Read Pigmalión Online

Authors: George Bernard Shaw

Tags: #Teatro

Pigmalión (7 page)

BOOK: Pigmalión
11.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

HIGGINS
.—Me ha convencido usted. Tanto, que en vez de cinco libras le voy a dar diez.
(Le ofrece dos billetes.)

DOOLITLE
.—Por Dios, no. En serio. Mi socia no tendría el alma de gastarse en un día diez libras, y tal vez yo tampoco. Es mucho dinero. Una suma así, ya le inspira a uno ideas formales, ideas de ahorro, de no gastar, y entonces, ¡adiós alegrías, adiós felicidad! Nada, caballero, me da usted lo que he pedido; ni un penique más ni un penique menos.

HIGGINS
.—Bien, hombre; por eso no hemos de reñir. Pero dígame usted: ¿por qué no se casa con su compañera?

DOOLITLE
.—¡Ah! Sí, dígaselo a ella. Por mí, no habría inconveniente. No estamos más que amontonados, como quien dice. Y de ahí vienen todos mis sufrimientos. No tengo autoridad sobre ella. Tengo que mantenerla, tengo que vestirla, tengo que llevarla a diversiones y ser su esclavo, todo porque no soy su marido legal. Ella bien lo sabe. Así es que ni a tiros se casa conmigo. ¡Que te quiero, morena!… Usted, caballero, siga mi consejo: cásese con Elisa mientras es joven y no cae en la cuenta. Si no lo hace así, luego le pesará a usted. Créame, he visto mucho…

HIGGINS
.—Pickering, si seguimos escuchando a ese hombre, va a acabar con todas nuestras convicciones.
(A
DOOLITLE
.)
¿Cinco libras ha dicho usted?

DOOLITLE
.—Cabal. Yo no tengo más que una palabra.

HIGGINS
.—¿Está usted seguro de que no aceptaría diez?

DOOLITLE
.—Ahora, no. Más tarde, ¡quién sabe!

HIGGINS
.—
(Entregándole un billete de cinco libras.)
Pues ahí tiene usted.

DOOLITLE
.—Muchísimas gracias. Ustedes lo pasen bien, caballeros.
(Se precipita hacia la puerta, ansioso de escaparse con su botín. Al abrir tropieza con una señorita japonesa lindísima y guapa, vistiendo un quimono de seda azul con flores blancas de jazmín. Detrás de ella viene
MISTRESS PEARCE
. Él se aparta respetuosamente y murmura excusas.)
Dispense, señorita.

LA JAPONESA
.—¡Anda la mar, mi padre!

DOOLITLE
,
HIGGINS
,
PICKERING
.—
(Exclamación simultánea.)
¿Es posible? ¡Elisa! ¿Qué es esto? ¡Hola!

ELISA
.—Estoy hecha una facha, ¿verdad?

HIGGINS
.—¿Una facha?

MISTRESS PEARCE
.—Míster Higgins, cuidado, no diga cosas que la hagan presumida a la chica.

HIGGINS
.—
(Concienzudo.)
Tiene usted razón, mistress Pearce.
(A
ELISA
.)
Estás hecha una facha.

ELISA
.—Si me pusiera el sombrero, estaría mejor.
(Recoge su sombrero, se lo pone y atraviesa la habitación con aire de presunción.)

HIGGINS
.—¡Caramba, una nueva moda! Y el caso es que no le sienta mal.

DOOLITLE
.—
(Con orgullo paterno.)
Está preciosa la condenada. Parece mentira lo que hace la limpieza.

ELISA
.—Es fácil tener limpieza así. Hay agua caliente y fría a discreción, y toallas afelpadas, y cepillos, y esponjas, y agua de Colonia, y jabón líquido, que echa espuma como la cerveza. Ahora comprendo cómo las señoras ricas van tan limpias. Para ellas, el lavarse es un placer. Ya verían si tuvieran que lavarse como una.

HIGGINS
.—Me alegro que te haya gustado el cuarto de baño.

