La oscuridad más allá de las estrellas (30 page)

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Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La oscuridad más allá de las estrellas
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Los tubos luminiscentes volvieron a encenderse abruptamente y las paredes de la cancha reaparecieron ante mis ojos. El Capitán me miraba fijamente, su expresión era tanto pensativa como suspicaz. Había estado jugando al gato y al ratón conmigo; el almuerzo había sido una treta para que bajara la guardia.

—Bueno, ¿cuántas? —rugió repentinamente—. ¡Dame una cifra aproximada!

—N-no lo sé —tartamudeé—. Quizá mil millones. Puede que diez mil millones.

—Buen redondeo —dijo con satisfacción. Me tiró la pelota—. Sacas tú, Gorrión.

Había conseguido arruinar mi concentración en el juego y estuvo a punto de ganarme por paliza antes de que consiguiera recuperarme. Intenté obligarme a olvidarme de que era el Capitán y a pensar en él sólo como otro contrincante, pero me fue imposible.

Al final de la partida, me dijo:

—Te pedí que estudiaras unas cuantas cosas, Gorrión. ¿Sabes lo que es la Ecuación Green Bank
[4]
?

—Sí, señor —murmuré.

—Es una ecuación especulativa para determinar el número de civilizaciones con capacidad de comunicación en la galaxia. Los factores son el ritmo de formación estelar anual, luego el número de estrellas capaces de tener planetas. Hay que dar una estimación del porcentaje de planetas que pueden albergar vida, las posibilidades de vida inteligente, las posibilidades de aparición de una civilización tecnológica, y luego el tiempo de vida que puede tener esa civilización.

Hizo rebotar la pelota contra las esquinas de los mamparos y la cogió al vuelo. Sabía dónde estaría la pelota a cada segundo de su trayectoria. Control absoluto, pensé. Lo había hecho para darme una lección.

—¿Cuál es el menor número posible para N, el número de civilizaciones con capacidad de comunicación? —preguntó repentinamente.

Inserté mentalmente cifras en la ecuación sin ton ni son, y entonces vi la respuesta obvia.

—Uno —exclamé—. No puede ser nunca menor de uno.

Asintió con aprobación.

—Cierto, Gorrión. La Tierra hace que sea como mínimo uno. ¿Y el mayor?

—No... no lo sé —dije—. Supongo que hay muchos cálculos diferentes.

—Del orden de millones, Gorrión... no es una cifra muy alta pero tampoco tan pequeña.

—No hemos encontrado vida... —empecé a objetar.

—Porque no hemos buscado de verdad —me interrumpió—. Pero no tenemos que investigar todas las posibilidades; podemos eliminar la gran mayoría de los candidatos más improbables desde lejos. Las posibilidades restantes son... muy posibles.

Se percató de mi expresión y alzó una ceja.

—¿No estás de acuerdo?

Me estaba presionando, y le estaba agradecido por ello. Cuando me presionaba, no pensaba en quién había sido en el pasado. Sólo era, y sólo podía ser, Gorrión.

—Pero no hemos encontrado... —repetí, sudando.

—... ninguna forma de vida, aunque, como Tibaldo, no estoy seguro de que no nos hayamos cruzado con rastros de su presencia. Pero no hay nada malo en los supuestos básicos. Es simplemente cosa de... tiempo.

Se rió, pero había un eco amargo en su risa.

—Sostener el infinito en la palma de la mano es una imagen poética, Gorrión. Imaginar el transcurso de una vida normal como una porción sustancial de la eternidad es puro egoísmo. Para la persona que la vive, puede que sí lo sea. Para el universo, es menos que un movimiento del segundero del reloj.

Volvió a lanzar la pelota contra el mamparo y la cogió de rebote sin apartar los ojos de mí. Ahora me estaba examinando, evaluando cada contracción de los músculos y cada tic de mi cara.

—El tiempo es la razón de que la
Astron
sea una nave generacional, el tiempo es la razón por la que soy el Capitán. Hay muchas variables que pueden ser incluídas en la Ecuación de Green Bank, pero la que nadie ha determinado nunca es el tiempo necesario para que una nave como la nuestra encuentre uno de los planetas que alberga vida. Cuanto más tiempo pase, cuantos más planetas sin vida queden descontados, mayores serán nuestras probabilidades de encontrar uno con vida. Y teniendo en cuenta el tiempo que ya ha pasado, las probabilidades a nuestro favor son muy grandes.

