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Authors: George Bernard Shaw

Tags: #Teatro

Pigmalión (3 page)

BOOK: Pigmalión
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EL DE LAS NOTAS
.—Es de Cheltenham. Estudió en Cambridge y ha vivido últimamente en la India.

EL CABALLERO
.—Totalmente cierto.
(Gran risa general. Reacción a favor del tomador de
NOTAS
. Exclamaciones de asombro.)
¡Pues sí que lo entiende! ¡Hay que ver! ¡Parece mentira! Dispense la pregunta, caballero: ¿es usted artista de “varietés”?

EL DE LAS NOTAS
.—No, señor; pero no digo que no lo sea algún día.
(La lluvia cesó y las primeras filas comenzaron a alejarse.)

LA FLORISTA
.—
(Queriendo seguir haciéndose la interesante.)
¡Vaya un cabayero, que se mete con una pobre muchacha! ¿Si creerá que yo era gitana y le iba a hacer competencia?

LA HIJA
.—
(Impaciente, acercándose a la entrada del pórtico, empujando bruscamente al
CABALLERO
, que se aparta cortésmente.)
Pero, ¡por Dios!, ¿qué ha sido de Freddy? ¡Voy a coger una pulmonía en este maldito pórtico!

EL DE LAS NOTAS
.—
(Para sí, anotando aprisa.)
Earls-court.

LA HIJA
.—
(Con aspereza.)
Hágame usted el favor de guardar para sí las observaciones impertinentes.

EL DE LAS NOTAS
.—Habré pensado en voz alta. Fue sin querer. Perdone. Su señora madre es de Epson, no hay duda.

LA MADRE
.—
(Acercándose.)
¡Qué cosa más curiosa! Es verdad que me crié en Lagerlady Park, cerca de Epson.

EL DE LAS NOTAS
.—Me alegro de haber acertado. Estuve dudando si era usted de Croydon.

LA MADRE
.—De Croydon eras mis padres; pero cuando yo tenía siete años se trasladaron a la vecina población de Epson.

EL DE LAS NOTAS
.—Me lo figuré.
(Dirigiéndose a la
HIJA
.)
Usted, señorita, lo que quiere es un coche de punto, ¿verdad?

LA HIJA
.—
(Con aspereza.)
¿A usted qué le importa?

LA MADRE
.—¡Por Dios, Clara, no seas así! Vaya un genio que se te ha puesto!
(La
HIJA
la rechaza con un movimiento brusco y se retira altanera.)
Dispénsela, caballero, que está muy nerviosa. Yo le agradecería a usted mucho que nos encontrara un coche.
(El de las
NOTAS
da un silbido fuerte.)
Muchas gracias, caballero.
(El de las
NOTAS
avanza hacia la calle y grita con voz estentórea: “¡Cocheroo!”)

EL DESCONOCIDO
.—¡Buenos pulmones, caramba!

LA FLORISTA
.—¡Yo lo que digo es que no tié derecho a molestarme! ¿Soy acaso una mendiga?

EL DE LAS NOTAS
.—La gente sigue pasando con los paraguas abiertos, y eso que ya hace diez minutos que cesó la lluvia.

UNO DE LOS CIRCUNSTANTES
.—Pues es verdad. Estamos aquí haciendo los tontos.
(Vase precipitadamente.)

EL DESCONOCIDO
.—
(Extendiendo la mano para ver si llueve.)
¡Recontra! ¡Si ya no cae! Claro, con esos charlatanes que le entretienen a uno…
(Se tienta de repente para cerciorarse de que no le han quitado el reloj.)
Nada, nada; no ha pasado nada. Porque ya se sabe, a lo mejor, en estas apreturas…
(Se aleja.)

LA FLORISTA
.—Debiera denunciarle, por coación.

LA MADRE
.—Ya escampó, Clarita. Podemos ir a tomar un autobús. Anda, vamos.
(Se remanga las faldas y echa a andar.)

LA HIJA
.—Pero, mamá, el coche de punto…
(La
MADRE
ya está fuera del alcance de su voz.
CLARA
no tiene más remedio que apretar el paso detrás de ella.)
¡Qué fastidio!
(Todos se van, menos el de las
NOTAS
, el
CABALLERO
y la
FLORISTA
, que está arreglando su canasto, lamentándose a media voz.)

LA FLORISTA
.—¡Vaya una vida perra la que tiene una! ¡Cuánto hay que sudar para ganarse un triste piri! Y encima la amuelan a una de todas las maneras.

EL CABALLERO
.—
(Acercándose al de las
NOTAS
.)
Me interesa mucho lo que acabo de oír. ¿Cómo hace usted?