ELISA
.—Pues no m’ha gustao del todo, lo digo como lo pienso.

HIGGINS
.—Pues ¿por qué?

ELISA
.—Porque a mí no me parece decente eso. Menos mal que lo he tapado con una toalla.

HIGGINS
.—
(Volviéndose hacia
MISTRESS PEARCE
.)
Pero ¿a qué se refiere?

MISTRESS PEARCE
.—
(Sonriendo.)
Al espejo.

HIGGINS
.—¡Vamos! Oiga usted, Doolitle: a esta niña la ha criado usted con ideas algo ñoñas.

DOOLITLE
.—¡Yo! Si no la he criado de ningún modo. De cuando en cuando, algún lapo, y pare usted de contar. A mí no me echen la culpa de nada. Ella es como Dios la hizo. Ahora le diré: la falta de costumbre es la causa. Pero ya verá usted qué pronto se acostumbra a todo.

ELISA
.—No diga usté eso. Yo no quiero acostumbrarme a na… Yo soy una chica honrá…

HIGGINS
.—Elisa, si vuelves a decir que eres una chica honrada, tu padre te va a llevar a su casa.

ELISA
.—Si, me paece. ¡Qué mal le conoce! Él, a lo que ha venido, como si lo viera…, le conozco como si le hubiera parido…, es a ver si aquí sacaba algo para luego correrla. Si usté l’ha dao algo, ¡menuda cogorza la que se prepara!…

DOOLITLE
.—Creo que nada más natural. ¿Para qué quería yo los cuartos, si no? No, que iba a echarlos al cepillo de la iglesia. ¡Qué cosas se oyen!

ELISA
.—¡Miau!
(Le saca la lengua para burlarse.)

PICKERING
.—
(Temiendo algún exceso, se interpone entre ambos.)
Vamos, Elisa, es su padre.

DOOLITLE
.—Oye, tú, no seas desvergonzada. Conmigo te va a salir mal. Y que no sepa yo que hayas faltado a estos caballeros, ¿eh?, porque entonces sí que sabrás quién soy yo.

HIGGINS
.—Bien, bien; ¿tiene usted algún consejo más que darle a su hija?

DOOLITLE
.—Yo, nada. Allá ella. Usted verá cómo se las maneja. Ahora, si quiere usted hacerme caso, no la permita que se le suba a la parra. La ve usted reacia, pues un cachete sin duelo.
(Hace con la mano el ademán de azotar.)
Y no digo más, señores; pasarlo bien.
(Se retira.)

HIGGINS
.—¡Eh! Oiga. Puede usted venir con regularidad a visitar a su hija. Es natural. Mi hermano es clérigo y puede ayudarle a educarla.

DOOLITLE
.—
(Evasivamente.)
Sí, sí, caballero; vendré con mucho gusto. No muy pronto, porque tengo un trabajo en el otro extremo de la ciudad, pero vendré alguna vez. Adiós, señores; adiós, señora.
(Sale, acompañado de
MISTRESS PEARCE
.)

ELISA
.—Viejo embustero; no se fíen ustedes de él. Cuando ha oído lo del clérigo, huye espantado. No ha de venir tan pronto.

HIGGINS
.—A mí no me hace falta. ¿Y a ti?

ELISA
.—Menos. ¡Ojalá no vuelva a aparecer! ¡Cómo me luzco tanto con él!… Es un perdido.

PICKERING
.—Pero es su padre, Elisa; no debe usted hablar así de él.

ELISA
.—Bueno, caballero; me callaré si le molesto. Lo que quisiera yo ahora, ya que me dijeron que podría tomar un taxi cuando se me antojase, es tomarlo ahora mismo y darme una vueltecita por ahí para que me vean mis antiguas compañeras y rabien un poquito. Yo ni les dirigiré la palabra.

PICKERING
.—Más valdría esperar a tener otro traje para salir a la calle.

HIGGINS
.—Y, además, no hace falta que cortes tus relaciones con tus antiguas amistades.

