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Authors: George Bernard Shaw

Tags: #Teatro

Pigmalión (10 page)

BOOK: Pigmalión
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HIGGINS
.—
(Fervoroso.)
¡Gracias a Dios que se acabó!
(
ELISA
se estremece violentamente; pero ellos no lo notan, y ella recobra la calma y su aparente impasibilidad.)

PICKERING
.—En la “garden-party”, confieso que yo no las tenía todas conmigo. Elisa, en cambio, parecía muy tranquila.

HIGGINS
.—Sí, sí; estaba muy segura de sí misma. La verdad, si no es por la negra honrilla, no llevo la broma hasta el final. Pero, en fin, me había empeñado en ello, y por eso la llevé adelante. Al principio, mientras estuvimos en la parte fonética, la cosa me interesó; pero luego me fue pesando lo indecible. Lo dicho: de no haber sido por el empeño, lo hubiese abandonado todo a los dos meses de empezar.

PICKERING
.—La “garden-party”, con tanta gente de la alta aristocracia; hay que confesarlo, fue una prueba emocionante. Yo temblé…

HIGGINS
.—Yo también, un poco, pero sólo durante los tres primeros minutos. Cuando vi que llevábamos las de ganar con toda seguridad, casi me empecé a aburrir. Durante el banquete sí que me aburrí de verdad. A mí me revientan sobre manera esas cosas. Estése usted ahí tragando durante más de una hora, sin más remedio que oír sandeces a diestro y siniestro. Le aseguro a usted, Pickering, que no me vuelven a coger en otra. Una vez y no más. No haré más duquesas postizas.

PICKERING
.—Usted, amigo mío, no está hecho a la vida de sociedad. Hay que acostumbrarse a todo.
(Yendo hacia el piano.)
A mí, por mi parte, no me disgusta asomarme de cuando en cuando a la vida del así llamado gran mundo. Parece que me rejuvenece. De todos modos, ha sido un gran éxito, un inmenso éxito. Dos o tres veces casi me asusté al ver que Elisa lo hacía tan bien. Tenga usted en cuenta que mucha gente aristocrática no sabe conducirse en sociedad; es tan necia, que se figura que el “chic”, digamos el estilo, es innato, y así nunca aprende. Hay que desengañarse; en todo lo que se hace verdaderamente bien, hay algo de profesional.

HIGGINS
.—Tiene usted razón; hay pocos que saben ser lo que son.
(Levantándose.)
En fin, ya se acabó, y ahora me puedo ir a la cama sin temer el mañana.
(La expresión de
ELISA
se hace más sombría aún.)

PICKERING
.—Pues yo voy a hacer otro tanto. Buenas noches, que ustedes descansen.
(Vase.)

HIGGINS
.—
(Yendo detrás de él.)
Buenas noches, Pickering.
(En la puerta, volviendo un poco la cabeza.)
Apaga, Elisa, y dile a mistress Pearce que no haga café para mí mañana; tomaré té.
(Vase.
ELISA
se esfuerza por contenerse y aparentar indiferencia al levantarse y acercarse a la chimenea para apagar las luces. Está a punto de gritar. Se sienta en el sillón y agarra con manos crispadas los brazos del mismo. Finalmente, sin poder resistir más, se abandona a la mayor desesperación, dejándose caer en el suelo, donde se revuelve furiosamente.)

HIGGINS
.—
(Malhumorado, fuera.)
Pero ¿qué demonios he hecho yo de mis zapatillas?
(Vuelve a entrar.)

ELISA
.—
(Coge las zapatillas, se incorpora y se las tira, una tras otra, con toda su fuerza.)
Ahí tiene usted sus zapatillas. Tome, tome. ¡Maldita sea!

HIGGINS
.—
(Estupefacto.)
Pero ¿qué te pasa? ¡Vamos, arriba!
(La levanta.)
¿Qué es eso?

ELISA
.—
(Jadeante.)
Ya estará usted satisfecho. Le he hecho ganar la apuesta, esto basta. De mí, claro está, no importa nada.

HIGGINS
.—¡Que me has hecho ganar la apuesta! ¡Vamos, habrá desfachatez! Pero habla: ¿a qué viene eso de tirarme las zapatillas?

ELISA
.—Porque sí, porque le aborrezco, porque quisiera matarle, porque me ponen fuera de mí su brutalidad y su egoísmo… ¿Por qué no me dejó donde estaba, en el arroyo? Ahora se alegra usted de que ya se acabó el experimento y me puede volver a arrojar al arroyo.
(Sus dedos se crispan, frenéticos.)

HIGGINS
.—
(Mirándola con fría extrañeza.)
Parece que la niña está nerviosa.
(
ELISA
lanza un rugido sofocado, e instintivamente blande las uñas hacia su cara.
HIGGINS
, cogiéndola de las muñecas, dice:)
Vamos, ahora quiere arañar la gata rabiosa. Cuidado con lo que se hace, ¡eh! ¡A sentarse y a estarse quieta!
(La tira brutalmente al sillón.)

