo de las Arenas seguía señalando el
Torbellino
con sus bastones, gritando como si fuera un ejército que se aproximaba a ellos.

Luke hizo avanzar a su bantha por entre los muros de rocas color óxido hasta llegar a un lugar en el que las sombras del cañón cayeron sobre ellos. Peñascos rotos por el calor se alzaban a cada lado, y la arena saturada de azufre y el barro recocido por los rayos de los soles gemelos resonaron bajo ellos como una calzada de duracreto cuando sus monturas trotaron hacia la entrada inferior del palacio de Jabba.

En cuanto estuvieron lo bastante lejos para no ser vistos, Luke dejó escapar un largo suspiro y se apoyó en su silla de montar.

—¡Lo conseguimos! —exclamó—. No deberían acordarse de nosotros.

—Sí —dijo Han—, y hemos logrado recorrer todo el trayecto desde Punta de Ancla sin que nadie se fijara en nosotros: ni espías, ni testigos, ni registros... Ahora podremos averiguar si hay algo de verdad en esos rumores y volver a casa.

Un viento reseco silbaba por el cañón, gimiendo al pasar por entre los minaretes del palacio de Jabba. Las grandes torres de observación mostraban las manchas negras de las ventanas abiertas en ellas, que parecían brechas en una calavera sonriente. Han alzó la mirada y vio las señales que los haces desintegradores habían dejado sobre los ladrillos fundidos. Unos cuantos lagartos correteaban aquí y allá, yendo de un bolsillo de sombra a alguna grieta oscura y fresca.

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