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Authors: Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La espada oscura (3 page)

BOOK: La espada oscura
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Los tubos oculares redondos de la envoltura facial tusken no le permitían ver lo suficiente. Se quitó los vendajes con una mueca de irritación y apartó las coberturas metálicas, arrojándolo todo al suelo. Después tragó una honda bocanada de aquel aire cargado de polvo y tosió.

—Chico, cómo me alegra poder librarme de esto... comentó.

El disfraz tusken que envolvía el rostro de Luke le daba un aspecto monstruoso, pero el Maestro Jedi se lo fue quitando con meticulosa lentitud y guardó los harapos debajo de su maltrecha túnica del desierto.

Han meneó la cabeza mientras contemplaba las ruinas. Jabba no había sido el primer habitante de aquel inmenso palacio. La colosal estructura había sido construida varios siglos antes de que el señor del crimen hutt naciera, o fuese empollado..., o lo que fuera que se hacía con los bebés hutts cuando venían al mundo.

Hacía mucho tiempo unos monjes exiliados de la Orden de B'omarr habían fundado un conventículo en el remoto mundo de Tatooine y habían construido allí su gigantesco monasterio, permaneciendo envueltos en un halo de misterio y manteniéndose alejados de los otros habitantes del planeta. Algún tiempo después el bandido Alkhara había irrumpido en el monasterio y había utilizado partes de él como escondite mientras lanzaba sus incursiones contra los granjeros de humedad. Pero la presencia de Alkhara no había parecido importar en lo más mínimo a los monjes de la Orden de B'omarr, que la habían ignorado por completo.

Desde aquel entonces, una sucesión de indeseables había instalado su cuartel general en partes del monasterio de B'omarr, y el último de ellos había sido Jabba el Hutt. Después de que Jabba muriese en el Gran Pozo de Carkoon, estalló una guerra civil entre sus esbirros: todos trataron de adueñarse de las posesiones del señor del crimen hutt, y saquearon el palacio.

Con el imperio del crimen de Jabba en ruinas, los silenciosos y misteriosos monjes aprovecharon aquella ocasión para reclamar lo que había sido suyo y destruyeron a los seguidores de Jabba que no supieron huir lo suficientemente deprisa. El palacio se había convertido en un lugar temido, un recinto encantado que era evitado por todos salvo los más osados.

Pero recientemente algunos de los que Leia llamaba sus «impresentables» amigos del pasado habían hecho llegar a oídos de Han rumores un tanto inquietantes de que otros hutts estaban husmeando en el palacio abandonado, buscando algo..., y ese algo era lo bastante importante como para que hubieran corrido el riesgo de volver allí.

Luke bajó de su bantha y le dio unas palmaditas en un costado cubierto de lanudo pelaje. El bantha soltó un resoplido de confusión y pateó el suelo. El bantha de Han también estaba olisqueando el aire.

La puerta corroída se alzaba delante de ellos, una barrera de duracero repleta de cicatrices dejadas por los haces desintegradores, algunas brillantes y nuevas y otras ya casi invisibles y con décadas de antigüedad. Luke y Han fueron hacia ella. Los cableados de control se habían cortocircuitado o averiado con el paso de los años, y la pesada barrera había empezado a subir y había acabado quedándose atascada a medio metro del suelo. La arena se había ido acumulando en el hueco. Una brisa fría que olía a moho brotaba de los pasillos interiores repletos de sombras.

—Supongo que podríamos arrastrarnos por debajo de la puerta —dijo Han sin mucho entusiasmo mientras deslizaba los dedos sobre la gruesa plancha de duracero.

Luke fue hacia el panel exterior, que estaba cubierto de líquenes.

—Podría caer de repente y aplastarnos como hizo con el rancor de Jabba. Creo que antes probaré suerte con estos controles.

Apenas pulsó uno de los botones, un panel se abrió en el centro de la puerta y un ojo artificial brotó de ella, balanceándose de un lado a otro sobre un zarcillo de metal oxidado: aquel ojo era el sistema de vigilancia de Jabba. Las palabras que surgieron de la máquina sonaron pastosas y deformadas, como si su programación se hubiera deteriorado.

Han estaba harto de todo aquello, y el tono de reproche del sintetizador vocal fue más de lo que podía tolerar. Metió la mano entre los pliegues de su túnica del desierto, extrajo su pistola desintegradora y convirtió el artefacto en una masa de astillas humeantes y alambres que soltaban chispas.

—¡Oh, cierra el pico! —dijo, y después se volvió hacia Luke con una sonrisa maliciosa en los labios—. No me gustaba la forma en que nos miraba.

Luke empezó a trabajar en los controles de la puerta, y finalmente ésta subió otro metro con una especie de tos y volvió a atascarse en sus guías.

—¿Te parece suficiente? —preguntó después.

Antes de que Han pudiera replicar, un haz desintegrador cayó sobre la puerta con un gemido estridente y creó otra reluciente cicatriz plateada.

—¿Qué pasa? —gritó Han, girando sobre sus talones.

