Read La oscuridad más allá de las estrellas Online
Authors: Frank M. Robinson
Tags: #Ciencia Ficción
El barranco se ensanchaba repentinamente, sus paredes se alejaban la una de la otra.
—Creo que he encontrado el lecho de un lago —dije en la radio de mi casco—. No sabría decir el tamaño.
—Mantente... lados... no...
La voz de Ofelia era intermitente y débil y alcé la vista, alarmado, al percatarme que ahora las lomas estaban por encima de la altura de la antena flexible del casco. Si seguía adelante, perdería el contacto. Titubeé, pero en mi mente había una imagen de Hamlet riéndose mientras se deslizaba por las laderas de una montaña de metano. Decidí arriesgarme por unos cuantos minutos más. Al menos estaría protegido del viento aullante.
Doscientos metros más adelante, las paredes del barranco caían abruptamente a mi derecha; me vi frente a una muralla casi sólida de niebla y aguanieve. No podía ver nada en absoluto, aunque me llegaba un rugido atronador de algún lugar del interior del banco de niebla. Entonces el viento impredecible apartó la niebla y la nieve como si fuera un telón y me quedé mirando asombrado al valle poco profundo de media docena de kilómetros de ancho. En el fondo del valle había un lago y a lo lejos podía divisar una cascada de metano que tronaba por encima del borde del valle. ¡
Líquidos en caída
! Nunca había visto líquidos cayendo en una cascada, y era una visión al mismo tiempo extraña y hermosa. Podía imaginarme el valle llenándose con los deshielos de primavera y el exceso de líquido fluyendo mediante la barranquera hacia el río.
El aire estaba lleno de copos sucios de nieve flotante, y la lejana cascada estaba oscurecida por la neblina. Pero la escena era impresionante... y perturbadora. Exceptuando algunos de los compartimentos y la realidad artificial de Seti IV, jamás había estado en un espacio abierto. Incluso durante el aterrizaje y el viaje en rover, la nieve nos había rodeado por todos lados. Repentinamente el horizonte no quedaba determinado por la nieve y la niebla, o por los mamparos a cien o doscientos metros de distancia al final de los pasillos. Mi única experiencia con un horizonte ilimitado habían sido Seti IV y sentí cómo se me encogía el estómago con ansiedad repentina.
Al mismo tiempo, me vino a la cabeza la idea de que no sólo era el primer ser humano en contemplar el valle, sino probablemente la primera criatura viva en todo el universo que lo veía.
Durante un breve instante, creí entender cómo se sentían tanto Dios como el Capitán.
Entonces los vientos cambiaron de dirección, el valle desapareció, y tuve que esforzarme para volver al barranco. Me abrí paso entre la nieve hasta donde las paredes del barranco se convertían en precipicios de veinte metros de altura. Estaba cerca de la pared, tomando imágenes de las diferentes formaciones cuando sentí el repiqueteo de piedrecitas cayendo sobre mi casco. Alcé la vista. El reborde de la pared era en realidad una cornisa, allí donde las riadas de metano habían erosionado las perdes. Me quedé mirando, perplejo, cuando una pequeña explosión justo debajo del reborde hizo que llovieran más piedras y rocas.
No me moví. Las explosiones no ocurren por sí solas. Entonces la sorpresa se convirtió en alarma cuando otro desprendimiento de rocas cayó por la pared.
Alguien le estaba disparando a la cornisa. Y si cedía, me quedaría enterrado bajo toneladas de piedra.
Otra pequeña explosión, y otra rociada de tierra y piedrecitas. Me quedé paralizado por el pánico, olvidando todos los estudios que había hecho pero recordando con claridad todas las historias de Tibaldo.
Mi primer pensamiento fue si Tibaldo no tendría razón.
A
vancé penosamente de vuelta por el barranco, permaneciendo cerca de la pared y buscando protección. La cornisa podía desplomarse y enterrarme pero no había protección en el espacio abierto exceptuando las densas ráfagas de nieve arremolinada.
Fuera lo que fuera, me seguía, haciendo un disparo cada pocos segundos. Había rocas grandes en el fondo del barranco, pero ninguna lo suficientemente grande como para esconderme detrás. Además, mi enemigo estaba encima de la pared opuesta, disparando desde arriba. Había unas cuantas oquedades en el barranco, pero ninguna en la que pudiera introducirme. Y si lo hubiera hecho, habría sido un blanco inmóvil y tarde o temprano hubiera quedado enterrado vivo.