ELISA
.—¡Qué amistades ni qué ocho cuartos! Yo no me trato con esas chicas. Bastantes veces me han mirado de arriba abajo cuando les iba bien. Ahora me toca a mí. De todos modos, si van a traerme un traje elegante para ir a la calle, esperaré. ¡Cuánto me gustan a mí los vestidos bonitos y cuántas veces he deseado tenerlos! Mistress Pearce me ha dicho que tendré para dormir prendas diferentes de las del día, muy elegantes. Esto lo encuentro yo una tontería y un gasto inútil. En primer lugar, de noche no se pueden lucir las prendas, y luego, cuando hace frío, en invierno, cualquiera se muda de ropa para ir a la cama.

MISTRESS PEARCE
.—
(Volviendo.)
Elisa, ya han traído la ropa: ¿quiere usted venir a probársela?

ELISA
.—¡Aaaayyyyy!…
(Se precipita afuera.)

MISTRESS PEARCE
.—
(Siguiéndola.)
Pero, muchacha, no corra así.
(Sale, cerrando la puerta.)

HIGGINS
.—Pickering, menuda faena la que nos espera.

PICKERING
.—
(Con convicción.)
Eso mismo pienso yo.

TELÓN

ACTO TERCERO

Hoy es el día en que se queda en casa
MISTRESS HIGGINS
, la madre del conocido profesor de fonética. Todavía no ha llegado nadie. El salón, situado en un piso de la ribera de Chelsea, tiene tres ventanas que miran al río. Las ventanas están abiertas y dan a sendos balcones, en los que hay macetas de flores. A la izquierda del espectador está la chimenea, y a la derecha, una puerta de dos hojas. Faltan los mueblecitos, veladores, rinconera; y otras chucherías que se ven en otros salones. En medio de la pieza hay un soberbio sofá forrado de brocado, lo mismo que sus cojines, y de la misma rica tela son las cortinas y el portier. En el suelo hay una mullida alfombra de lana. En las paredes se ven algunos cuadros de los mejores autores modernos, entre ellos un buen retrato pintado al óleo, de cuando
MISTRESS HIGGINS
era joven y hermosa. En el rincón, diagonalmente opuesto a la puerta, se ve un elegante y sencillo escritorio, con un timbre al alcance de la mano de quien se siente a dicho escritorio. Ante éste está ahora sentada
MISTRESS HIGGINS
, vestida sobria, pero elegantemente. Es una señora de más de sesenta años, de pelo blanco, tez sonrosada y sana y ojos claros, sonrientes, algo maliciosos. Entre ella y el balcón más próximo, una silla pompeyana. Al otro lado de la habitación, en el primer término, un monumental sillón gótico. Del mismo lado se ve un piano muy hermoso. El rincón entre la chimenea y el balcón está ocupado por un sofá-arcón forrado de terciopelo de Génova de color verde, lo mismo que una docena de sillas más, convenientemente dispuestas. Son entre las cinco y las seis de la tarde. La puerta se abre estrepitosamente y entra
ENRIQUE HIGGINS
.

MISTRESS HIGGINS
.—¡Eres tú, Enrique! ¡Vamos, hombre! Me habías prometido no venir, por ser hoy mi día de recepción.

HIGGINS
.—
(Se acerca para besarla.)
Vamos, mamá, parece que te estorbo.

MISTRESS HIGGINS
.—No digas tonterías. Ya sabes lo que pasa. Como eres tan particular, espantas a mis visitas, y por eso prefiero que cuando recibo no estés tú.

HIGGINS
.—
(Besándola.)
Seré bueno, mamá; no espantaré a nadie. No te creas; he venido con un fin particular.

MISTRESS HIGGINS
.—Mira, Enrique: déjate de bromas. Ya sabes que ante todo quiero mi tranquilidad.

HIGGINS
.—Ya sé lo que me vas a decir: que soy un Adán, que mis maneras son de cuartel, que no sé llevar una conversación. Todo es verdad; pero ahora se trata de un asunto de interés científico.