Sus dos banthas lanzaron un bufido de saludo. Otro haz desintegrador surcó velozmente el cañón y creó un agujero en la túnica del desierto de Han, fallando su pecho por un par de centímetros. Han alzó la tela oscura y contempló el agujero humeante con cara de perplejidad.

Todo el grupo de jinetes del Pueblo de las Arenas estaba avanzando por el cañón en un galope atronador, agitando bastones gaffa mientras espoleaban a sus banthas hasta lanzarlos a un frenesí de velocidad. Los incursores dispararon sus rifles desintegradores, y los banthas de Han y Luke se encabritaron.

—Parece que has dejado de distraerlos demasiado pronto, chico —dijo Han, corriendo hacia la puerta parcialmente abierta—. Deben de haber visto nuestras huellas.

—Supongo que esta puerta ya está lo bastante abierta —dijo Luke, y se apresuró a meterse entre las sombras por detrás de Han—. Y ahora, si consiguiese averiguar cómo cerrarla...

Más haces desintegradores chocaron con la puerta, llenando de ecos los corredores, que olían a moho y haciendo que vibraran. El Pueblo de las Arenas lanzaba chillidos de rabia, y sus banthas armaron un considerable estrépito mientras se agitaban alrededor de la puerta.

Luke encontró los controles interiores de la puerta y agarró un manojo de cables retorcidos y medio corroídos. Una chispita brotó de ellos, y después todo el panel de control quedó inutilizado.

—¡Será mejor que hagas algo deprisa, Luke! —gritó Han, agazapándose con su desintegrador en la mano.

Un incursor tusken disparó contra las sombras del interior. El haz de energía rebotó en las losas del suelo, y se perdió en la oscuridad por detrás de Han y Luke. Han disparó su desintegrador contra los pies vendados que podía ver. Un incursor tusken soltó un chillido y retrocedió de un salto.

Luke decidió olvidarse del panel de control y se quedó inmóvil con las manos colgando junto a los costados. Sus puños se tensaron, y se relajaron un instante después cuando se concentró en la Fuerza.

Las guías gimieron cuando Luke hizo mover los mecanismos que mantenían inmovilizada la gruesa puerta metálica. La plancha cayó de repente con un tañido atronador, eructando nubes de polvo viejo y sumergiendo la sala en la oscuridad.

—Bueno, eso ha sido muy divertido —dijo Han—. Supongo que no te habrás acordado de traer un iluminador portátil, ¿verdad'?

Luke hurgó entre los pliegues de su túnica.

—Un Jedi siempre está preparado —dijo, y sacó su espada de luz y pulsó el botón activador. La vibrante hoja verde surgió de la empuñadura con una mezcla de siseo y chasquido, una vara de luz incandescente que obligó a Han a protegerse los ojos—. No es el uso más impresionante que puedo dar a mi espada de luz —comentó Luke—, pero servirá.

Se fueron internando por las catacumbas serpenteantes del palacio y avanzaron hacia la sala del trono de Jabba. No sabían con exactitud qué andaban buscando, pero los dos confiaban en que sabrían darse cuenta de si había algo raro escondido en aquel lugar.

—No tenía mucho mejor aspecto cuando Jabba vivía aquí —dijo Luke.

—Puede que todos los androides del servicio doméstico estén averiados —dijo Han.

Una vez dentro de la sala del trono abandonada en la que la masa hinchada y deforme del hutt había juzgado a sus víctimas indefensas en el pasado, la espada de luz de Luke iluminó los muros con un resplandor que hizo que las sombras saltaran y ondularan. Animales carroñeros de todos los tamaños emitieron ruidosos chillidos en la gran estancia, que por lo demás estaba tan silenciosa como una tumba. Unos cuantos guijarros se desprendieron de un bloque medio suelto de una pared.

—Esos monjes tan raros siguen aquí —dijo Han—. Pero parece como si no tuvieran mucha prisa por reclamar las salas que usó Jabba.

—Tengo la impresión de que nadie puede afirmar que entiende a la Orden de B'omarr —respondió Luke—. Por lo que he oído decir, cuando llegan a la fase final de máxima iluminación interior, cada monje se somete a alguna clase de operación quirúrgica en la que se le extrae el cerebro para colocarlo dentro de un recipiente de apoyo vital. Eso evita que se dejen atraer por las distracciones físicas, y les da una libertad total para meditar sobre los grandes misterios.

Han soltó un bufido y clavó la mirada en los ojos azul claro de Luke. —Es una suerte que los Jedi no crean en esa clase de tonterías. Luke sonrió a su amigo.

—Me parece recordar que cuando nos conocimos dijiste que los Jedi eran una «religión de pacotilla» o algo por el estilo.

Han desvió la mirada, sintiéndose un tanto avergonzado.

—Bueno, he aprendido unas cuantas cosas con el paso del tiempo.

