Read La oscuridad más allá de las estrellas Online

Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

La oscuridad más allá de las estrellas (31 page)

BOOK: La oscuridad más allá de las estrellas
2.85Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Esto aprece lo que llamaban jamón. Probablemente no sabe como debería, pero al menos Lincoln está mejorando.

—No te metas con Lincoln —dijo alguien más—; desde la caída que sufrió en Bishop VI no ha vuelto a ser el mismo usando las máquinas de comida.

—Quiero volver en el siguiente período —dijo Suricata—; es todo un drama visual allí donde las colinas alcanzan el cielo.

Y Loris una vez más, alzando una ampolla de bebida y comentando con curiosidad los contenidos:

—Creo que a esto lo llamaban ponche, alcohol etílico diluido con potenciadores del sabor y algo de fruta. Daría muchísimo por saborear un ponche de verdad.

Se hizo un silencio abrupto. El Capitán había entrado. Me parecía un poco diferente como «Orix» de cómo me lo parecía como «Gorrión». Eran los ojos, pensé. Parecían más jóvenes, no habían visto tanto.

No dijo nada, sino que se sentó a la cabecera de la mesa y comió en silencio. La conversación en el compartimento volvió a empezar, pero en un tono mucho más bajo. Al observar a los tripulantes engullendo su comida, me percaté de algunas miradas ocasionales hacia el Capitán.

Me quedé anonadado. Vivían con un miedo terrible al Capitán y junto con el miedo venía el acre olor del odio que pocos se molestaban en disimular. Como Orix, sabía el motivo... pero antes de que la razón me viniera a la mente, me desperté, sudando y agarrándome a la hamaca, sobrecogido por una prufnda sensación de pérdida.

La escena en el comedor comunal encajaba con el diálogo que había oído hacía meses en el compartimento vacío que exploré con Cuervo y Gavia. Ahora tenía las caras de algunas de las voces: Oso y Foca, Loris y Suricata. Pero recordaba poca cosa aparte de mi relación con Oso y Foca y la charla de comedor con Loris y Suricata.

Yací en la oscuridad, pensando en el sueño y preguntándome la razón del miedo y el odio intenso de aquella tripulación tan antigua hacia el Capitán. No era odio hacia alguien que era cruel o alguien cuyas órdenes eran irracionales.

Lo odiaban por algo que había hecho, algo imperdonable y que los asustaba muchísimo.

Otro pedazo de mis recuerdos había vuelto, y con él una intensa sensación ominosa. ¿Cómo sería, me pregunté, si recordara mi centenar de vidas de golpe?

18

C
uanto más nos acercábamos a Aquinas II, más acelerado era el ritmo de los ejercicios de entrenamiento y las conferencias. El ritmo de nuestras vidas personales también se había acelerado. Probablemente pasaba lo mismo en las guerras. Sabíamos que podíamos no sobrevivir, así que vivíamos tanto como podíamos. Para entonces ya habíamos visto las proyecciones de advertencia con demasiada frecuencia, y el pensar en que algunos podían no regresar del aterrizaje minaba nuestro entusiasmo. También teníamos miedo de que al no encontrar vida, tuviéramos que aventurarnos en la Oscuridad, una metáfora para la muerte como ninguna otra, o la posibilidad de motín y todo lo que eso implicaba.

Tibaldo no ayudaba. Se estaba preparando para algo más que para la exploración de un planeta que pudiera o no tener vida. Tibaldo hacía planes para su propia versión de una guerra, con todos los medios a mano. El Capitán no hizo nada para detenerle, y en retrospectiva, creo que en realidad el Capitán probablemente le animaba. La posibilidad de vida podía ser pura fantasía, pero las actividades de Tibaldo organizando escuadras de asalto y equipos de defensa, por si acaso, le daban un aire de realidad a todo el asunto.

Nadie decía: «comamos, bebamos y seamos felices, porque mañana puede que muramos». No hacía falta decirlo. Las amistades pasajeras estallaban como grandes pasiones, y aquellos de nosotros que estábamos emparejados empezábamos a lamentar ese hecho cuando había tanto que saborear de la vida. No puedo recordar acerca de qué discutimos Agachadiza y yo; seguro que fue algo trivial por lo que empezó todo; pero terminó con Agachadiza saliendo de mi compartimento y mudándose de vuelta a su tranquila tienda al lado del arroyo. Agachadiza nunca perdía los estribos, aunque en mi caso solía perderlos para enmascarar mis sentimientos de culpabilidad. Agachadiza estaba herida y quería hablar de ello, pero yo, con arrogancia, le dije que no había nada más que hablar. Se me quedó mirando, y luego dijo sombríamente:

—Una cosa es el sexo y otra el emparejamiento... creí que sabías la diferencia.

