La oscuridad más allá de las estrellas (32 page)

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Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La oscuridad más allá de las estrellas
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Posteriormente, a veces la veía mirando a Tibaldo con ojos especulativos. Tibaldo quiso emparejarse con ella en otro tiempo, y también había sido el mejor amigo de Hamlet. No había mucho tiempo que dedicar al romance, pero Tibaldo y Ofelia se las arreglaron. El amor suavizó la personalidad de Ofelia, su figura se hizo más esbelta y sus rasgos perdieron su dureza. Tibaldo a su vez parecía más joven y menos amargado, más preocupado por su apariencia y con menos tendencia a hacer un espectáculo público de su pierna mutilada. Se recortó el bigote, se tiñó la barba y paseaba por el gimnasio de gravedad con sólo un ligero renqueo.

Una docena de períodos después de que se hubieran encontrado, ambos parecían tensos y distraídos. Su unión se llevó a cabo con más entusiasmo que reflexión, algo que era evidente incluso para ellos, aunque no habían querido admitirlo. Ofelia era uno de los líderes de un probable motín y Tibaldo era uno de los seguidores más acérrimos del Capitán. Desde el principio sabía que cada uno intentaría convertir al otro pese a todas las promesas que se hubieran hecho de no discutir jamás el asunto.

Un período Tibaldo me pidió que me reuniera con él después del turno. Accedí a desgana, sabiendo de qué quería hablarme. Su compartimento era tan espartano como los demás, con una diminuta taquilla, una hamaca, algunos tapices hechos con cables sobre los mamparos, y media docena de manuales técnicos en un estante. Me quité mi antifaz, con curiosidad por saber en qué mundo de fantasía vivía Tibaldo, y me sorprendí cuando el compartimento no cambió.

Supuse qué era lo que había pasado y le dije:

—¿Puedes restaurar el atrezo del compartimento?

Me dedicó un encogimiento de hombros y puso la mano sobre la terminal. Un momento después me quedé sin aliento. Espirales de niebla se arremolinaban sobre mi cabeza, y si el atrezo hubiera sido de verdad, me estaría ahogando en metano. Estaba en un valle poco profundo que era un caos de formas rocosas, con un sol rojizo en el cielo.

Entonces la niebla se levantó y pude ver la nave alienígena que se había estrellado en la ladera de una montaña a un kilómetro o así a lo lejos. Se curvaba en el medio, un bumerán gigante. La nave estaba corroída y tenía un color verdoso, y había escotillas evidentes a los lados por donde no podría pasar ningún ser humano.

Era enorme, medio kilómetro de un extremo al otro. No había señales de vida y ningún sonido excepto el raspar del viento sobre las rocas. Tibaldo había elegido ese momento de silencio justo antes de que los cañones abrieran fuego, o una voz gritara «¡Al ataque!», o empezaran a caer los misiles.

La escena entera estaba por fuera de la ventana de lo que antes era el compartimento de Tibaldo y ahora era su fuerte. En cualquier momento hombres langosta con quitina roja en vez de piel empezarían a arrastrarse fuera de la nave y a descender por la ladera hacia el búnker donde un valiente Tibaldo los mandaría entre explosiones a presencia de sus divinidades.

Era una extraña mezcla de fantasía y patología. Si las cosas fueran como Tibaldo quería, jamás encontraería la muerte yendo a Reducción, sino que moriría haciendo frente a un enemigo.

Entonces el atrezo cambió y me encontré en el interior de un búnker, mirando a un Tibaldo que me contemplaba fijamente desde el refugio de su hamaca.

Me debatía entre el cinismo y la compasión: una parte de mí quería reírse y otra estaba a punto de llorar. Había cambiado mucho desde que Tibaldo me entretuviera con sus historias de exploración y batallas contra enemigos que nadie había visto.

—¿Crees que hay algo ahí fuera, Gorrión?

Había estudiado tanto como era posible pero, por lo que sabía, Tibaldo también. Todo lo que podía ofrecerle eran opiniones, y la mía no era necesariamente mejor que la suya.

—¿Tú que crees, Tibaldo?

—Conozco las posibilidades. Y sé lo que vi.

Había visto aquello que quería ver con desesperación, pero jamás podría convencerle de ello.

—Y Ofelia no cree en lo que viste.

—Discutimos. Ambos sabíamos que pasaría. Ofelia... no cree en nada.