Un repentino estrépito mecánico resonó con la ensordecedora potencia de una serie de explosiones lejanas en la sala repleta de ecos. Los dos compañeros giraron sobre sus talones, Luke con su espada de luz preparada para atacar y Han alzando su pistola desintegradora. Los servomotores y las patas articuladas que zumbaban y siseaban se fueron acercando en una veloz aproximación de muchos pies que chasqueaban como picahielos sobre las losas de los suelos. Han sintió que un escalofrío de repugnancia le erizaba el vello cuando se acordó de las arañas cristalinas de energía que vivían en las negras minas de especia de Kessel.

Pero la criatura que apareció ante ellos no era ni del todo androide ni del todo viva. Han y Luke vieron un conjunto de delgadas patas mecánicas que se movían en un avance tambaleante, como si tuvieran problemas de control muscular: estaban ante un insecto de acero automatizado que entró pesada y torpemente en la sala del trono. Suspendido debajo de las patas, allí donde habría estado el cuerpo hinchado de una araña, había un recipiente esférico lleno de un fluido transparente que burbujeaba y gorgoteaba, transmitiendo el palpitar del sistema de apoyo vital a la forma esponjosa y recubierta de circunvoluciones de un cerebro humano.

—¡Oh, oh! —exclamó Han—. Esa cosa es uno de los monjes. ¿Quién sabe qué pueden querer?

Alzó el desintegrador y apuntó el cañón hacia el recipiente del cerebro. —No —dijo una átona voz procesada.

La palabra sintetizada había surgido de un diminuto altavoz incrustado en el juego de patas mecánicas.

Luke alzó su mano libre.

—Espera, Han... Sólo capto confusión. No hay ninguna amenaza. —¿Sois... amigos de Jabba? —preguntaron las patas de araña. —Tengo bastante mejor gusto a la hora de escoger mis amistades —replicó Han—. ¿Quién eres?

Las patas de araña bailotearon de un lado a otro, como si el cerebro hubiera dejado de concentrarse y hubiese perdido el control de ellas.

—Soy Maizor. Hubo un tiempo en el que era rival de Jabba. Tuvimos una... confrontación, y yo fui el perdedor.

La voz sintetizada hizo una pausa, como si estuviera procesando sus próximas palabras.

—Jabba ordenó a los monjes que me operasen y colocaran mi cerebro dentro de este recipiente.

Más reflexión, más palabras átonas de la voz mecánica.

—Utilizo estas patas cuando deseo ir de un lado a otro. Necesité todo un año para dejar de aullar en silencio y adaptarme a mis nuevas circunstancias. Jabba me mantenía en su palacio como una especie de chiste viviente, para poder reírse de la patética criatura en la que me había convertido.

Las patas de araña temblaron y se bambolearon, pero la voz se volvió más potente y adquirió un matiz de desafío.

—Pero ahora Jabba está muerto. El palacio está vacío. y yo soy quien ríe el último.

Han y Luke se miraron. Han fue bajando poco a poco su desintegrador.

—Bueno, cualquier enemigo de Jabba es amigo mío —dijo después. De hecho, estábamos en el Gran Pozo de Carkoon cuando mataron a Jabba.

—Tengo una deuda enorme con vosotros —dijo Maizor.

Un parpadeo de luces bailoteó alrededor de los sistemas del recipiente de apoyo vital del cerebro.

—Entonces tal vez puedas ayudarnos —dijo Luke, hablando con voz tranquila y llena de poder Jedi—. Estamos buscando información. Hemos oído algunos rumores. Si has estado en este palacio tanto tiempo, tal vez hayas visto lo que necesitamos saber.

—Sí —dijo Maizor . Muchos desconocidos han venido aquí recientemente. Ha habido mucha actividad, y muy misteriosa.

—¿Puedes decirnos quiénes eran, y qué buscaban'? —preguntó Han, asombrado ante la facilidad con que había llegado la respuesta—. Necesitamos saber qué están tramando los hutts.

—Hutts —dijo la voz mecánica—. Desprecio a los hutts. Muchos hutts han venido aquí para entrometerse y husmear.

—¿Y qué buscaban? insistió Han.

—Información. Buscaban la información de Jabba. Jabba tenía muchos conocimientos almacenados en bancos de datos secretos. Tenía espías por todas partes, y sus espías acumulaban datos para usar o vender. Jabba no sólo era un gran señor del crimen, sino que también sabía muchas cosas sobre la Alianza Rebelde..., aunque el Imperio se negó a pagar un precio lo suficientemente elevado a cambio de su información. Jabba también conocía muchos secretos imperiales.

Las patas de araña se flexionaron en un lento subir y bajar.

—Secretos imperiales —dijo la voz mecánica—. Eso es lo que buscaban los hutts.

—¿Secretos imperiales? —preguntó Luke—. Pero el Imperio ha caído. Hace años que no sabemos nada de ellos. ¿De qué utilidad puede serles a los hutts esa información imperial?

—Información imperial —repitió Maizor—. Centro de Información Imperial, la gran base de datos en Coruscant... Jabba conocía la contraseña secreta. Podía acceder a la información más celosamente protegida del Emperador.

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