Tras eso, Agachadiza se mostró comprensiva, y eso fue un error. Una discusión nos habría vuelto a reunir; la «comprensión» nos separó.

Tensiones similares hicieron jirones la relación de Cuervo y Bisbita, y a los pocos períodos los dos nos coaligamos para acostarnos con todo el que se nos pusiera a tiro en la
Astron
. Sabíamos que iba en contra de la costumbre de la nave el que alguien nos rechazara, al menos la primera vez, y nos aprovechamos de ello. Ninguno de los dos estaba interesado en pedirle una segunda vez a nadie. Mi ego se expandió rápidamente. Y también el de Cuervo. Ni él ni yo prestamos mucha atención a las miradas de desaprobación de otros tripulantes cuando nos parábamos en los pasillos a comparar notas y puntuaciones. Pero era difícil ignorar la sonrisa despectiva de Zorzal.

El Capitán había dicho que el sexo era el oropel de las emociones y parecía que era demasiado cierto. Pero si bien no aprendí gran cosa acerca de los tripulantes individuales, sí que aprendí mucho sobre la estructura social de la nave. La forma dominante de emparejamiento eran las parejas, pero los tríos no eran infrecuentes ni tampoco algún pequeño grupo ocasional. Tenía curiosidad por ellos, y ellos por mí. Incluso cuando acabó mi período promiscuo, me sorprendió cuánta curiosidad quedaba.

Hubo dos cosas que terminaron con mi período de celo indiscriminado. La primera fue que Golondrina me pidió que nos acostáramos. Era una mujer poco atractiva, quizá fuera encantadora o bonita para otros, pero no para mí. Intenté disuadirla fingiendo que creía que no iba en serio. Pero sí que lo decía en serio, y tuve que recordarme que era costumbre de la nave el no negarse la primera vez. Cuervo no parecía tener problemas en situaciones similares, pero yo era diferente de Cuervo y para mí el sexo con Golondrina no sólo fue desagradable, sino también difícil de realizar.

La segunda cosa fue más complicada.

Mis sueños no se detuvieron, aunque eran más fragmentarios. En la mayoría de ellos me veía como Hamlet. Ayudé a criar a un niño llamado Cuervo como si fuera mi propio hijo y contemplé cómo una joven muchacha crecía hasta alcanzar la madurez hermosa y agresiva. Al final nos convertimos en amantes. En más de un período de sueño desperté sintiendo todavía el aliento de Ofelia en mi hombro y el tacto de sus dedos en mi espalda.

Llegó un período de sueño en el que dormí de manera más inquieta de lo normal, sin saber a ciencia cierta si era Hamlet o Gorrión. Cuando finalmente desistí de intentar dormir, me deslicé fuera de mi compartimento y seguí el pasillo hasta el compartimento de Ofelia. Me colé en su interior, deteniéndome sólo un momento para orientarme. Estaba en una cueva en la ladera de un monte y con un bosque de altos pinos que se extendía por debajo. Las constelaciones parpadeaban en el cielo nocturno y la luz de la luna se reflejaba en la nieve que recubría las ramas de los árboles. Podía oír el crujido ocasional de una ramita al romperse en el bosque y creí ver las formas sombrías de lobos que merodeaban entre los árboles, cosa que confirmó un momento después el sonido de sus lejanos aullidos.

Los atrezos no tenían que ser originales; Ofelia se había contentado con copiar el suyo del compartimento que Cuervo y Gavia habían convertido en un «piso franco». Estaba acurrucada cerca de los rescoldos de un fuego y fui hasta ella tanteando en la oscuridad. Era fácil adoptar el personaje de Hamlet, aunque una parte de mí seguía aferrándose nerviosamente a Gorrión.

—Ofelia —murmuré mientras me recostaba a su lado en las «pieles» que había delante del fuego. Despertó al instante, con los músculos tensos. Me reconoció y empezó a apartarme a la fuerza, pero le rogué usando la voz de Hamlet—: No, por favor.

Cerró los ojos y se relajó. Me acurruqué contra ella, mis brazos se deslizaron con facilidad alrededor de su cintura.

Fue muy extraño. Era agradable pero al mismo tiempo no lo era. Gradualmente me di cuenta de que Hamlet no podría ser nunca más que un papel, que sólo recordaba fragmentos y trozos de su vida. Actuar como si fuera él era como intentar reconocer una cara en las esquirlas de un espejo roto.