Me hablaba como si yo fuese un tripulante con antigüedad, y me pregunté si le estaba hablando a Gorrión o a Hamlet. Ofelia era franca y no tenía reparos en decir lo que pensaba, y estaba convencido de que tenía razón. Pero pagaría un precio por tener razón y también se vería obligada a pagarlo.

—Ya me contaste cómo era Ofelia hace meses —le recordé.

Flotó hasta la ventana del búnker y se quedó contemplando el paisaje y la nave que había más allá.

—No nos habrían envaido en una misión sin sentido —dijo lentamente—. Allá en la Tierra, debieron tener una razón para creer en la misión.

Habían tenido un millar de razones, pensé yo, y cada una de ellas había demostrado ser falsa.

Dejé que hablara. Al final, dijo con tristeza:

—Tampoco creo que Agachadiza crea en la misión.

Más tarde averiguaría que también ella había intentado convencerle de que la galaxia era un desierto. Agachadiza todavía tenía que aprender que algunas discusiones no tenían ganadores, sólo perdedores.

Floté hasta ponerme a su lado y puse una mano sobre su hombro.

—Viste lo que viste —dije con suavidad, y una vez más salvé mi pellejo.

F
ueran cuales fueran las dudas que tenía Tibaldo, las solucionó... pero a un precio. Ofelia y él se distanciaron y apenas se hablaban. Tibaldo lo pagó con el resto de nosotros haciendo entrenamientos en la cubierta hangar. Se trataba de combate mano a mano, sin importar lo repulsiva que nos pareciera a la mayoría la idea de hacernos daño mutuamente. Fuera de su zona de entrenamiento, podíamos creer en lo que nos viniera en gana, pero cuando estábamos bajo sus órdenes, teníamos que creer en lo que él creía. En alguna parte del universo había alienígenas hostiles, y si alguna vez nos encontrábamos con ellos, estaríamos preparados.

En su entusiasmo y devoción hacia lo que consideraba su deber, Tibaldo cometió el único error que jamás debe cometer un oficial al mando: perdió el contacto con sus tropas. Del combate mano a mano pasamos a las armas simples: pistolas de proyectiles. Fue idea de Tibaldo el que algunos de los programadores crearan proyecciones de formas de vida alienígina para usarlas de blanco en las prácticas de tiro. Cuando recibían el impacto de la guía láser del arma, los alienígenas morían al instante de varias formas realistas, todas ellas excesivamente sangrientas.

Halcón, Gavia y yo, además de Gaviotín y Gavilán, ambos de Mantenimiento, teníamos que probar los nuevos blancos que había desarrollado Tibaldo para las prácticas de tiro. Gaviotín fue el primero. Resultó ser un excelente tirador, dándole al arácnido alienígena directamente en la abultada frente.

La cabeza y el rostro estallaron al instante en una explosión de fragmentos de hueso y la rociada de una neblina roja. Un segundo después, el estómago de Gaviotín se desintegró y durante varios minutos el resto de nosotros nos dedicamos a limpiar el área con cualquier cosa que pudiéramos encontrar.

Tibaldo miró a Gaviotín con una sorpresa que pronto se convirtió en ira y disgusto.

—¡Daré parte de esto! —restalló. A continuación—: Eres el siguiente, Gavia.

—Creo que Gaviotín ya lo ha matado —repuso Gavia, poniendo cara de póquer.

No hizo ademán de ponerse en la posición de tiro y el resto de nosotros intentamos contener la risa.

Tibaldo manipuló la terminal con los dedos y otro alienígena apareció súbitamente en la cima de una duna a un centenar de pies de distancia.

—A éste no lo ha matado.

—Si ha visto lo que le ha ocurrido a su amigo quizá se vaya. —Gavia ahora sonaba cohibido y un poco asustado. Se acababa de dar cuenta de que sus bromas no iban a hacer que desapareciera la proyección.

—Ponte en posición, Gavia.

—No. —Esta vez la voz de Gavia tenía más fuerza, aunque su cara había palidecido por la tensión.

—¡Ya! —rugió Tibaldo.

Gavia tiró la pistola de proyectiles y observamos, asombrados, cómo flotaba hasta el mamparo más lejano.

—No destruiré a un ser vivo —dijo Gavia en tono neutro.

Tibaldo parecía incapaz de decidir qué hacer.

—Muy bien, retírate, Gavia. Daré parte al Capitán. Halcón, eres el siguiente.