—Estoy seguro de que lo son, señor —dije, lo que era una respuesta inane, pero exactamente el tipo de respuesta que daría un Gorrión de diecisiete años.

Sonrió.

—¿Otro partido?

Me sorprendí a mí mismo. Hay veces en las que juegas por encima de tus posibilidades, en las que no importa lo bueno que sea el contrincante, no puedes perder. Mis saques fueron casi imposibles de devolver y mis paradas fueron casi milagrosas. No iba a ganarme esta vez con tanta facilidad simplemente quedándose en la cancha y dándole a la pelota con precisión. Pero de repente lo tenía por encima, por detrás, por debajo, yendo a por la pelota como jamás había visto jugar a nadie. Se movía tan rápido que apenas le veía impulsarse desde las paredes.

Creía que yo me movía igual de rápido, pero me ganó de nuevo, 21 a 19.

Al final del partido los dos relucíamos de sudor; si hubiera sugerido otro, me hubiera negado... ya no tenía ánimos. Fui a darle la mano y me sorprendió cuando la retiró.

—Lo siento, Gorrión —dijo con una sonrisa tensa—. No puedo.

Me enseñó la mano derecha para que viera que tenía el dedo índice hinchado y doblado en un ángulo imposible. Se lo había roto cuando habí intentado devolver un rebote a demasiada velocidad y rozando un mamparo. Probablemente había ocurrido nada más comenzar, pero había ignorado el dolor durante el resto del partido.

Pese a la sonrisa, no había nada de amistoso en sus ojos oscuros.

—Un consejo, Gorrión, y uno que no me importa que compartas con tus amigos —su voz se endureció—: No juego para perder.

E
l ordenador verificó todo lo que me había contado el Capitán, pero no me dio ninguna conclusión. El Capitán y Ofelia habían comenzado por el mismo punto: había vida en al menos un planeta de la Galaxia. La Tierra. Para el Capitán ése era el hecho vital sobre el que se basaban todas las demás evidencias de que no estábamos solos en la galaxia sino que había millones de civilizaciones tan avanzadas como la nuestra.

Para Ofelia y Noé, la vida había surgido en una ocasión, pero pese a que en todos lados a dónde se mirara había abundancia de moléculas orgánicas, las probabilidades estaban en contra de que la vida volviera a surgir de nuevo. Habían tenido que pasar quinientos millones de años para que aparecieran los organismos unicelulares primitivos en la Tierra primigenia, células simples que podían moverse, ingerir moléculas orgánicas y replicarse. Otros dos mil millones de años más para que las células de tipos diferentes aprendieran a cooperar y a vivir en simbiosis entre sí, para compartir las onerosas tareas de una existencia precaria. Para entonces la célula simple había desarrollado un núcleo y con ello la habilidad de cambiar y convertirse en algo mejor... y más complicado.

Habían sido necesarios enormes períodos de tiempo, la naturaleza ciega intentándolo una y otra vez, y otra, y otra. ¿Cuántas cosas tenían que ocurrir de la manera exacta para que todo lo demás pudiera ocurrir? ¿Cuántas cosas podían haber salido mal?

Mil quinientos millones de años para desarrollar esa primera célula con núcleos, otros quinientos millones más para que aparecieran los organismos multicelulares, y de trescientos a cuatrocientos antes de que las plantas y los animales se esforzaran por salir de los océanos para medrar en las hirvientes playas. Tras eso, siguiéndose en sucesión comparativamente rápida, habían llegado los reptiles primitivos, los dinosaurios, los mamíferos y finalmente los tímidos primates de gran cerebro. Al final, el primer simio aventurero se descolgó de los árboles para tambalearse a dos patas, descubriendo para su deleite que había sido dotado de un impulso sexual que no estaba limitado a períodos de celo y que estaba destinado a poblar el Edén primitivo.

Pasado ese punto, el desarrollo de la vida había sido bastante lógico y casi predecible.

Eran los tres primeros pasos los que eran increíblemente difíciles. El papel de la suerte era demasiado importante en esta obra y los tres primeros actos duraban demasiado tiempo: un total de casi tres mil quinientos millones de años para que aparecieran las primeras criaturas multicelulares y un futuro preñado de posibilidades. Una cuarta parte de la vida del universo.