ELISA
.—
(Aniquilada.)
¡Dios mío!… ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a ser de mí?

HIGGINS
.—¿A mí qué me preguntas? ¿Qué tengo yo que ver con lo que va a ser de ti?

ELISA
.—Ya lo sé, ya lo sé. No le importo yo un ápice. No le importaría ni verme morir. Soy yo menos que esas zapatillas “pa” usted.

HIGGINS
.—
(Con voz de trueno.)
“Para” usted.

ELISA
.—
(Sumisa.)
Para usted. Creí que ya daba lo mismo.
(Pausa.
ELISA
, silenciosa, con la cara hundida sobre el pecho.
HIGGINS
se sienta, algo incómodo.)

HIGGINS
.—
(Lo más suave que puede.)
Vamos, mujer, no seas tonta. Habla con franqueza ¿Tienes alguna queja del trato que se te da aquí?

ELISA
.—No, ninguna.

HIGGINS
.—¿Te ha faltado alguien? ¿Pickering, mistress Pearce, alguien de la servidumbre?

ELISA
.—No, nadie.

HIGGINS
.—Supongo que no dirás que yo me he portado mal contigo.

ELISA
.—No.

HIGGINS
.—Vamos, menos mal.
(Modifica su tono.)
Pero ya veo: lo que a ti te pasa es que estás cansada después de los trabajos del día. ¿Quieres un poco de champaña?
(Va hacia la puerta.)

ELISA
.—No.
(Luego, con más cortesía.)
Se lo agradezco.

HIGGINS
.—
(Otra vez de buen humor.)
Se comprende, caramba. Ha sido una faena muy dura. Sobre todo, lo de la “garden-party”. Pero ya pasó, niña.
(Dándole golpecitos cariñosos en el hombro, que a ella la hacen estremecer.)
Ya no hay que apurarse.

ELISA
.—Sí, ya pasó para usted.
(Se levanta de repente y, atravesando rápidamente la habitación, va hacia el piano y se sienta en el taburete, hundiendo la cara en las manos.)
¡Dios mío, quisiera estar muerta!

HIGGINS
.—
(Con sincera sorpresa.)
Pero ¿qué dices? ¡Muerta! ¿Por qué?
(Acercándose a ella, con tono dogmático.)
Mira, Elisa: toda esa excitación es puramente subjetiva.

ELISA
.—No entiendo; soy demasiado ignorante.

HIGGINS
.—Quiero decir que obedece a figuraciones tuyas. Nerviosidad, hija del cansancio. No ha pasado nada. Nadie te ha dado motivos de queja. Ahora vas a la cama y duermes bien, y mañana será otro día.

ELISA
.—Sí, otro día.
(Con desesperación.)
Pero yo no sé lo que voy a hacer. No sé para lo que voy a valer.

HIGGINS
.—
(Queriendo comprender ya.)
¿Eso es lo que te apura? Vamos, parece mentira.
(Se pasea por la habitación, en su manera habitual, con las manos en los bolsillos, y haciendo sonar sus llaves y monedas, como quien no se preocupa de nada.)
No tienes que preocuparte. Ya te colocarás de un modo u otro; aunque, vamos, creo que esto no corre prisa.
(Ella levanta bruscamente la cabeza para mirarle; él no la mira y se fija en una manzana del plato de fruta y la coge para comerla.)
¿No estas bien en mi casa?… Luego tú, claro, te casarás.
(Da un mordisco a la manzana y mastica ruidosamente.)
No creas que todos los hombres son solterones empedernidos, como Pickering y yo. Casi todos se casan, ¡desgraciados! Tú no eres fea; da gusto mirarte algunas veces…; ahora no, que estás muy fea llorando y rabiando. Así, pues, lo dicho: vete a la cama, descansa y tranquilízate, reza tus oraciones y duerme…, y mañana te miras en el espejo, y verás cómo tengo razón.
(
ELISA
le mira nuevamente, sin pronunciar una palabra y sin moverse. La mirada es inútil, pues él, abstraído, come su manzana con fruición.
HIGGINS
, creyendo tener una feliz ocurrencia dice:)
Mi madre, que se pirra por concertar matrimonios, seguramente te encontrará algún buen partido.

ELISA
.—Eso ya me lo dijo usted en el coche, cuando pasamos por la calle de Tottenham Court.

HIGGINS
.—Pero vamos a ver: ¿tú qué opinas?

ELISA
.—Yo vendía flores, pero no me vendo a mí misma. Ahora que usted me ha hecho una señorita, ya no soy capaz de vender cosa alguna. ¡Ojalá me hubiese usted dejado donde yo estaba!

HIGGINS
.—
(Tragando el último pedazo de manzana.)
No digas vulgaridades, como eso de venderse a sí misma, hija. Son cosas de novelas de folletín. Si no te gusta casarte, te quedas soltera y punto concluido.

ELISA
.—Pero esto no me dice qué podré hacer.