EL DE LAS NOTAS
.—Pues, sencillamente, tengo buen oído y buena memoria, y luego me he dedicado al estudio de la fonética. Esto es mi profesión y mi afición. ¡Dichoso el que tiene una profesión que coincide con su afición! Lo corriente es distinguir por el acento a un irlandés, a uno de Yorkshire. También es fácil conocer el origen de los extranjeros que hablan inglés, por bien que lo hablen. Pero mi especialidad es distinguir los miles de acentos que hay dentro de Inglaterra, con una diferencia local de seis millas. Hasta distingo los acentos de los diferentes barrios de Londres. Como usted sabe, cada población presenta en su vocabulario y en el modo de pronunciarlo matices característicos, y hasta podría decirse que cada familia tiene dejos y expresiones que le son peculiares. Pues yo todo esto lo apunto y lo guardo en la memoria. Además, poseo grandes conocimientos lingüísticos y tengo el don de imitar cualquier voz, cualquier entonación, cualquier acento.

LA FLORISTA
.—Sí, sí; ahora quiere hacerse pasar por ventríloco; pero a mí no hay quien me quite que es de la secreta.

EL CABALLERO
.—¿Y da para vivir esa habilidad?

EL DE LAS NOTAS
.—¡Ya lo creo! Estos tiempos son, como usted sabe, de “snobismo”. Las clases ricas, lo mismo las burguesas que las aristocráticas, viajan mucho y quieren estudiar idiomas extranjeros y, sobre todo, pronunciarlos bien, aunque no los entiendan. Hoy las personas de viso pronuncian el francés, el alemán, mejor que los propios nacionales respectivos. Pues bien: yo, habiendo analizado exactamente los fenómenos de la fonética, puedo fácilmente, indicando la posición que hay que dar a la lengua, los labios, etcétera, enseñar la pronunciación de cualquier idioma. Mis discípulos se quedan atónitos de sus propios progresos. Hago furor, como quien dice. No doy lecciones a menos de dos libras por hora, y tengo que rechazar discípulos.

LA FLORISTA
.—¡Y una siempre hecha la pascua! ¡Cuando se nace con mala pata…!

EL DE LAS NOTAS
.—
(Perdiendo la paciencia.)
Mujer, no cargues tanto. Cállate, si puedes, y si no, vete con la música a otra parte.

LA FLORISTA
.—Cabayero, usted l’ha tomao conmigo. Creo que tengo el mismo derecho a estar aquí que usté.

EL DE LAS NOTAS
.—Una mujer que chincha tanto como tú no tiene derecho a estar en ninguna parte. ¡Vaya con la chicuela!

LA FLORISTA
.—¿Pa que quedrá que yo me vaya? ¡Pues no me sale del moño! ¡No faltaba más! También tengo yo mi diznidá y…, y… tal. ¡Pa chasco!

EL DE LAS NOTAS
.—
(Sacando su cuaderno de apuntes.)
¡Cielos, qué sonidos! ¡Y éste dicen que es nuestro idioma, tan hermoso, tan sonoro, tan eurítmico!

LA FLORISTA
.—
(Con voz aguda.)
A este hombre le falta un tornillo.
(El de las
NOTAS
repite estas palabras con la misma entonación. La
FLORISTA
, primero, atónita: luego, riéndose involuntariamente por la perfecta imitación.)
¡Ay qué gracia!

EL DE LAS NOTAS
.—¿Ve usted a esa muchacha con su lenguaje canallesco y estropeado, ese lenguaje que no la dejará salir del arroyo en toda su vida? Pues bien: si fuese cosa de apuesta, yo me comprometería a hacerla pasar por una duquesa en la “soirée” o en la “garden-party” de una Embajada. Digo más: le podría proporcionar una colocación como dama de compañía o como de vendedora en una tienda elegante, para lo que se exigen mejores modos de expresarse. Con decirle a usted que me dedico a desbastar a millonarios advenedizos, a nuevos ricos, creo haber dicho bastante. Con lo que me pagan prosigo mis trabajos científicos en fonética y lingüística.

EL CABALLERO
.—Yo también me ocupo de lenguas. He estudiado los dialectos de la India y…

EL DE LAS NOTAS
.—
(Con vivacidad.)
¡Hombre! ¿Conoce usted al coronel Pickering, el autor de “El sánscrito hablado”?

EL CABALLERO
.—
(Sonriendo.)
¡Ya lo creo que le conozco! ¡Como que soy yo el tal coronel!

EL DE LAS NOTAS
.—¿Es posible?
(Dándole la mano.)
¡Cuánto me alegro de conocerle personalmente! Soy Enrique Higgins, el autor del “Alfabeto fonético universal”.

PICKERING
.—¡Qué casualidad! Yo he venido de la India para verle a usted.

HIGGINS
.—Y yo pensaba marcharme a la India para verle a usted.

PICKERING
.—Déme usted sus señas, que tendremos que hablar detenidamente.

HIGGINS
.—En Wimpole Street, veintisiete, A, me tiene usted a su disposición. Vaya usted mañana mismo, por la mañana.

PICKERING
.—Yo estoy en el hotel Carlton. Véngase ahora conmigo; cenaremos y charlaremos.

HIGGINS
.—De acuerdo.

LA FLORISTA
.—
(A
PICKERING
, al pasar éste delante de ella.)
Cómpreme una flor. No tengo donde dormir.