Resbalé más de una vez en el hielo, aterrorizado por si alguna de mis caídas repentinas aflojaba las juntas de mi traje. Entonces sería una tirada de moneda a ver si me moría congelado o al respirar una mezcla de metano y nitrógeno tan fría que mis pulmones se convertirían en hielo tras una inhalación o dos.
El patrón de disparos cambió súbitamente, con tiros dirigidos al suelo delante de mis botas, intentando conducirme de vuelta bajo la cornisa. Las paredes del barranco seguían alzándose muy por encima de mí, pero había una pila de rocas en el medio que parecía lo suficientemente alta para que si trepaba a ella mi antena pudiera remontar las paredes y llamar a Ofelia y Agachadiza pidiendo ayuda. Pero trepar por las rocas me dejaría aún más expuesto...
¿O no? Ya había estado expuesto a los disparos. Una docena de veces. Y no me habían dado. ¿Por qué intentar darle a la cornisa, por qué no a mí? ¿Qué razón requería que fuera sepultado por un derrumbamiento en vez de perforar mi traje de forma que muriera congelado o asfixiado?
Quizá había descubierto vida en Aquinas II. Quizá había criaturas evolucionadas lo suficientemente inteligentes para fabricar armas explosivas y que tenían una psicología tan extraña que querían que mi muerte y mi entierro ocurrieran en el mismo momento.
Pero la verdad es que no lo creía. El planeta era joven y me resultaba difícil creer que existía una versión local de los alienígenas de Tibaldo.
La alternativa que me quedaba era mis compañeros de tripulación. En un planeta donde caminar era un peligro, un derrumbamiento no sería cuestionado. Un traje con agujeros de proyectiles sí.
Me obligué a olvidar mi pánico y a pensar en el problema. Una vez hecho, la respuesta era obvia. A diferencia de Ofelia, a quien acusaban de no creer en nada, Tibaldo creía en todo. Su equipo había bajado al planeta armado.
Corrí hacia la pila de rocas y tanteé para conseguir un agarre que permitiera izarme, resbalando varias veces sobre el hielo que cubría las rocas antes de encontrar asideros. Esperaba sentir en cualquier momento que los proyectiles de metal desgarraban mi traje, pero las pequeñas explosiones y derrumbamientos cesaron repentinamente.
Le di al botón de comunicación del casco con la barbilla. Para minimizar la cháchara en las comunicaciones, todos los equipos tenían su propia frecuencia, nadie del equipo de Tibaldo podía escucharnos.
—¡Ofelia! ¡Aquí Gorrión!
La voz de Ofelia, enfadada pero aliviada, resonó en mis auriculares inmediatamente:
—Llevas diez minutos de retraso en tu informe...
—¡Alguien tiene una pistola! —grité—. ¡Y me están disparando!
—Posición, Gorrión. —Se la di y me preguntó la dirección de los disparos. Luego oí a Agachadiza, su voz quebrada por la preocupación.
—Busca cobertura, Gorrión, las paredes...
—... son peligrosas —interrumpió Ofelia—. También tenemos una cornisa en este ramal. Usa tu propio juicio acerca de la cobertura y continúa avanzando hacia el punto de reunión.
Oscurecía, lo que era una ayuda, y cuanto más me acercara a la boca del cañón, más fuertes serían los vientos y más nieve habría en el aire. Esperé fervientemente que el tiempo me proporcionara toda la protección que necesitaba.
Fui el primero en llegar a la entrada del barranco y me escondí a unos cuantos metros detrás de los rovers, agachándome y dejando que la nieve me cubriera. No pasó mucho tiempo antes de que estuviera convencido de que tenía el mismo aspecto que cualquier otra roca cubierta de nieve.
Pasaron cinco minutos antes de que los demás miembros del equipo aparecieran tambaleándose. Salí de detrás de las rocas y los conté mientras empujaban contra los vientos que ululaban.
Cuervo se acercó a mí caminando con dificultad y me dijo:
—¿Estás bien, Gorrión?
Asentí en el interior del casco. Ofelia no les había contado nada, y yo me sentía demasiado exhausto para contarles lo que había pasado. Pronto lo sabrían, de todas formas.