Halcón tuvo que carraspear dos veces antes de poder decir con voz chillona:

—No lo haré. —Otra pistola de proyectiles atravesó la cubierta hacia el mamparo.

Tibaldo se puso las manos en la cintura y nos miró con hostilidad.

—¿Hay alguien aquí que tenga el valor para hacerlo?

Ninguno de nosotros se movió.

—¿Y si os dispara primero? —preguntó Tibaldo.

Había más perplejidad que ira en su voz y sentí lástima de él. No se había dado cuenta de lo que iba a ocurrir aunque las señales estaban presentes desde el principio del ejercicio.

Halcón palideció e intentó abrir la boca una docena de veces, pero las palabras no le salían. Era una idea nueva para él, una que jamás había considerado antes.

—Sólo es una proyección —urgió Tibaldo—. No está vivo de verdad, ya lo sabéis.

—Es un símbolo de algo que está vivo —pudo decir Halcón al final, intentando explicar lo inexplicable, tanto para sí como para Tibaldo—. No hay tanta... diferencia.

Tibaldo se nos quedó mirando durante un minuto entero y le devolvimos la mirada con toda la fascinación que supuestamente sienten los pájaros ante la serpiente.

—Podéis retiraros —dijo Tibaldo finalmente, y fue a recuperar las pistolas.

Fui el último en llegar a la escotilla, y me detuve cuando oí a Tibaldo a mi espalda.

—Ofelia y yo podríamos habernos ahorrado las discusiones. No habrá ningún motín, Gorrión... no lucharán bajo ningún concepto.

Era una de las pocas ocasiones en las que pensé que Tibaldo tenía razón por completo.

19

N
adie durmió durante los dos últimos períodos antes de nuestro primer aterrizaje en Aquinas II. Estábamos a diez mil kilómetros de distancia y el planeta era un globo hinchado de color amarillo ocre. A simple vista, carecía de rasgos distintivos exceptuando alguna franja ocasional de color amarillo sucio o negro entre la capa de nubes y polvo que cubría la superficie. Pero nuestros instrumentos habían penetrado el velo; sabíamos que había montañas de roca y hielo de agua, así como océanos de metano, y que en los casquetes polares había precipitaciones de nieve de metano.

Por un lado, las posibilidades de encontrar vida parecían prometedoras, pero por otro el frío intenso era un factor en contra. La gravedad era ligeramente mayor que la de la Tierra, el terreno era accidentado, la atmósfera pesada y densa. A juzgar por la turbulenta cubierta de nubes, había fuertes vientos en la superficie. La visibilidad sería limitada y trabajar en el exterior sería peligroso por los vientos.

Pese al frío y a los recuerdos demasiado recientes de las proyecciones de advertencia, la sopa primordial del planeta presentaba unas cuantas posibilidades. Lo notable fue la forma en que nos concentramos en esas posibilidades e ignoramos los peligros. Una vez que hubiéramos aterrizado, ¿quién sería el primero en encontrar vida? Incluso los posibles amotinados se enfrascaron en las apuestas.

Durante el período de sueño antes del aterrizaje, nos apiñamos en los diversos espacios de trabajo o en los compartimentos de nuestros amigos. Cerca de un centenar de tripulantes descenderían. Mi equipo incluía a Halcón, Águila, Cuervo y Agachadiza. Ofelia y Porcia eran los oficiales al mando. Gavia, Zorzal y Garza habían sido asignados al equipo bajo el mando de Tibaldo y Cartabón.

Agradecí esa separación.

Los líderes de equipo y otros tripulantes con antigüedad guardaron las apariencias, pero entre los más jóvenes, ninguno de los futuros exploradores, como yo mismo, podía dormir. Mis compañeros y yo encontramos refugio entre los rovers semidesmantelados en Exploración, donde nos pasamos una pipa y especulamos sobre lo que encontraríamos en Aquinas II. Agachadiza consiguió hacerse con un simple mapa en relieve del área de aterrizaje y nos apiñamos a su alrededor mientras Cuervo centraba el haz de luz de una lámpara portátil sobre él. Agachadiza y Cuervo eran parte del motín, pero era su primer planeta y estaban tan entusiasmados como los demás.

—El campamento base debería estar aquí, al norte de esta montaña pequeña llamada Trefil. Es un terreno relativamente plano y no llevaría mucho tiempo ir en rover hasta las laderas de las tierras más altas.

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