MISTRESS HIGGINS
.—¡Quita, quita, por Dios! Ya te veo venir con tus vocales y tus diptongos, y tus cuerdas vocales y tus dentales y sibilantes, y etcétera. La gente teme más eso que tus exabruptos. Olvídate siquiera hoy de esas cosas. Mira: vienes luego a comer y te escucharé todo lo que quieras.

HIGGINS
.—Imposible, mamá; tiene que ser ahora mismo. Escucha: he pescado a una muchacha…

MISTRESS HIGGINS
.—O una muchacha te ha pescado a ti.

HIGGINS
.—Nada de eso. Ya sabes que estoy demasiado ocupado para pensar en amoríos.

MISTRESS HIGGINS
.—¡Lástima!

HIGGINS
.—¿Lástima? ¿Por qué?

MISTRESS HIGGINS
.—Hombre, porque sí. Me gustaría que pensaras en casarte. No quisiera morir sin haber visto a algunos nietos. Parece mentira que seas así, cuando hay tantas muchachas guapas por ahí.

HIGGINS
.—Sí, las habrá; pero a mí, como si no. Mis estudios, antes que todo. No soy enemigo de las mujeres, pero las prefiero un poco entradas en años. Con las muchachas no se puede tener una conversación sensata.
(Se pasea con las manos en los bolsillos, haciendo sonar unas monedas y un manojo de llaves.)
No tienen juicio.

MISTRESS HIGGINS
.—Alguna habrá lista. La cuestión es dar con ella. Pero vamos, cuéntame: ¿qué pasa con esa muchacha?

HIGGINS
.—Pues que va a venir a verte.

MISTRESS HIGGINS
.—¿Cómo? ¿Quién es?

HIGGINS
.—No la conoces, y no tiene nada de particular. Es una vulgar florista que recogí en el arroyo.

MISTRESS HIGGINS
.—¡Jesús; y la mandas venir aquí en día de recepción! Tú no estás en tus cabales.

HIGGINS
.—
(Se acerca zalamero.)
No te asustes, mamaíta; ya verás como no hace ningún estropicio. Yo le he enseñado a hablar con propiedad y a portarse correctamente. Le he recomendado que no hable más que de dos cosas: del tiempo que está haciendo y de la salud de cada uno, como se suele hablar en sociedad, y que no se lance a generalidades por nada del mundo. Verás qué bien sale del empeño.

MISTRESS HIGGINS
.—Tú estás loco, Enrique. Buena la has hecho.

HIGGINS
.—Ya verás, y me darás la razón. Pickering está conmigo en el complot. Tengo con él una apuesta, según la cual, dentro de cuatro meses, tengo que hacerla pasar por una aristócrata. La recogí hace ya dos meses, y no puedes figurarte lo que va adelantando. Tiene un oído excelente y un órgano vocal muy flexible. Más fácil me ha sido enseñarle a hablar inglés que a la generalidad de mis discípulos de la burguesía, por la sencilla razón de que ha tenido que aprender un léxico completamente nuevo. Ahora habla el inglés tan bien como tú el francés.

MISTRESS HIGGINS
.—¡Vamos! Pues te felicito.

HIGGINS
.—No hay de qué, todavía.

MISTRESS HIGGINS
.—¿Cómo?

HIGGINS
.—Pues claro. He logrado reformar su vocabulario y darle una pronunciación perfecta; pero eso no basta. Importa fijarse en cómo pronuncia, pero también en lo que pronuncia, y eso es lo que…
(Son interrumpidos por una doncella, que aparta el portier anunciando:)

BOOK: Pigmalión
11.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Spoils of the Game by Lee Lamond
Wolf Heat by Dina Harrison
The Earl Takes a Lover by Georgia E. Jones
The Sound of a Scream by John Manning
The Kingdom of Ohio by Matthew Flaming
A Perfect Love by Lori Copeland
Backfield in Motion by Boroughs Publishing Group
The Artful Goddaughter by Melodie Campbell