Había ocurrido una vez, pero no podía imaginarme que volviera a ocurrir.

Tanto Ofelia como el Capitán tenían razón. Ya creyeras que la vida era algo que ocurrió una vez, para no volver a repetirse jamás, o algo inevitable en el desarrollo de un planeta, era una creencia religiosa.

Junto con Tibaldo y lo que sospechaba que era una minoría de tripulación, había compartido la creencia del Capitán.

El problema es que ahora parecía que había perdido la fe.

U
nos cuantos períodos después, tuve mi segundo sueño sobre la vida a bordo de la
Astron
en otras generaciones. Una vez más, era Gorrión pero no lo era, ni tampoco Hamlet o Aarón. Mi nombre era Orix.

Vivía en una
Astron
que era muy diferente, todos los cilindros estaban ocupados por una tripulación cuyo tamaño triplicaba el de la actual. Todos los tubos luminiscentes funcionaban y los mamparos estaban secos y limpios, la mayoría pintados de un tono beis tranquilizador. Los que no estaban pintados eran tan relucientes que podía ver claramente mi rostro reflejado en ellos. Los trajes de exploración eran blancos y nuevos, colgados en orden en un comportamiento donde todo tenía su lugar designado. No había polvo acumulado en las esquinas o cubriendo las cajas de recambios preservados en grase que todavía no se había endurecido.

Trabajaba en Mantenimiento y envidiaba a los de Exploración, que se ufanaban ante todos los demás de su cometido. Todavía era un icono de algún tipo, un recordatorio de cómo era la lejana Tierra, pero pocos prestaban atención a cada palabra mía o me observaban a huradillas para ver cómo reaccionaría ante diferentes situaciones. La Tierra todavía era un recuerdo reciente y todavía no había quedado oculta entre las brumas de las fantasías.

Compartía un compartimento con una muchacha que se parecía un poco a Ofelia y mucho a Agachadiza, y un técnico de mi misma edad que me recordaba a Gavia con una pizca del Halcón para rematarlo. Foca se reía mucho y le encantaba meterse conmigo; Oso era amable y gentil. Orix era feliz y vivía de manera muy parecida a como lo hacía Gorrión, enfrentándome con entusiasmo a cada planeta que explorábamos y anhelando sentir su superficie bajo mis pies. Apartándome de mi yo en el suelo, me sorprendió algo el que no me importara con quién dormía, con Foca o con Oso, amaba a los dos. Pero había sido Orix durante unos cuantos años y mis actitudes habían cambiado mucho desde que mi memoria había sido destruida por última vez. En mi sueño, como Gorrión, sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que le borraran los recuerdos a Orix una vez más.

Había más personal en todas las divisiones, y había muchas más especialidades que en los tiempos de Gorrión. Había talleres de maquinaria, de componentes eléctricos, almacenes, laboratorios de biología y computación. El equipo en la enfermería era complejo y eficiente y me pregunté qué le había ocurrido, y luego supuse que lo habrían usado para repuestos durante generaciones. En vez de dos médicos había media docena, cada uno experto en un área particular. Uno incluso estaba especializado en enfermedades de los ojos y la boca; en mi sueño no vi a ningún tripulante aquejado de cataratas.

No teníamos un comedor de división sino que comíamos en un gran compartimento comunal con platos magnéticos sobre mesas de acero y correas ligeras para mantenernos sujetos a las sillas atornilladas a la cubierta. Era tanto un ritual como una comida, algo que todo el mundo esperaba con placer.

Una comida en particular se me quedó grabada en la mente cuando desperté, sudoroso y con el corazón palpitante. Durante la comida había el típico barullo de conversaciones de fondo y la mayor parte seguía en mi memoria. Una gruesa líder de equipo llamada Suricata que se parecía lejanamente a Porcia había estado hablando en términos halagüeños sobre Eridane III, que orbitábamos en ese momento.

—Es una superficie bonita. Si pudiéramos respirar el aire podríamos hacer un picnic estupendo ahí abajo.

A su lado, Loris, una mecánica de rover, bajita y de constitución fuerte, empezó a comentar la comida que tenía en el plato.

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