Pocos minutos después alguien gritó y señaló hacia la entrada del barranco y a las tres figuras que se acercaban. Una iba delante de las demás, tambaleándose ocasionalmente cuando era empujada desde atrás. Ofelia y Tibaldo iban detrás. Tibaldo, cojeando ligeramente, sostenía una pistola de proyectiles.
Nos reunimos alrededor de ellos y entonces Ofelia alargó el brazo y apartó la nieve del visor de la primera figura para que pudiéramos ver su cara.
—Después de todo sí encontramos una forma de vida alienígena —dijo Tibaldo en tono sombrío.
El rostro que había detrás del visor estaba pálido, tenso, los ojos mostraban miedo, pero no tanto como para no llenarse de odio en cuanto me vieron.
Para mi gran sorpresa, no era Zorzal.
Era Garza.
El mejor amigo del hombre.
L
a corte marcial de Garza se celebró en la cubierta hangar. Más allá de la mitad de la tripulación estaba presente, aunque para muchos era un período de sueño. Con Banquo y Catón como sus guardianes, Garza estaba de pie delante y un poco a la derecha del Capitán, asegurado a la cubierta con anclajes magnéticos y con las manos atadas a la espalda. Sus ojos eran agujeros negros en una cara horrenda y pálida y se lamía constantemente los labios. Aquellos que estaban cerca de él más tarde jurarían que podían oler el hedor de su miedo.
El público se sentaba en los pocos rovers aparcados en la cubierta, se aferraban a los lados de la estación intermedia, o se habían atado a las anillas de los mamparos cercanos. En su mayoría, permanecían en silencio y quizá tenían un poco de temor. Garza había intentado matar a otro tripulante y eso era algo casi imposible de imaginar. Los pocos que le dedicaban una mirada y podían imaginarlo se estremecían con revulsión y apartaban la vista.
El actor principal del drama era el Capitán, que estaba sentado detrás de un escritorio dentro del umbral de la escotilla. Su mandil era liso y negro, pero también llevaba un brazalete con una única estrella dorada. Era la primera vez que la mayoría de nosotros lo veíamos con algún indicativo de su rango, estábamos apropiadamente impresionados. Sabíamos que el Capitán tenía poder sobre nuestra vida y nuestra muerte, pero hasta ese momento había sido un concepto abstracto. Ahora era una realidad y podía sentir la inquietud de la tripulación.
No había jurado. El juicio era responsabilidad del Capitán, que aparentemente no tenía por qué compartir, según el ordenador.
Garza estaba acusado de intento de asesinato. Fui convocado como primer testigo. Conté lo que había sucedido de la manera más objetiva que pude. Mencioné el incidente de la enfermería y el Capitán escuchó atentamente. No lo sabía, lo que significaba que Bisbita no había informado de ello, y eso me sorprendió. Pero al final, el Capitán declaró que era irrelevante.
—¿Por qué trepaste a lo alto de las rocas, Gorrión?
Creía que ya lo había explicado antes, pero entonces me di cuenta de que quería que lo repitiera porque quería llegar a un punto que tenía en mente. Todo el procedimiento judicial me había puesto nervioso y ahora me sentía incluso más nervioso.
—Necesitaba la altura de forma que mi antena flexible pudiera sobrepasar el borde del barranco y poder contactar con Ofelia para pedir ayuda.
Frunció el ceño.
—¿Y eso no era peligroso? ¿No consideraste que exponerte de forma abierta te convertiría en un blanco fácil?
Presentí una trampa.
—Corrí el riesgo, señor.
El fruncimiento se hizo más profundo.
—Pues parecería que calculaste mal los riesgos. Algo te estaba disparando y sin embargo abandonaste la única protección que tenías para ir a un área descubierta en el barranco. En tu lugar, hubiera supuesto que eso haría que me dispararan.
En ese momento me pregunté a quién estaban juzgando.
—Me podrían haber matado en cualquier momento, señor. La única respuesta lógica era que un compañero de la tripulación me estaba disparando. Si me hubiera disparado cuando estaba al descubierto, habría agujeros de proyectil en mi cuerpo y en el traje de exploración. La lista de sospechosos hubiera sido muy pequeña. Un desprendimiento desde lo alto del barranco habría ocultado las pruebas al mismo tiempo que me mataba.