Imité al Hamlet de mis sueños mecánicamente. Cuando acabé, me recliné contra la pared de la cueva, muy consciente del mamparo de acero a mi espalda. Ofelia no había respondido durante todo el acto.

—Dios, lo siento —murmuré.

—Hamlet está muerto —dijo en voz baja—. Tú eres Gorrión. Sé Gorrión.

—He estado jugando a ser otra persona —susurré avergonzado.

—Has estado jugando a ser un idiota —dijo ella. No había condena en su voz, pero las palabras me hirieron.

Durante unos pocos períodos después de aquello me convertí en un ermitaño, retirándome a mi trabajo y a mi biblioteca, enterrándome en mis libros y mis obligaciones. Me dediqué a disculparme ante mis anteriores compañeros de cama hasta que me di cuenta de que no hacía falta disculpa alguna, que lo que había sido un interés pasajero para mí también había sido un interés pasajero para ellos. Las emociones generadas al final están en proporción directa a las emociones invertidas en un principio, y la inversión emocional inicial había sido más bien nula.

Echaba muchísimo de menos a Agachadiza. No pasó mucho tiempo antes de que estuviéramos de pie al lado de su arroyo mientras yo intentaba dar explicaciones. Agachadiza se mostraba calmada y considerada, y también, según me parecía, totalmente distante. Después de tartamudear mis disculpas, lo único que dijo ella fue simplemente:

—¿Por qué, Gorrión?

Le expliqué lo de las presiones a bordo, la sensación de que mis días podían estar contados y que había querido vivir tanto como me fuera posible hoy.

—Ésa es la razón superficial —dijo ella—. No creo que sea la razón de verdad.

Tenía razón y yo lo sabía. Mi voz se me secó en la garganta. Cuando finalmente volví a recuperarla, sonaba solitaria y desesperada. Tendría que confiar en ella si quería que me amara, y para algunos jóvenes, confiar en alguien era algo increíblemente difícil. Para mí lo era.

Recordé lo que me había contado el Capitán y me estremecí.

—Envejecerás —dije con voz cascada—. Algún día morirás.

—Y también lo hará Gorrión —dijo sin más—. Probablemente antes que yo.

Tendría que haberlo sabido. Ella y Ofelia estaban demasiado cercanass. Me había engañado a mí mismo de la misma manera que me había pasado con Noé; ella lo sabía.

No importa lo cuidadoso que fuera, tarde o temprano se terminaría la farsa y «Gorrión» desaparecería, para ser reemplazado por otro joven de diecisiete años llamado Nuptse o Batura, cuyo mejor amigo sería K2 y que probablemente se enamoraría profundamente de Denali.

Ese momento llegaría inevitablemente, pero hasta entonces era Gorrión y tenía que vivir la vida de Gorrión.

Agachadiza y yo continuamos donde lo habíamos dejado. Poco después, Bisbita volvió al compartimento de Cuervo. Para desesperación de Bisbita, Gavia hizo lo mismo al poco tiempo. Ibis se emparejó con una joven de Mantenimiento llamada Cernícalo, aunque Gavia la visitaba más a menudo de lo que dictaba la simple amistad y supuse que seguían siendo amantes ocasionales.

Me hubiera gustado decir que todos vivimos felices para siempre, pero la felicidad no es precisamente una constante en la vida de nadie. Lo inesperado sí lo es.

Y parte de lo inesperado era que cuando Agachadiza y yo estábamos juntos, sentía una barrera entre los dos, pero no podía determinar la causa.

P
ara Ofelia yo había sido un vínculo con Hamlet, un recordatorio constante de esa persona; hasta aquel período de sueño en que intenté ocupar su lugar y finalmente se dio cuenta de que Hamlet había desaparecido para siempre.

Había despertado en Ofelia los recuerdos de un Hamlet al que intentaba olvidar. Lo que yo no sabía, lo que mis recuerdos no me dijeron, era que Hamlet y Tibaldo había competido por Ofelia y que Tibaldo había perdido. Después de la destrucción de la memoria de Hamlet, alguien que se parecía a él había ocupado su lugar. No había manera de que yo pudiera ser Hamlet, aunque Ofelia puede que tuviera esperanzas hasta el momento en que despertó para descubrir a un impostor a su lado.

BOOK: La oscuridad más allá de las estrellas
2.85Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Winter Born by Sherrilyn Kenyon
Soldiers of Fortune by Joshua Dalzelle
The Automaton's Treasure by Cassandra Rose Clarke
Freaked Out by Annie Bryant
With the Lightnings by David Drake
By Way of the Wilderness by Gilbert Morris
Enchantment by Orson Scott Card