HIGGINS
.—La mar de cosas. A propósito: ¿y tu antigua idea de estar al frente de una tienda de flores? Pickering te puede establecer; tiene una barbaridad de dinero.
(Riéndose.)
Menuda cuenta tendrá que abonar por todo lo que has llevado encima de tu personita hoy. Con el alquiler de las joyas, no bajará de doscientas libras. Ya ves: hace seis meses ni soñabas con que podías tener una tienda de flores tuya. Vamos, chica, alégrate y deja de preocuparte. Yo me voy a la cama; tengo un sueño que me caigo. ¿Para qué he entrado yo? Algo se me había olvidado.

ELISA
.—Sus zapatillas.

HIGGINS
.—¡Ah, sí, es verdad! Me las tiraste a la cabeza.
(Las recoge y hace ademán de salir, cuando ella se levanta con aire solemne.)

ELISA
.—Antes que se vaya, caballero…

HIGGINS
.—
(Dejando, de la sorpresa, caer las zapatillas.)
¡Caballero!

ELISA
.—… Deseo saber si mi ropa me pertenece o es del coronel Pickering.

HIGGINS
.—
(Volviendo a entrar del todo, cada vez más sorprendido.)
¿Para qué demonios puede hacerle falta al coronel tu ropa?

ELISA
.—Tal vez para la próxima muchacha que recojan ustedes para sus experimentos.

HIGGINS
.—
(Muy ofendido y dolorido.)
¡Así es como piensas de nosotros!

ELISA
.—Dejémonos de conversaciones. Lo que quiero saber es si algo de lo que llevo encima es mío. Al entrar yo aquí, mi ropa fue quemada.

HIGGINS
.—Pero ¿qué importa? ¿A qué viene fastidiar con eso a estas horas?

ELISA
.—Tengo que saber lo que puedo llevarme y lo que no. No quiero que luego me llamen ladrona.

HIGGINS
.—
(Nuevamente muy dolorido.)
¡Ladrona! Mujer, no hables así; no está bien.

ELISA
.—Lo siento, pero no tengo más remedio que dejar las cosas perfectamente claras. No me hago ilusiones; sé que no soy nadie, y que no puede haber nada común entre una persona como usted y una muchacha vulgar e ignorante como yo. Dígame, pues, lo que me puedo llevar y lo que no.

HIGGINS
.—
(Muy enfadado.)
Llévate, con mil demonios, toda la casa, si quieres. Excepto las joyas, que son alquiladas. ¿Estás satisfecha ahora?
(Le vuelve la espalda y se marcha lleno de ira.)

ELISA
.—
(Complaciéndose en irritarle cada vez más.)
Dispense un momento.
(Se quita las joyas.)
Lleve esto a su cuarto y guárdelo. No quiero que luego falte algo y se me eche la culpa a mí.

HIGGINS
.—
(Furioso.)
Pues vengan.
(Ella se las pone en la mano.)
Si fueran mías en vez de ser del joyero, te las hacía tragar todas.
(Se mete descuidadamente las joyas en los bolsillos, adornándose, sin saberlo, con las cadenas que cuelgan por fuera.)

ELISA
.—
(Quitándose una sortija.)
Esta sortija no es del joyero, es la que compró usted en Brighton. Tome.
(
HIGGINS
tira la sortija con violencia a la chimenea y se vuelve hacia ella tan amenazador, que ella se deja caer sobre el piano, tapándose la cara con las manos y gritando:)
¡No me pegue, no me pegue!

HIGGINS
.—¡Pegarte! Infame criatura, ¿cómo te atreves a creerme capaz de semejante acción? Tú eres la que me ha herido a mí en lo más profundo.

ELISA
.—
(Con alegría contenida.)
Me alegro, me alegro; bastante me ha hecho sufrir a mí…

HIGGINS
.—
(Con calma y dignidad.)
Muchacha, me sacaste de mis casillas, cosa que hasta ahora nunca me había sucedido. Ya basta. No prosigamos; me voy a la cama.

ELISA
.—
(Desvergonzada.)
Bien; pero no estará de más dejar una nota para mistress Pearce tocante al desayuno, porque yo no le hablaré.

HIGGINS
.—
(Con concentrada rabia.)
Que vaya al demonio mistress Pearce, y maldito sea el desayuno, y maldita tú, y maldito yo por haberme distraído de mis estudios ocupándome con una chicuela del arroyo, deslenguada y sin corazón.
(Vase, dando un portazo tremendo.
ELISA
sonríe por primera vez. Luego expresa sus sentimientos con una viva pantomima, en la que la salida de
HIGGINS
se confunde con su propio triunfo, y finalmente, se tira de rodillas delante de la chimenea para buscar su sortija, y, al encontrarla, lanza una exclamación de alegría y la guarda en el pecho.)

TELÓN

ACTO QUINTO

Salón en casa de
MISTRESS HIGGINS
, quien está sentada ante su escritorio, como antes. Entra una
DONCELLA
.

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