PICKERING
.—Hija, lo siento. No tengo nada suelto.
(Prosigue su camino.)

HIGGINS
.—
(Enfadado por la pedigüeñería de la chica.)
¡Embustera! Acabas de decir que tenías cambio de media corona.

LA FLORISTA
.—
(Desesperada.)
¡Que siempre usted me ha de salir en contra!
(Arrojando el canasto a sus pies.)
Tome usted todo el canasto por seis peniques, para acabarlo.
(El reloj de la catedral da la media.)

HIGGINS
.—
(Oyéndole como a una advertencia del Cielo que le reprocha su dureza para con la pobre chica.)
¡Vaya, chica, toma, que todos somos de Dios!
(Le tira un puñado de monedas en el canasto y se va con
PICKERING
.)

LA FLORISTA
.—
(Recogiendo una pieza de media corona.)
¡Aaayyy!
(Esta exclamación es una especie de hipo prolongado, que en ella es peculiar. Recogiendo varias monedas más, de plata y de cobre.)
¡Aaayyy!
(Recogiendo medio “soberano”.)
¡Aaaaayyyy!

FREDDY
.—
(Bajando de un taxi.)
Por fin logré uno… ¡Hola!…
(A la chica.)
¿En dónde están las dos señoras que estaban aquí antes?

LA FLORISTA
.—¿Las dos señoras? Pues se marcharon a coger un autobús en cuanto dejó de llover.

FREDDY
.—¡Y me dejaron colgado con el taxi! ¡Estoy listo, sin un cuarto en el bolsillo!

LA FLORISTA
.—
(Con grandeza.)
No se apure por eso, señorito. A mí precisamente me hace falta el taxi para ir a casa. Usted lo pase bien.
(Se sube al coche, diciendo al chófer:)
Drury Lane, esquina de la tienda de aceite de Micklejohn. ¡Arrea, que habrá propi!
(El taxi se aleja a todo correr.)

FREDDY
.—Ahora, yo a patita a casa. ¡Me he divertido!

TELÓN

ACTO SEGUNDO

Al día siguiente, a las once de la mañana. Gabinete de trabajo de
HIGGINS
, en Wimpole Street. Es una habitación exterior en el primer piso, muy amplia, que normalmente debiera ser la sala. La puerta, de dos hojas, se halla al foro, y las personas que entran encuentran en el rincón a su derecha, contra la pared, dos enormes estantes formando un ángulo recto. En este rincón hay una mesa de escribir plana, en la que están colocados un fonógrafo, un laringoscopio, una serie de tubitos de órgano con un fuelle, otra de tubos de quinqué con sus válvulas de gas para producir llamas sonoras, diferentes diapasones, una figura de cartón representando la mitad de una cabeza humana en tamaño natural, mostrando en sección los órganos vocales, y una caja llena de cilindros de cera para el fonógrafo. Más adelante, del mismo lado, una chimenea con un cómodo sillón forrado de cuero junto al hogar, de espaldas a la puerta, y una carbonera al otro. Hay un reloj encima de la chimenea. Entre ésta y la mesa del fonógrafo, un velador para los periódicos. Al otro lado de la puerta, a la izquierda del visitante, se halla un mueble de muchos cajoncitos. Encima de él penden un teléfono y una lista de abonados. Contra la pared lateral, hacia el rincón, un piano de cola: tiene un taburete delante del teclado. Sobre el piano se ve una bandeja de frutas y dulces; la mayor parte, de chocolate. El centro de la habitación está desocupado. Además del sillón de cuero, el taburete del piano y dos sillas ante la mesa del fonógrafo, hay una silla de rejilla cerca de la chimenea. De las paredes cuelgan varios grabados, en su mayoría copias de retratos.
PICKERING
está sentado a la mesa, ordenando unas tarjetas y un diapasón que acaba de usar.
HIGGINS
está en pie a su lado, cerrando unas carpetas del estante que se hallaban abiertas. Su aspecto, a la luz de la mañana, es de un hombre robusto, con buena salud, de unos cuarenta años, pulcramente vestido de color oscuro. Su interés por todas las cuestiones científicas, y sobre todo por aquellas en que se ocupa especialmente, es muy vivo y le hace olvidar muchas veces las cosas y las personas que le rodean. Su modo de ver es el de un niño impetuoso que, sin mala intención, comete travesuras. Es irónico y punzante cuando está de buen humor, y arrebatado cuando se halla ante una contrariedad; pero es francote y no tiene pizca de malicia de modo que, aun en los momentos en que más se deja llevar por su temperamento, no es antipático.

HIGGINS
.—
(Cerrando la última carpeta.)
Pues ya ha visto usted toda la colección.

PICKERING
.—Es una cosa sorprendente. Y eso que no he examinado ni la mitad.

HIGGINS
.—Siga usted, si gusta.

PICKERING
.—
(Levantándose y acercándose a la chimenea, delante de la cual se coloca de espaldas.)
No; por esta mañana ya tengo bastante.

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